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Antonio María Calera-Grobet

05/03/2022 - 12:04 am

Revivir

¿Qué pasará cuando nuevamente repasemos, lejos de celulares y redes sociales, con calma y gusto, las gavetas de nuestra memoria?

El placer menos como posibilidad de aguante y sobrevivencia, más de combatividad que de resistencia. Foto: Elizabeth Ruiz, Cuartoscuro.

Va por Guillermo Olguín.

Y Bakuza, Zanzíbar, Justine.

Va como fuerza a Nadja. A Berenice.

A todos los escultores de semejante poesía en su Jardín.

Cuando se hable de una nueva manera de ser, es decir, cuando escuchemos al fin la palabra de los escritores, filósofos, artistas, todo lo que nos han venido diciendo sobre la necesidad de una nueva definición de ser humano, habrá forzosamente que hablar sobre el placer. No como un cinismo que se ejecuta sobre los despojos en que nos hemos convertido y convertido al planeta (no hay nada que festejar, salvo el reinado del capitalismo en nuestra sangre, que somos una especie cada vez más imbécil), sino el placer visto como un derecho-obligación ética y estética necesario para soportar el mero dolor de existir.

El placer menos como posibilidad de aguante y sobrevivencia, más de combatividad que de resistencia (porque resistir es virtud de las bestias, estamos hartos de que senos monte más peso en las espaldas); un placer como sinónimo de civismo e inteligencia, y sea, como pensamos sucedió en tiempos de bonanza, una manera recuperada para habitar la realidad, sentir al menos una vez más, sentirnos dichosos en el breve paso por nuestros días. Un nuevo placer como magnitud verdaderamente asimilada y de potencia irrefrenable, nutrido por el hecho de que éste, a diferencia del que entendimos antes de estos tiempos, responde a un hecho que no tiene precedentes: que el trabajo que se nos ofrece y desempeñamos en busca de alcanzar una buena vida en realidad nos la quita, que no hay ya guarida para millones de personas en el mundo del dinero, y hemos entronado al consumismo de objetos y estilos artificiales, vía de la vulgaridad del sacrificio inane. En pocas palabras: que en ese fragor robótico nos hemos olvidado de nosotros, perdido de vista por completo.

Pudiéramos trazar un gran olvido para comenzar como grado cero nuestro camino al futuro. Que a lo largo del tiempo bien que gozamos una bien lograda suerte de “joie de vivre”, un falso pero blindado romanticismo, donde el tejido paulatino de una nueva fraternidad con las comunidades olvidadas, las más alejadas de los tesoros del mundo, a los cuales por cierto deberían tener acceso gratuito, les permitió a ambos dominios “ganar terreno” en la cosmovisión de las civilizaciones. Pero todo fue una gran mentira y eso lo sabemos. Todo fueron paraísos artificiales en nada cómodas mensualidades que nos trajeron a la muerte que nos acontece por dentro y por fuera.

Eso no será más. El placer nuevo al que aspiramos, esta nueva belleza que queremos prodigarnos deberá ser incondicional, es decir que, por supuesto ya lejos del consumo, deberá ser universal y gratuito, y por ello no podrá jamás depender de clases sociales ni capacidades económicas. Y es más, este placer reclamará ser visto como las luces de un nuevo tiempo, de una nueva manera de pasarlo, y por ende también de un nuevo espacio, el por dónde abrirnos camino, encontrar aunque a cuentagotas, en esto que llamamos vida, un sentido.

Necesitamos pues una frazada emocional que ahuyente la ansiedad, la culpa, la frustración por no cumplir con los méritos que se nos inoculan como recibo mental, todos esos “impuestos” descritos por una cúpula, una nata, apenas un sector mínimo de la población (empresarios fuera de sí, descocados, impunes en la deriva de su locura, los privilegiados cercanos a los poderes que sienten de suyo absolutamente, todos esos que vemos en juicio o encarcelados y que usurparon o siguen haciéndolo, los bienes de todos mediante sus promesas de modernidad, de supuesto orden y progreso, los falsos liberales en abominable y evidente atraco del bien común), y así poder llevar una vida de naturales, seres libres en estado de gracia, que es el estado que deberían gozar los humanos hasta cumplir con su destino.

Así las cosas, así este reto, se trata de una suerte de violento y súbito desvelamiento de otra manera de ver la realidad. Comenzaríamos este nuevo derrotero hombres y mujeres de la mano porque si no es así no será, construyendo una nueva lista de prioridades para satisfacer lo mismo a nuestro cuerpo que a nuestro espíritu, alma, interior dado y nombrado como se guste. Para sentir que entra en nosotros una capacidad de enamoramiento del mundo, de intelección de las cosas en nuestro devenir, comenzando por lo primero: saber que es vivir y luego saber morir. Simple y sencillamente. Comenzar a vivir contratados con una nueva cartilla de deseos, donde no sucumba ante condiciones nuestro sosiego, no nos sujetemos a fines grotescos como los de la mera productividad y eficiencia, la búsqueda del éxito a toda costa, una heroicidad artificial que parte del supremacismo y la desigualdad, la vil competencia sanguinaria por poseer más que el otro y crees que con ello se es más que alguien, cuando ello, apenas dicho y apenas pensado es abominable, abyecto.

El caminar así, metafóricamente entendido, deambular así por el mundo de manera no necesariamente ensimismada, sentarse a leer un libro (los relatos que escribimos entre todos será el mejor), demorar la llegada a un punto preciso sin viacrucis de ningún tipo, conversar en un café con algún amigo pero sin el speed de la economía despiadada, serán actos que se tatuarán en el alma, cambiando de lugar con esos otros frenesís que parecen propios de la cotidianidad cultural y no son más que conductas fósiles, esqueletos de pensamientos dinosauricos. Ver a los pájaros volar, irnos por las ramas del solaz, leer el periódico de nuestras vidas en un parque, otear, no serán más comportamientos que hasta parecen ahora sospechosos.

Los parques, las librerías, las mesas donde departimos, los patios donde vivimos, en fin, todas las estancias o derroteros que queramos entender como templos, como senderos por donde irnos, harán de nuestras nuevas casas, nuestras nuevas moradas, nuestras nuevas querencias. ¿Qué pasará con nuestros adentros cuando, de nuevo, nuestro corazón se atreva a contarle un secreto a nuestra lengua o viceversa? ¿Echemos este nuevo relato puro y entero a los otros que más queremos? ¿Qué pasará cuando nuevamente repasemos, lejos de celulares y redes sociales, con calma y gusto, las gavetas de nuestra memoria? Pues que nos sentiremos otra vez vivos. Porque descansar, comer, pasear, perder el tiempo en una caminata, (por cierto, estados de ánimo que se aparecen en nuestro calendario muy de vez en cuando), son placeres que pensamos exclusivos para el fin del fin de semana, de unas vacaciones, días de asueto, estadios invisibles del yo para cuando haya tiempo y siempre nos son postergados, y acaso hasta los pensamos ya como un mero sueño. Respondámonos: ¿lo que nos queda ya sin paja y cizaña, luego de tanto trabajo y tan mal remunerado constituye el único trigo que nos licencia para propinarnos placer? ¿Para gozar de eso tan pequeño es que nos hemos ido, con tanto trabajo construyendo?

Y este placer debemos lograrlo ya. Tiempo es lo que no tenemos. Estamos, reconozcámoslo, siendo orillados a una forma de vida en la que nos ahoga, estrangula, esquilma la más profunda de las tristezas y un estrés abominable, arrojándonos, acompañados o no, a una soledad rapaz. Pensamos que no embonamos en los formatos que impone esta absoluta modernidad (por ejemplo, en las ideas de jerarquía, competencia, productividad), sin percatarnos de que no son ni han sido nunca esas nuestras metas y, cuánto dolor, estas órdenes esculpen con nuestra materia seres sin felicidad, ese abismo, miasma de ser que cargamos día con día. Y veamos: se cuentan por millones de seres humanos los que se hallan en este estado de postrimería, de estertor. Y lo peor, para ilustrar nuestro desangrado horizonte de ser vivo, hay que reconocer, es evidente, que es tan fuerte esta enfermedad inoculada desde “arriba” que pensamos que es nuestra obligación lograr pase lo que pase, a toda costa, contra nuestra naturaleza e ideas, lo que se nos indica. Creemos que valemos al acotar nuestros impulsos de vida, seremos bien calificados al frenar nuestros pensamientos libertarios para reponernos a como dé lugar de nuestras flaquezas y cumplir así no sabemos qué intereses. Incluso yendo contra nuestros iguales, semejantes, nuestros pares.

Y entonces, ¿cuándo nosotros? Preguntémonos: ¿La vida que vivimos es de verdad nuestra? ¿Qué es lo que en verdad sabemos, sentimos, que es lo que sí necesitamos para ser felices lejos de la mera supervivencia? ¿Y no sólo pasar tarjeta, pasar la vida palomeando objetivos ajenos, escurrirnos de alegría por esa monserga de andar cumpliendo con los dictámenes de corporativos abstractos, mandamientos tan antiguamente oprobiosos, con la obligación de remendar los boquetes causados por un mundo que nunca nos ha volteado a ver de veras, un mundo ciertamente cruel, miserable? ¿Dónde quedó la poesía que vivimos en la infancia, la que no hace mucho pero así lo parece, movía nuestros pechos hinchados? ¿En las redes sociales, las aplicaciones, los bancos?

La liberación que podemos hacer venir será absoluta o no será. Vendrá de ahí si interesara la gran venganza contra un sistema demoledor, donde el humanismo no aparece. Y habremos de nuevo de sonreír. Este placer propuesto, ritualización novísima de nuestra libertad, anhelo de coordenadas para un nuevo existencialismo, matriz de toda nueva idea de nuestra existencia, podrían comenzar a cundirse, primero, desde la puesta en escena de una antigua certeza, material presente en toda aquella obra que consideremos humanamente verdadera: la poesía somos nosotros, y sin nosotros, todos, nada ha sido, nada de verdad es, nada será. Antes del fin de este mundo, todos, escribiremos otro.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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