Julieta Cardona
05/03/2016 - 12:00 am
Rapunzelo
Los hermanos Grimm fueron unos culeros muy asertivos. Muy acordes a sus formas: crudas, machistas y prejuiciosas.
Los hermanos Grimm fueron unos culeros muy asertivos. Muy acordes a sus formas: crudas, machistas y prejuiciosas.
Centinelas del estereotipo de belleza. Unos buenos empresarios que vendieron sus maneras a los niños que de por sí creen todo lo quiuna les dice. Un saludo a los hermanos Grimm que lo hicieron muy verga, la verdad. Pero qué hubiera sido si…
Rapunzelo
Una madre incivilizada y embarazada que a huevo quiere las hortalizas del huerto ajeno, empuja a su esposo a delinquir robando pasto para que ella deje de hacerla de a pedo. El esposo —manipulado obviamente—, delinque varias veces hasta que el dueño del huerto —un brujo a quien todos temen—, lo descubre y le propone un trato —de muy buen modo—: pasto vitalicio a cambio del hijo que está esperando su esposa.
Y como es de esperarse con las personas macabras que siempre albergan todo lo que deseamos, el esposo cierra el trato porque no sabes: si tú hubieras visto esas hortalizas lo entenderías.
El punto es que nace el nene y se le nombra Rapunzelo, que significa algo así como plebeyo de hermosas barbas largas. El brujo macabro no espera más y se lo lleva lejos para que nadie —más que él— aprecie su belleza. Obsesivo, que le llaman. Lo encierra en la torre más alta construida jamás en un bosque inhóspito, y así crece Rapunzelo: en la desgracia de la soledad, la espera y el aislamiento de un pinche chorizo de concreto sin puertas y con una sola ventana. Dedicando su vida a coser, a limpiar, a cantar y a llorar, Rapunzelo únicamente conoce al brujo macabro. “Rapunzelo: deja tu barba caer”, escucha todos los días; entonces él, acercándose a la ventana, deja caer su hermosa barba dorada para que el brujo escale y le haga ve tú a saber qué cosas. Pobre Rapunzelo.
Un buen día, una machorra príncipa que pasaba por ahí escucha los cánticos que provienen quién sabe de dónde. Perseverante como toda heroína, la príncipa encuentra el lugar de donde vienen semejantes cánticos celestiales. Así encuentra la torre de Rapunzelo y, durante días, se dedica a observar las ojetadas del brujo macabro para perfeccionar su técnica de escalado.
La príncipa y Rapunzelo comienzan a armar un plan que consiste en tejer una escalera de seda para que el hermoso barbas largas pueda escapar. La príncipa, como buena machorra de época —o como buena lesbiana—, le pide matrimoniarse a los cuatro días de conocerlo. Sin dudarlo un instante, Rapunzelo acepta; es joven, hermoso y nunca ha conocido a una mujer.
La príncipa y Rapunzelo están a punto de cumplir su cometido, pero el brujo desgraciado se da cuenta de sus planes, así que, antes de que la príncipa llegue al día prometido, el brujo sabotea su felicidad cortándole la larga barba dorada a Rapunzelo y enviándolo a un pantano.
La príncipa machorra, al no saber lo que ha sucedido con su amado, llega a la torre y grita “Rapunzelo, amado mío, deja tu barba caer”. Y la barba cae, pero la príncipa no sabe que es una trampa, que esa hermosa escalera dorada ya no pertenece a su amado. Al llegar la príncipa a la ventana se encuentra con el brujo bribón, entonces, del purito espanto cae desde la torre sobre un chingo de espinas; quedándose ciega.
No hay más que hacer: la machorra deambula ciega en el bosque y Rapunzelo sigue perdido en el pantano con sus cánticos como único consuelo. Pero el destino es cabrón, el destino es otra cosa: la príncipa busca a Rapunzelo guiándose por el sonido de su voz y, al encontrarse, el plebeyo que se ha quedado sin barba corre hasta la príncipa, abrazándola y recostándose en su pecho. Rapunzelo, destrozado por la ceguera de su amada, llora de dolor. Pero esto no acaba aquí. Las lágrimas de Rapunzelo caen en los ojos de la príncipa machorra y mágicamente —como es el amor—, la príncipa recupera la vista.
Y son (in)felices para siempre. Obvio, pues qué andará haciendo una machorra con un hipster. ¿Procrear? No lo creo.
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