Antonio María Calera-Grobet
05/02/2022 - 12:04 am
Trabajar en la cultura
Las instituciones culturales más pesadas, es decir, las más paquidérmicas en acción y creación de ideas, se adjudican el derecho de diagnosticar según sus datos el estado de las cosas culturales en un entorno determinado.
El llamado mundo cultural mexicano, es decir la cara mundana, institucional, burocrática de eso ontológico y absolutamente más social que nada y llamamos “Cultura”, camina desde hace décadas por terrenos de lo más fangoso en cuanto a su fondo, a su ética, “espíritu”. Me refiero a la miopía que ha cobrado su cuota hasta ya percibirse como realidad: pensar que el arte y los fenómenos culturales que nos constituyen son y deben ser dominios distinguidos, manejados y apoyados o no, exclusivamente por el gobierno y sus aparatos ideológicos. Su personal. De ahí la idea tan pobre que se tiene ahora del promotor cultural independiente: un romántico que casi no existe, paria casi, rémora de las oficinas que sean, y que por mucho no es vindicado, menos respetado por su trabajo a lo largo del tiempo, no es tomado en cuenta como debería de probarse su conocimiento: un agente de cohesión ciudadana profunda.
La ecuación es la siguiente. Las instituciones culturales más pesadas, es decir, las más paquidérmicas en acción y creación de ideas, se adjudican el derecho de diagnosticar según sus datos el estado de las cosas culturales en un entorno determinado, y todo lo que no pase por ahí (tildado de pedestre, poco profesional, amateur), no es digno de atenderse. Se tilda así de amateur a una cantidad de sabes y sus transmisores, y no en buena lid, como sería traducirlo como una suerte de amador leal y hábil de la cultura popular en un sentido amplio, muchas veces la mayoría quizá más actualizado del presente de las cosas en lo que las instituciones tales llamarían la “oferta cultural”, eso que (digámoslo de nuevo con la jerga oficial), dentro de un “mosaico o tejido cultural” (todos terminajos obsoletos). No. No hay tal benevolencia en la mirada prejuiciosa del sistema. Tal figura del “promotor” o “gestor cultural” del arte o la ciencia, una suerte de escultor social o fontanero de los vasos comunicantes que harían posible una epifanía en estos quehaceres, que con base en su experiencia redimensionaría y perfilaría hacia el futuro eso que aglutina nuestra forma de ser: eso que pudiéramos llamar, nos guste o no, identidad, lo que llamamos estilo nacional, genio de un pueblo, careta común entre pobladores de una realidad social, patria, simplemente no tiene casi derecho a existir y pedir interlocución alguna, salvo en términos de lo meramente formal y accesorio: una que otra contratación mal pagada y eventual.
Pero resulta que para los trabajadores “especializados” del sector oficinista de la cultura, esta situación no hace aparecer su autocritica y hasta pareciera fomentar su indolencia. Estos funcionarios oficialistas, ocupados de lo suyo, que se van y regresan, suben y bajan dentro de las instituciones, todo lo que se pone en juego en el tema profundo y complejo de la CULTURA con mayúsculas, depende del juicio que justo ellos mismos dentro de las instituciones que ellos hacen y dirigen, y luego hasta se intercambian. Por ello las cosas no cambian, están como han estado y al parecer estarán. En mi mente y la de otros olvidados, seguro que aparecerá ahora la figura de Francisco Toledo, de Carlos Monsiváis, de Miguel León Portilla, José Emilio Pacheco, Gilberto Aceves Navarro y tantos y tantos creadores y creadoras que quisieron ver, por lo menos al final de su vida, que por fin veríamos (o nos atre-veríamos a), este mundo de otra manera. De tales instituciones que no pueden sino reproducirse a sí mismas, de sus “funcionarios” adictos al nepotismo o corrupción endémica, a la aviación, el prestanombrismo, en fin, la negligencia cínica y rampante, resultan las ideas estúpidas que, en no pocas veces, de manera galopante y vergonzosa, han hecho el hazmerreír en el mundo.
Lo peor es que a pesar de todo el promotor aislado hará su trabajo. Como aún a punto de morir, en sus postrimerías desde hace quizá décadas, viene haciendo. Porque su vocación es legítima y lleva su fuerza. Pero, ¿qué logrará este promotor independiente de manera sustancial? ¿Con la potencia tan limitada que tendrán sus obras con casi nula producción, difusión, sin apoyo de herramientas logísticas aportadas por las instituciones de su país? Casi nada. Y ahí se cierra esta jugarreta de la estructura que nos dice: “Nosotros manejaremos discrecionalmente, parcialmente, según lo que sabemos, lo que queremos tomar en cuenta y ni saben su tamaño, la dificultad que implica, casi siempre de manera poco transparente o de plano oscura, es decir corruptamente, los dineros de este quehacer cultural. Porque los de abajo no saben, no están aquí por algo, en fin, no dan color. Démosles poco, porque con poco hacen y se conforman. Lo demás es para hacer cosas importantes”.
Se necesita conformar una fraternidad fuerte, combativa y leal, de promotores culturales independientes y sus espacios, los espacios en que suelen llevar a cabo su electricidad: libreros, galeristas, editores de libros o revistas, dueños de bares, restaurantes y cafés. De todo eso que agrupan y fortalecen. Se necesita hacer un frente de miradas no sólo de artistas sino antropólogos, sociólogos, pensadores. Y no para juntos darnos un espaldarazo, ayudarnos a pensar, a ver cómo decir o hacer fulgurar eso que entendamos por cultura, arte, ciencia o poesía (en un sentido amplio), en este país que vemos derrumbarse. Eso ya se hace como es posible. Povera. Sino para consolidar desde abajo, como estalagmita, un “directorio” vivo de la infantería de creadores y promotores culturales independientes tan ingente que pelea la contra al sedentarismo de las ideas por parte de lo pétreo institucional. Y pedir, clamar, respeto. A ver si así se les crea la necesidad, de voltear al otro lado de su muro. Y para en todo caso, exigir. Exigir lo que es derecho y hay facultades de sobra para llevar a cabo de manera más natural de la que se deja ver en sus censos, entramados de números y hasta desvaríos. Que se permita a los creadores, al fin, de una vez por todas, trabajar en su especialidad.
Hay que hacer ya, levantar una logia cada vez más grande y fuerte de los que pelean la contra a nivel municipal, delegacional, atómico pues (para sus intereses y jugando con el término, excéntrico), para sumarse en uno estatal y nacional. Sumar fuerza. Ayudaría a figurar el rostro conjunto de un gremio que nunca lo ha tenido, e interpelaría a las instituciones oficiales de una manera más categórica. Y además porque es urgente que las Humanidades, las Ciencias Sociales, regresen a las plazas, la realidad concreta, y dar cara así a una sociedad que hasta ahora la tiene meramente de consumidora, frívola, superficial. ¿Qué se esperaba con tan rala educación, sensibilización sobre el mundo, este otro, de la CULTURA?
Sí. Se necesita, urge, agrupar, por sus creadores, información sobre epicentros culturales independientes en las comunidades de un tiempo a la fecha, de los distintos puntos de reunión en que una comunidad dada se reúne. Para desoír sus perspectivas, desmontar desde los cimientos, su estructura de ideas, mínimamente lejana, trasnochada, incapaz o mínimamente insuficiente. Hay que ligar a los espacios que se hallen en trinchera de combatividad, los verdaderamente vivos y pujantes, que trabajan a contrapelo de otros manejados por intereses poco claros y nada (o perversamente),populares. El mensaje sería claro: “Esta es una comunidad organizada, somos muchos y necesitamos trabajar. Te exigimos transparentes recursos y nos hagas saber las maneras que has definido para repartirlos equitativamente. Dineros libres de burocracia, que está más bien pensada para desalentar su uso, fomentar apariencias para luego cometer desvíos”.
Y es que, dicho directamente, ya basta de robar. Tiempo, fuerza, dinero, sustancia. El dinero propuesto al menos para la cultura, cuando se cacarea en campañas electorales o en reportes a toro pasado, no es menor. Esa es una de las trampas más perversas. Pero termina dilapidándose o distrayéndose, sub-ejerciéndose (terminajo que pareciera se les hace un sinónimo de cautela, precaución con las arcas pero lo que anuncia verdaderamente es estreñimiento, frigidez, incapacidad de dar salida a todo galope de programas sociales ), se gasta en otros “rubros”. Por ejemplo, en el circo.
Los agentes culturales reales son un enemigo para los intereses de las televisoras, las firmas, las marcas de lo cutre. Saben que el estudio de nuestra memoria, de la historia de la educación, la comunicación, es viajar a contrapelo de lo que es mejor propagar u ocultar. Y es que es imposible dejar de pensar que, en vez de abrirse a la cosa identitaria, lo proveniente del sustrato cultural o pegarse a lo más absolutamente moderno en el mismo rubro, continúan con la idea de tapar realidad o bien dejarla pasar como agua de uso. Como sea, eso del estudio, eso de poner la cultura en la mesa, denunciaría con su solo accionar, la muerte que nos acontece: la violencia que no puede frenar el estado, las decenas de miles de desaparecidos y muertos, en fin, el capitalismo tan cruento que ha ido por matarnos cuanto antes de múltiples maneras.
Nos hemos ido por las ramas de lo corporativo y fácil, el atole con el dedo en el mundo de la sociología, la filosofía del ser. Hay miedo. Se ve. Porque los agentes culturales que crean sentido son emancipadores. Eso bien lo saben los refractarios al saber de lo social. Saben que los “agentes libres” propagan la idea de que una cultura tan potente como esta, no debe ser nunca un glamour para el goce de pocos pero tampoco un festival molero en donde se dan migajas a los “zombies” o “chairos”. Pelear así, con otros, juntar a los que quieren dedicarse a cambiar la vida y salvar al mundo, los que buscan educar, dar lentes a otros para entender lo que sucede en este país que se desbarranca, es necesario. Algo difícil de conseguir, pero digno de conseguirse. Hay muchas mujeres, muchos hombres, en deseo de ponerse a trabajar, poner manos a la obra en la realidad. Y vamos muy tarde.
Y todo esto sin hablar una sola palabra sobre lo duro que viene resultando defender esta forma de ver el mundo. Recuerdo una frase de Giles Lipovetsky en La era del vacío: “Soy un ser humano. no romper, doblar o torcer.” Porque cuando vamos apenas abriéndonos a la vida, nos la llevamos bien con algunas frases sobre decir la verdad y lo que conlleva. Son cientos quizá esas frases y van desde: “La verdad no peca pero incomoda”, hasta la famosa: “En boca cerrada no entran moscas”. Y bueno, tal vez se puedan resumir odas en la siguiente, de Antonio Machado en su fabuloso Juan de Mairena: “La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero”. No es cosa menor lo que está sucediendo en cuanto a la fragilidad de los que hacen cultura y son olvidados. Porque resulta ahora que también son borrados.
El derecho a expresarnos es un derecho concebido como fundamental. Tenemos ahora y debimos haber tenido el derecho, desde que nacimos como humanidad, de buscar la verdad y decirla, sin miedo. Y la búsqueda de esa verdad, vista de manera profunda, guarda con celo las maneras de ser de una cultura. Decía Paul Auster que una admira a los hombres por la manera de plantare, abrirse camino en la vida. Lo mismo pasa con las culturas y ese “abrirse a la vida”, tiene que ver precisamente con ir por esa verdad, por esa justicia de la verdad. Los gobiernos del mundo afirman defender la “libertad de expresión”, y seguro se mentará en cada constitución del planeta siempre se trate de civilizaciones que no culturas dictatoriales, vejadoras de la humanidad. Pero eso no es así. Por todo el planeta hay gente encarcelada, torturada, desaparecida, asesinada simplemente por buscar su derecho humano de buscar una verdad. ¿Quiénes fomentan más la idea de abrirse a la búsqueda de la verdad, el amor a la vedad, la emancipación de los seres humanos vía el conocimiento? Sí, los creadores, los que hacen posible ellos hablen. Nos hablen. Y eso esta siendo perseguido.
En nuestro país, los artículos sexto y séptimo de nuestra Constitución Política (como lo hace el artículo 19 de la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”), nos dicen que este país en que vivimos, conformado por muchos estados muy distintos, los Estados Unidos Mexicanos, en fin, en territorio de todos esos estados, se nos garantizará, como sus hijos, la libertad de gritar esa verdad, decirla a otros, compartirla y aún mejor, lo que significa ni más ni menos el nacer del conocimiento mismo: recibir con igual belleza la verdad de otros.
Por eso es que debemos pensar, cada día, en las dimensiones de ese derecho, lo que ha costado históricamente a cada cultura, la tanta letra escrita y los océanos de sangre derramada que costó a cada pueblo erguir ese poema de libertad que es la belleza. ¿Debemos o no debemos sumar a quienes pelean la contra? ¿No acaso hasta deberíamos, sin temor y sin afectar o herir a nadie, por el simple hecho de sentirnos perpendiculares a sus maneras, heterogéneos a sus ideas, pensar y decir eso que pensamos con libertad? Debemos hacer que volteen al otro lado del muro y respeten a su comunidad creadora todos los gobiernos. El ejercicio, la conjugación de los verbos “pensar”, “decir”, l verbo “pensar, decir, crear, el La igualdad y, mejor dicho, la equidad, el equilibrio entre derecho, mérito y privilegio, el saber que somos distintos pero al mismo tiempo seres sociales, que son complementarias nuestras partes como extremidades de la escultura social, nos debería dar la os, deberíamos de ser iguales en la libertad de decir lo que pensamos sin miedo al disenso, nuestro derecho, si así lo hemos decidido, al silencio, siempre y cuando no sea éste un estado desértico del alma al que nos han orillado.
Ahora bien, la trampa de la mentira o el ocultamiento de la verdad a beneficio de unos y afectación de otros, es y ha sido parte de las relaciones humanas desde su nacimiento. Es una “obra” que va de la mano con la cultura que las culturas y civilizaciones han levantado sobre el planeta. Van incluso con el misterio primero, el insondable milagro del nacimiento del lenguaje. Mienten y han mentido, sobre esta realidad, lo mismo los pobres que los poderosos. Lo seguirán haciendo. Cosa aparte es perder la vida por buscar y cuidar, hacer irradiar una verdad. Porque eso de andar diciendo que deberíamos preferir morir diciendo la verdad que triunfar ostentando una mentira es un escenario ridículo. Ni a los que les asiste la primera como tampoco a los que no cuenten con la segunda se debería desear, ordenar, decidir su muerte. Nadie debería morir por ello: la verdad. Para eso está la ley. Y tomar la ley y pasarla por “el ronco pecho” de una persona o institución es cosa propia de sistemas enfermos, desquiciados, erigidos por sus pistolas como cernidores de la realidad, en facultad de andar repartiendo cartillas morales en pos de cundir sus ideas cuanto al deber ser del otro. Morir por decir, no sólo en el caso de los periodistas, escritores, pensadores, intelectuales sino en el caso de cualquier vida humana sobre la tierra (por ejemplo, cualquier persona sin importancia de su orientación sexual, origen étnico, nacional o social, lengua, nacimiento, color, sexo o situación económica) o por aquello en lo que creen (por sus creencias religiosas, ideas políticas u otras convicciones profundas sobre la realidad), incluso, hayan o no propugnado la violencia, es el acto más bajo que puede perpetrar el hombre contra el hombre mismo: los linchamiento, las persecuciones de estado a intelectuales, las cacerías de brujas, los monitoreos pagados por los estados para el espionaje, todo ello significa el culmen de la aniquilación humana y biológica de lo que somos: el límite de la civilización.
Tenemos por derecho fundamental, ser como somos. Los creadores tienen derecho a ser diferentes y eso hasta debería de significar, simbolizar un estado de buena salud de cualquier organización social. Somos con nuestras circunstancias y no debería de haber mayor regocijo en toparse con la otredad para que, en el trayecto de la compartición de credos, maneras, miradas, repasemos la belleza de estar en otros mundos, pero en este, sentir la electricidad de otras cabezas sin salir de la nuestra.
No basta ya, no podemos pensar que baste ya, quedarnos estancados en decir que la verdad se conocerá algún día, saldrá a la luz luego de que alguien haya sido amordazado o despedazado, descoyuntado de su derecho a la verdad, su derecho a cantárnosla y el nuestro a cantarla a coro con nuestros pares. Cuando levantemos la cara, cuando hagamos cuerpo de acción que no de resistencia todos los que hacemos, ¿seguirá todo igual? Lo dudo. Nadie debe ser perseguido y aniquilado por buscar su verdad, porque mordisquea, deja trunco, trasquila, esquilma, nuestro derecho a buscar lo mismo: ser libres. Todo gobierno decidido legítimamente por su pueblo y que sea defensor de este, se ha levantado desde la condición de garantizar a su gente el derecho de esa búsqueda de verdad. No debe existir, no existe en verdad algo que se pueda llamar “gobierno” si mata o permita se mate a nadie que se halle en búsqueda de su libertad de pensar, decir, crear día con día una verdad. Cuando vamos apenas abriéndonos a la vida, nos la llevamos bien con algunas frases, pero ahora, en el mundo de hoy, no cabe más decir: “Tanto peca el que mata a la vaca como el que le agarra la pata”.
Si como gobierno te avisan que hay amenazas de muerte las paras, agarras a quien mata. Un gobierno cuida a sus pensadores, a sus espíritus libertarios. No te quedas pastando, gobierno tal o cual, rumiando tus leyes blandas, mugiendo tu negligencia. Si eres gobierno, dices existir como tal, defiendes a tu gente y sus palabras, defiendes, pase lo que pase, pésele a quien le pese, su derecho a seguir con vida en la búsqueda de su casa de verdad: no te quedas mirando cómo se les arranca el alma. No son tuyas y no son vacas.
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