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Fabrizio Mejía Madrid

05/01/2023 - 12:05 am

El “mexicano”

“Esta columna, basada en varias que he publicado en La Jornada, se trata de esa ideología de la dominación que llamamos ‘lo mexicano’”.

En días pasados, el Presidente López Obrador ha citado un texto firmado por uno de los voceros de Enrique Krauze en el que, sin miedo al repudio, expresa que los mexicanos somos “ladrones, violentos, alcohólicos, corruptos”, entre otros muchos de una retahíla de agravios e insultos. La sola idea de que exista un “mexicano” independiente de lo que son los mexicanos es una invención del PRI, del Partido Único. Que los mexicanos somos de una forma, siempre horrible, fue uno de los mecanismos de la dominación priista. La forma en que el PRI quería que fuéramos tenía tres caracrterísticas: la derrota, el aguante, y lo imperturbable. La cultura del régimen de Partido Único necesitaba fomentarlos como simbología y mecanismo de control: agacharse, permitir los abusos, y apreciar más la estabilidad inamovible a cualquier cambio, porque “más vale malo por conocido que bueno por conocer”. Que había una manera de ser “mexicano” que precedía a los mexicanos aludidos, es una invención que data de los años cincuentas del siglo pasado cuando El perfil del hombre y la cultura en México de Samuel Ramos llegó a su tercera edición y cuando apareció, también, El laberinto de la soledad de Octavio Paz. En el primero se aseguraba que los mexicanos teníamos un “complejo de inferioridad”. En el segundo, que llevábamos en la sonrisa una máscara indescifrable. Es en los años cincuenta, también, que los medios comienzan a usar el término “malinchismo” para condenar las “ideas extranjerizantes”, que en el caso mexicano son, sobre todo, el marxismo y el existencialismo, ideas “ajenas”, “importadas”, no priistas. Esta columna, basada en varias que he publicado en La Jornada, se trata de esa ideología de la dominación que llamamos “lo mexicano”.

La derrota fue llevada por el priismo pedagógico a grado de mito fundacional: la caída de los indígenas contra los españoles. El mestizo resultante, contenía en sí mismo un fracaso de dimensiones civilizatorias y una aspiración nunca cumplida de ser triunfador, blanco, hablar inglés o francés, es decir, ser “moderno”. Tenía que negar su pasado para entrar en la Historia de Occidente. No importaba si era la oposición de izquierda o la selección nacional de futbol, la derrota era siempre previsible. La cultura priista controlaba a sus sujetos con la idea de que no valía la pena resistirse porque no tendría un resultado distinto a resignarse. Resistir era peor que resignarse porque implicaba revoluciones, conflictos armados, cárcel y muerte. De ahí, la idea de que no podíamos construir algo digno, de que todo era al aventón, sin precisión ni profesionalidad, condenado a ser “una red de agujeros”. Si algo resultaba bien, era “chiripa”, por azar; como “El Borras”, es decir, por casualidad. La idea priista del mexicano se regodeaba en las derrotas y jamás en las victorias. No había triunfo en la proclama del cura Hidalgo, en las batallas de Morelos, y Guerrero, sino la turbia y extenuada negociación de Iturbide. Se escondió la superioridad de la República de Benito Juárez sobre la invasión francesa de Napoleón III y el éxito de la Revolución mexicana contra el porfirismo, el golpe de Estado de Victoriano Huerta, y sobre los cristeros, y se machacó sobre la historia de la pérdida del territorio a manos de los gringos. Éramos puras derrotas, ninguna victoria. El Partido Único, el PRI, se presentaba como el garante de que no volvieran a suceder a escala histórica. A cambio, se le entregaba el triunfo “claro e inobjetable” en todas las elecciones.

El aguante se convirtió, a su vez, en un orgullo. Para la cultura priista el picante, el alcohol, el ruidero, no sólo eran sabrosos sino que se moralizaron como símbolos de valentía. Era una valentía individual que se exigía para pertenecer. La cultura priista nunca exaltó como valentía la defensa de los derechos civiles, sociales, o políticos o del débil, porque eso no convenía al régimen de un solo Partido. Si las mujeres “sufrían en silencio” y los varones apretaban los dientes ante el abuso y el atropello, demostraban su pertenencia a lo que se entendió durante medio siglo como ser mexicanos. Al no poder oponerse, “el mexicano” vivía como un minotauro solitario, melancólico, en laberintos o jaulas, sostenido tan sólo por su propia obcecación de existir, cuando lo que decretaba la Historia es que se diluyera en los referentes imaginarios siempre superiores y positivos que la élite sigue teniendo de los europeos y estadunidenses. Octavio Paz lo sentenció: “El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo”. Tanta lejanía era, para Paz, un atributo esencial, ahistórico, a priori, y no la dominación de una élite burocrática priista que mantenía aplastado y alejado al pueblo de las decisiones y de toda participación política opositora.

Lo imperturbable del “mexicano” fue una lectura política de la despolitización: había que tener cuidado de que no estallara otra Revolución o de que los gringos nos volvieran a invadir. El sistema simbólico se basaba en la Historia de las derrotas se convirtió en un mito de control. Se extendió a casi cualquier expresión pública: “el que se mueve, no sale en la foto”; “el que se enoja, pierde”, que se aplicaba a cualquiera que tratara de quejarse, ya no se diga, indignarse. La paz social era la inmovilidad para no resultar perjudicado y “meterse en política” fue la prudencia de los de antemano asustados. Se sacaron conclusiones “mexicanas” de la inmutabilidad de las ruinas, las cabezas olmecas, las máscaras. De una estética se concluyó una ética. La apatía, la inmovilidad, hizo de la contundencia de la Coatlicue su alegría de vivir.

La derrota, el aguante y lo imperturbable de “lo mexicano” pasaron casi intactos, de los años cincuenta al fraude electoral de Carlos Salinas de Gortari. Los dos grupos dominantes de la cultura oficialista, Nexos y Vuelta, de aquella época, volvieron al tema bajo el manto sagrado de la “modernización”. Ninguno de los dos grupos reconoció el fraude electoral, sino que se limitaron a decir que, si bien el Frente de la izquierda había tenido más votos en “algunos municipios”, no se podía decir que Salinas había perdido. Del entonces lider de la izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas, dijeron que pertenecía al México agrario, pre-moderno, atávico, cerrado. Salinas, por contraste, era para ellos cosmopolita, moderno, y abierto. La modernización “abriría” a México “al mundo”, en palabras tanto de Octavio Paz como de Héctor Aguilar Camín. Éste último había depositado sus esperanzas modernizadoras desde que llegó al poder la tecnocracia de Miguel de la Madrid. Así lo escribió en 1982: “Con Miguel de la Madrid Hurtado, llegará a la Presidencia de la República un candidato por completo ajeno a la llamada clase política mexicana, esa colección del priismo institucional y clientelismo personalizado, desdén por la técnica y consagración de la experiencia, nula teoría y pura realidad”. Tanto Paz como Camín apoyaron al régimen neoliberal que vieron como una orden civilizatoria desde arriba hacia abajo, desde la élite experta hacia ese pueblo que seguían pensando como primitivo, insondable, y lejano. Aguilar Camín llegó al extremo de preguntarse si México necesitaba una dictadura como la de Pinochet en Chile para llevar a cabo la modernización, es decir, las privatizaciones de bienes e instituciones públicas. Él veía a los modernizadores como los legionarios de Julio César “civilizando” las Galias. La razón, según esta idea, bajaba desde la presidencia de Salinas de Gortari hacia unas masas incultas que no sabían decidir sobre su destino. En 1992, encargado para redactar los nuevos libros de texto gratuito de las escuelas públicas, Aguilar Camín no se amilanó para eliminar a los Niños Héroes de la defensa contra los Estados Unidos o al “Pípila” de la toma de la Alhóndiga de Granaditas contra el imperio español. Es más: incluyó al propio Salinas como un salvador de la historia mexicana. Puso en los libros de texto públicos del quinto año de primaria lo siguiente: “El gobierno de Salinas mostró energía y rumbo claro a seguir. La inflación bajó de 140 por ciento a en 1987 a 20 por ciento en 1989. Terminó de abrirse la economía nacional al mundo exterior. Se tomó la iniciativa de formar un gran bloque económico de América del Norte, formado por Canadá, Estados Unidos y México, comparable al gran bloque de la Comunidad Económica Europea. Esa apertura económica representa un cambio fundamental en el México el siglo XX. Se abandonó el modelo de crecimiento hacia adentro, protegido por altas barreras aduanales que fomentaban el contrabando y la ineficiencia. Se logró renegociar la deuda externa para disminuirla y se amplió el gasto del gobierno destinado a cuestiones sociales mediante el Programa Nacional de Solidaridad.” Así lo escribió en estos libros del salinismo que, por primera vez, fueron editados, no por el Estado, sino por la editorial privada española Santillana, a instancias de Ernesto Zedillo, secretario de Educación.

Todo lo positivo era lo que se decidía en las alturas de las élites que no usaban, según ellos, la política para modificar el rostro del país, sino que supuestamente usaban puras técnicas. En esta concepción, no había pueblo porque tampoco había política, sino puras soluciones racionales, matemáticas, técnicas, legales. Tanto Paz como Camín despreciaron todo cambio que no fuera “gradual”, es decir, ver como conquistas que las cosas siguieran iguales. Al final, los dos líderes morales de la “intelectualidad” mexicana acabaron diciendo que “lo mexicano”, es decir todo lo que ellos veían como atávico y primitivo, era lo que les olía a pueblo y, por extensión, lo que olía a izquierda popular. Una vez más, los mexicanos, la izquierda, el pueblo eran todo lo que resistía las razones puramente técnicas de la élite ilustrada neoliberal. El pueblo eran los bárbaros de las Galias. Salinas de Gortari era Julio César.

El repudio y la indignación que ha causado en estos días la caricatura de lo “mexicano” como “violento, ladrón y alcohólico”, refuerza mi percepción de que el viejo nacionalismo revolucionario se ha resquebrajado en la parte más politizada de nuestra sociedad: los pobres. Junto con la decadencia del Partido Único y su coletazo —la “alternancia” con Acción Nacional— se abrieron las vías de la indignación, la política como moralidad, la inclusión de los excluidos en un país plebeyo. Veo ya rasgos distintivos del nuevo tipo de arraigo que sustituye al viejo nacionalismo revolucionario: no esconder el origen barrial o ejidal o migrante; denunciar el color de piel como agente del sistema de castas en que se solidificó la desigualdad; revelar el privilegio como efecto de la injusticia; poner en duda la superioridad de la “blanquitud”, como aspiración de ser aquello que se llamó “Primer Mundo” o “país desarrollado” y cuya mitología abandonó, primero, a quienes nunca obtuvieron ninguna de sus promesas: los pobres, los inmigrantes, los morenos.

Estamos viendo a una asamblea que crece abajo, y desborda su nueva inclusión simbólica en un terreno múltiple de culturas que abarca algo más que la extensión geográfica de México. No está institucionalmente condicionada, como lo pretendió el PRI, sino correlacionada en arraigo, en sentido de pertenencia a la república, a un espacio de participación política. Lo electoral no es ni la décima parte de lo que se palpa en las calles, sean mexicanas o estadunidenses. Es justo a lo que se refiere la supuesta élite mexicana cuando dice que los de abajo están “envalentonados” y que ya no “respetan las jerarquías” que —aseguran— volverán a instaurarse nada más López Obrador se vaya a su rancho a escribir. Muy probablemente no será así porque lo que se atmosferiza tarda en formarse casi tanto como en disiparse.

Lo cierto es que existe un nuevo arraigo republicano, politizado, cívico, y desde abajo. El nacionalismo revolucionario del PRI que nos exigía el aguante para pertenecer a nuestro país, se está derrumbando ante nuestros ojos y, sin duda, frente a nuestras sonrisas.

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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