Con la autorización de Ediciones Buuk, SinEmbargo comparte el relato titulado “Se me está muriendo”, protagonizado por un joven que buscó de manera desesperada un tanque de oxígeno para salvar la vida de su hermana.
Ciudad de México, 5 de enero (SinEmbargo).- “Quédate en casa y escribe”. Con esa frase inicia el sociólogo Melchor López Hernández el libro Relatos desde la cuarentena, el cual se publicó de manera virtual en 2020, después de que decenas de personas decidieran contar un fragmento de su experiencia en la pandemia.
El libro, coordinado por López Hernández y armado con el cuidado y corrección de Karla Santamaría Benavides, Evert Gabriel Ortiz y Adán Magaña Guerrero, cuenta con 185 páginas en las que la COVID-19 llega a cambiar para siempre la vida de los involucrados.
Con la autorización de Ediciones Buuk, SinEmbargo comparte el relato titulado “Se me está muriendo”, protagonizado por un joven que buscó de manera desesperada un tanque de oxígeno para salvar la vida de su hermana.
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Por Paola Cuéllar
Qué injusta, qué maldita, qué cabrona es la muerte que no nos mata a nosotros sino a los que amamos.
CARLOS FUENTES
Fue un domingo. Desperté bien crudo. No tenía ganas de hacer nada pero ya había quedado con mi chica que la vería, así que me levanté de la cama, me acomodé las rastas y me reventé mi gallo. Enseguida bajé las escaleras y mi mamá ya me esperaba con sus regaños: “Chino, ¿dónde estuviste? ¿Por qué llegaste hasta las cinco de la mañana? Seguramente andabas de borracho en La Catorce, ¿verdad? ¡Sabes que no me gusta que te juntes con esos marihuanos!”.
“¡Chale! ¿Qué tenía de malo? Si ya sabe cómo soy”, pensaba. Esa noche, estuve con un vale, echándonos unas cheves, él tenía mal de amores y yo simplemente tenía ganas de tomar.
En eso, mi madre me lanzó una bomba: Silvia, mi hermana mayor, la que estaba enferma de gripa hace pocos días, se encontraba muy grave. Tenía la temperatura alta y no podía respirar. Le faltaba el aire. Me quedé frío. Enseguida le hablé por teléfono y escuché cómo jadeaba, no entendía lo que me decía, su voz era la de alguien que moría. Lo poco que pude entender, entre cada jadeo, fue: “Cuídate, Chino, ya no te veré, ahora estaré allá con mi papá y mi tío”.
Subí de prisa a mi cuarto. Revisé los contactos en mi celular. Traté de recordar quién tendría un tanque de oxígeno y un medicamento que necesitaba con urgencia mi hermana. Hablé con algunos conocidos que son médicos y todos decían lo mismo:
—No, Chino, se nos agotó ese medicamento.
—No, Chino, no tengo tanques de oxígeno, andan escasos. Hasta que recordé que un vale de La Catorce tenía un tanque que le pertenecía a su abuelo, así que, en chinga, le hablé.
—Hazme un paro, güey, necesito que me prestes el tanque de oxígeno de tu abuelo. Es que ¡chale! Es para mi carnala, está muy mal, no puede respirar, ¡se me está muriendo!
—¡A huevo, mi Chino! ¡Claro que te lo presto, ven por él a la casa!
Llegué enseguida, su tía y mi vale me recibieron. Dijeron que sin problema me lo prestaban pero que el tanque estaba casi vacío, tenía menos de la mitad, así que habría que rellenarlo.
¡Puto tanque! ¡Pesaba un chingo! Entre mi vale y yo no podíamos cargarlo, tuvimos que conseguir un pinche triciclo para jalar esa madre. Buscamos un lugar para rellenarlo, pero ¡pinche pandemia! Todo estaba cerrado.
Mi hermana moría, necesitaba el tanque y, aunque tenía poco oxígeno, pensé que le serviría por lo mientras, así que nos lanzamos a su casa. Ella vive en un primer piso y ¡otra vez a cargar el puto tanque! Pesaba un buen. Entre mi vale y yo no podíamos subirlo por las escaleras, eran muy estrechas y no cabíamos los dos. Total, después de mucho, lo logramos. Entré al departamento donde vive mi hermana. Mi vale no quiso entrar, se quedó afuera esperándome, lo entiendo, tenía miedo de contagiarse. Tal vez si no fuera mi hermana, yo hubiera hecho lo mismo.
Abrí la puerta del cuarto de mi hermana, ahí estaba, tendida en su cama, pálida, temblaba, con los ojos en blanco, su semblante era de alguien que llamaba a la muerte y, como pudo, entre jadeos, me dijo:
—Chino, mi hermanito consentido, esta vez no la libro, aquí me quedé.
—¡No me diga eso! Usted me enseñó a ser fuerte. Somos de calle. Usted no se queda aquí, va a salir de ésta, ya verá.
—No, Chino, ya no puedo más, estoy muy cansada. Cuida de mi hijo, nadie se va a querer hacer cargo de él, pero yo sé que tú sí, cuídamelo.
En ese momento sentí que se iba mi hermana, la más chida que tengo, que me enseñó a estar en la calle, que me defendía de mis otros hermanos, la que me instruyó a ser cábula como ella; y ahora se me estaba muriendo.
Silvia se despedía de todos, ahí también se encontraban mis otros dos hermanos. Yo tenía tantas ganas de llorar pero no podía hacerlo, tenía que demostrarle que todo estaría bien, que saldría de ésta, que no se veía tan mal (aunque no fuera cierto). ¿Y qué? ¡Qué le voy a cuidar a su pinche hijo! Que un día antes fue a verla, le agarró 200 pesos de su bolsa y se largó.
Así que mi hermano Paco y yo fuimos a recoger el medicamento de mi hermana a la colonia Balbuena, en el hospital en el que trabaja. Ella es enfermera. En cuanto llegué salió una enfermera amiga de Silvia y me dijo:
—Tú eres el Chino, ¿verdad? Claro que sí, traes rastas como dijo Silvia. ¡Rápido! ¡Camínale para allá! Aquí hay cámaras y nos pueden ver.
Me dio el medicamento a escondidas, pues ese está controlado. Su amiga se arriesgó para sustraerlo pero, claro, había que pagárselo. Antes de irme, le conté sobre mi hermana:
—Silvia no quiere que se enteren en el trabajo que tiene COVID. Tampoco quiere llamar a una ambulancia para que le diagnostiquen si tiene o no el virus, por temor a que su casera se entere y la corra; aunque ella está segura que sí lo tiene, porque ha visto el rostro del virus en cientos de sus pacientes. Igual, no quiere que la llevemos a internar, dice que lo único que hacen ahí es intubarlos.
En chinga, regresamos a la casa donde vive mi carnala, allá en Neza. Luego luego, le dimos el medicamento y yo me salí a buscar otro tanque de oxígeno porque no sabíamos cuánto aguantaría el que tenía. Pero debía ser más pequeño para cargarlo sin bronca.
Busqué otra vez entre mis conocidos y no encontré. Me pasaron contactos de negocios y todos me dijeron lo mismo: “Están agotados”. En eso, recibí una llamada: “El oxígeno de Silvia se acabó”.
Comprar un tanque de oxígeno ya no era una opción, habría que rellenarlo en seguida para que mi hermana no muriera asfixiada, así que, otra vez, en chinga me tuve que mover. Entonces me dirigí a la casa de un vecino porque recordé que, cuando su papá enfermó, usó uno.
—Conozco un lugar cerca de aquí donde te pueden hacer la recarga del tanque —me dijo cuando llegué. Y, sorprendido, le respondí:
—¿Cómo? Si ya recorrí todos los lugares de por aquí y todo está cerrado por esta pinche pandemia, y a parte es domingo.
—Sí, está cerrado el lugar, pero el señor que atiende es mi amigo. Le voy a llamar para pedirle que me haga el paro de atenderte, le diré que eres mi primo.
—No, pues muchas gracias, estoy en deuda contigo —le dije, mientras le llamaba a señor.
Después de que éste aceptó rellenarlo, fui directo a su casa.
—Soy el Chino, primo de Éder —vio el tanque y me dijo que no lo podía llenar todo. No le entendí por qué madres no, pero por lo menos lo llenó a la mitad y me bastó. Sabía que con eso mi hermana podía sobrevivir una noche más. Pagué los 800 varos que me pidió y me retiré.
Y otra vez a cargar el pinche tanquesote, pero esta vez mi vale y yo ya le agarramos maña. Se lo llevamos a mi hermana y ¿cuál fue mi sorpresa? Que el medicamento ya hacía su chamba, se veía mejor. Hasta me lanzó una sonrisa cuando le dije:
—¿Qué decías, que no ibas a salir de ésta? ¿Ya ves que estás mejor?
Salí de ahí y fui a reventarme tres chelucas con mi vale. Estoy en deuda con él y su familia, me hicieron un parote con el tanque, pues aparte de que me lo prestó, todavía me ayudó a cargarlo.
¡Carajo!
En la calle es donde te encuentras a gente que da la vida por ti. Y mi madre que no quería a mi vale, hasta un día lo corrió de la casa porque, según ella, es un delincuente y drogadicto. Yo no sé si sea un delincuente. Y drogadicto, pues ¿qué? Yo también lo soy, pero gracias a él mi hermana aún sigue viva.