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Ricardo Ravelo

05/01/2018 - 12:05 am

AMLO y la mafia: ¿Combate o amnistía?

Si López Obrador y quienes lo asesoran parten de un diagnóstico serio, deberán saber que en el país existen catorce cárteles bien cimentados y unas 30 mil pequeñas organizaciones criminales.

Dice López Obrador que en tres años resuelve el problema. Seguramente ya tiene un plan de acción contra el lavado de dinero, tema crucial. Foto: Isaac Esquivel, Cuartoscuro

El reto que se echó a cuestas Andrés Manuel López Obrador, precandidato de Morena a la Presidencia de la República, de acabar con la violencia en los primeros tres años de su sexenio --si es que lo dejan arribar al poder --parece provenir de alguien que carece de un diagnóstico real sobre el flagelo del crimen organizado o bien puede resultar una promesa poco seria – hasta cierto punto una vacilada –como aquella que Vicente Fox ofreció en su campaña, en el 2000, cuando dijo a boca llena que en quince minutos resolvería el conflicto armado en Chiapas y resultó un fiasco.

Sin embargo, vacilada o no, la propuesta de López Obrador le da un sentido propagandístico a su campaña; cierta o no, el ofrecimiento del tabasqueño es valiente y, hasta ahora, es el único de los precandidatos presidenciales que arropan su campaña con un proyecto que parece viable: frenar la corrupción institucional y reactivar la economía, sumida en la bancarrota; utilizar mejor los recursos petrolíferos, reactivar a Petróleos Mexicanos para que vuelva a ser boyante, generar más empleos –pero reales –y el más delicado de los temas: pacificar al país, terminar con la violencia en tres años. Y esto, ha dicho López Obrador, se hace con un cambio de estrategia porque la actual no ha funcionado.

Si López Obrador y quienes lo asesoran parten de un diagnóstico serio, deberán saber que en el país existen catorce cárteles bien cimentados y unas 30 mil pequeñas organizaciones criminales que están soportadas por el poder político en estados y municipios. Tan sólo en Guerrero operan unas 350 células del crimen organizado que lo mismo secuestran, extorsionan, asesinan, violan, desaparecen, trafican con droga, siembran amapola y mariguana que comercian con cocaína, crack y disponen de un catálogo tan amplio como su mercado sobre drogas sintéticas, las que están de moda entre la juventud adicta.

López Obrador también debe saber que esos catorce cárteles se internacionalizaron todavía más durante el periodo de la guerra fallida emprendida por Felipe Calderón; que dichas organizaciones criminales son los cárteles de Tijuana, Juárez, Sinaloa, Golfo, La Familia Michoacana, Los Caballeros Templarios, el Cártel de Jalisco Nueva Generación, Los Zetas, Los Rojos, Guerreros Unidos, la organización Beltrán Leyva, la organización Díaz Parada, Gente Nueva y La Resistencia.

El precandidato de Morena seguramente conoce que estos grupos criminales deben su razón de existir al poder político en turno; que si se mantienen de pie, delinquiendo y asesinando con toda impunidad es porque detrás de ellos están los grupos de poder, políticos y empresarios, que lavan dinero de la mafia por todas partes y ante los ojos de las autoridades, cómplices en su mayoría.

Que dichos cárteles –algunos con muchos años de operaciones en el territorio nacional –no sólo trafican con drogas: sus respectivos portafolios de actividades criminales incluyen unas veinticinco tipologías delictivas, entre otras, el trasiego de estupefacientes a gran escala, pero existen otras tan redituables como el secuestro, el tráfico humano, el lavado de activos, la venta de protección, la compra de tierras, el despojo de propiedades –cuentan hasta con narconotarios para tales fines –el control de la piratería y los giros negros, el tráfico de armamento y, por si fuera poco, tienen el control total de las 49 aduanas que operan en el país, pues dentro del sistema aduanero opera otra mafia tan perniciosa como la del narco: el contrabando y los traficantes de armas.

Y que todos los días, a través de las aduanas, hacia México cruza dinero, armamento, drogas, carros chocolates, pacas de ropa robada, entre otras mercancías ilegales, que las mafias del contrabando comercializan en los grandes mercados ilegales, entre otros, el de Tepito, y que por esos cruces los mafiosos pagan millones de pesos, recursos que llegan a los bolsillos de los altos funcionarios del ramo en efectivo contante y sonante.

De igual forma López Obrador debe saber, porque de otra forma no habría propuesto pacificar el país en tres años, que estos grupos criminales también mantienen bajo su control todos los puertos mexicanos a través de la infiltración en las Apis, que a diario a las terminales marítimas arriban buques con cargamentos de droga o salen con cuantiosas sumas de dinero para pagar a los proveedores colombianos, venezolanos o panameños, principales proveedores de los cárteles mexicanos.

López Obrador no debe ignorar que toda esta actividad criminal es protegida desde la Presidencia de la República, vía el Ejército y la Marina; que el 80 por ciento de las policías del país –federales, estatales y municipales –están al servicio de esta estructura fáctica de poder y que ese es uno de los factores que han agravado la inseguridad en todo el territorio. En resumen, los criminales tienen protección institucional.

Si en verdad el candidato de Morena conoce el problema criminal de México tampoco debe ignorar que el narcotráfico es uno de los negocios del Estado y que si llega a la Presidencia de la República tendrá que pactar con un cártel, fiel a la regla de oro de que cada Presidente tiene su propio capo, ya que existen otras realidades que desde el poder no se pueden ignorar: ningún gobierno ha podido derrotar a la mafia en ningún lugar del mundo ni en ninguna época de su historia. Mafia y poder político siempre se han necesitado. Seguramente esto también lo sabe López Obrador y por eso pretendería seguir el modelo colombiano: apagar el fuego pero preservar el negocio.

Entre los años ochenta y noventa –la etapa más cruenta de la violencia –Italia y Colombia enfrentaron a la mafia. En Italia debilitaron a algunos grupos poderosos, pero actualmente otros se mantienen de pie. Es el caso de Ndrangheta, el grupo mafioso de Calabria, Italia. En Colombia, por su parte, se desmantelaron los dos cárteles rivales –Cali y Medellín –pero surgieron decenas de Bebycárteles que, hasta la fecha, mantienen la exportación de droga a gran escala. En resumen: Colombia sigue siendo un país exportador de cocaína pero sin violencia de alto impacto. Bajaron la violencia y mantuvieron el negocio. ¿Será el camino que busca seguir López Obrador?

Con base en el diagnóstico con el que debe contar, López Obrador entonces también sabe y muy bien que los gobernadores del país –él ya fue jefe de gobierno en la Ciudad de México –han dejado de ser rectores políticos y se han convertido en administradores del crimen organizado; que dicha labor ha desdibujado al poder político a grado tal que muchos presidentes de distintos países han terminado operando como gerentes de grupos mafiosos y la investidura de jefes de Estado pasó a ser un ropaje roído por la corrupción del crimen organizado. Así ha ocurrido en los países de África, nada lejos de lo que pasa en México.

Tampoco desconoce el precandidato de Morena que en más de la mitad del país gobierna el crimen organizado, que tiene bajo control al 80 por ciento de los municipios y que el narcotráfico también domina las Legislaturas de los estados, agencias municipales, comandancias de policías; que si México ha pasado a ser un Estado fallido es porque cada organización criminal –con todos sus ramajes y poder corruptor –tienen infiltrado a un pedazo de ese Estado enfermo y que el mejor paraíso para la mafia, desde hace muchos años, es México, pues es el territorio que le aporta todas las condiciones necesarias para operar sin riesgo de fracaso:

--El 99 por ciento de impunidad, la mano de obra barata para ser enganchada por los cárteles ante el desastre económico del país; policías, militares y marinos al servicio del crimen; presidentes municipales, muchos financiados por el narco, dispuestos a gobernar para ellos y otorgarles hasta la obra pública, amplios controles en las zonas ricas del territorio –donde hay minería, turismo, petróleo y gas –y gobernadores que se hacen de la vista gorda ante la oleada de violencia, pues no les interesa resolverla. Actualmente existen tres formas de no enfrentar al crimen: ignorándolo, administrando el problema o sumándose. Así operan la mayoría de los mandatarios estatales y el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong ha sido incapaz de meter orden entre esa casta de virreyes de Estado. ¿Lo hará López Obrador? ¿Podrá?

La gran pregunta para Andrés Manuel López Obrador es si con toda esta estructura mafiosa es posible ganar la elección en julio próximo y cómo desmantelar estos andamiajes de poder mafioso. Esto no lo ha explicado el tabasqueño. Tampoco ha detallado, como lo ofreció, en qué consistirá su amnistía para los criminales. ¿Será el perdón para la mafia del poder para luego sumarla a su causa ya como Presidente? De esto no habla Andrés Manuel.

En días recientes dijo –y atinadamente –que la estrategia aplicada en la actual administración no ha funcionado y en eso tiene razón. No ha funcionado porque es sólo reactiva y está enfocada a las consecuencias y no a las causas de la violencia. La estrategia contra el crimen únicamente se ha basado en la aplicación de operativos –no hay policías ni marinos ni militares que alcancen –porque, como ya se dijo, los gobernadores no cumplen su tarea y tampoco se les exige ni se vigila en qué se invierte el presupuesto destinado a la seguridad.

No frenar ni desarticular al crimen organizado ha resultado un gran negocio y López Obrador lo sabe. Lo que hoy preocupa sobremanera es que el principio de gobernabilidad está totalmente rebasado ante el flagelo de la violencia que azota al país.

Dice López Obrador que en tres años resuelve el problema. Seguramente ya tiene un plan de acción contra el lavado de dinero, tema crucial. Si no hay combate al flujo de recursos el crimen sigue respondiendo con más violencia y corrupción ante los operativos fallidos del gobierno. ¿Acaso ya tendrá un diagnóstico patrimonial del narcotráfico mexicano? ¿Sabrá ya quienes son los principales lavadores de dinero en México? ¿Estará dispuesto a encarcelarlos y  asegurarles sus capitales ilegales? ¿Se podrá frenar el tráfico de drogas a gran escala en un país sumido en la bancarrota y el desempleo? ¿Podrá encarcelar a los empresarios que no sólo defraudan al fisco sino que utilizan a la banca mexicana para blanquear dinero sucio? ¿Realmente López Obrador se enfrentará a la verdadera mafia?

Hasta ahora no ha hablado de todo este mundo criminal entreverado en la política, la mafia del poder, la misma que protege al narco, la misma que le ha robado la Presidencia dos veces, la misma que por décadas ha saqueado al país impunemente y a la que le ofrece amnistía. Cuida el discurso, ha dejado de ser incendiario, teme que le teman. Por ahora sólo ha dicho que, si gana la Presidencia de la República, habrá amnistía para los capos –seguramente también estarán incluidos gobernadores, alcaldes y empresarios –y que en tres años bajará los decibeles de violencia.

Sólo eso. De todo lo demás, ni una palabra. Es como decir: bajaremos la violencia, pero cuidaremos el negocio, como en Colombia. Existe un mensaje muy claro para la mafia.

Sin embargo, López Obrador ha sido el más elocuente al hablar de la mafia mexicana con respecto a sus adversarios políticos. José Antonio Meade, sin embargo, flota desdibujado en medio de un país que se desgarra. Es un precandidato sin fuerza y, por momentos, sin alma. Todavía no afloran sus dotes de buen economista y estratega, el talento que tanto presume el PRI de su precandidato. Recorre el país sin firmeza, sin pasión; no se sienten sus pasos y su presencia por momentos parece fantasmática cuando su voz se pierde en un horizonte sin futuro. Es Meade un candidato sin proyecto de país, condenado a echarse a cuestas los compromisos de Peña Nieto y su cauda de pillos, el sexenio fatídico lo condena.

Ricardo Anaya hace muy bien el papel de comparsa. Sigue al pie de la letra su guión político: el de farsante. Así lo pactó en Los Pinos y así lo respeta. Tampoco vibra por nada y por ello nada transmite. En su discurso hasta la crítica hacia el PRI huele a pacto.

 

 

Ricardo Ravelo
Ricardo Ravelo Galó es periodista desde hace 30 años y se ha especializado en temas relacionados con el crimen organizado y la seguridad nacional. Fue premio nacional de periodismo en 2008 por sus reportajes sobre narcotráfico en el semanario Proceso, donde cubrió la fuente policiaca durante quince años. En 2013 recibió el premio Rodolfo Walsh durante la Semana Negra de Guijón, España, por su libro de no ficción Narcomex. Es autor, entre otros libros, de Los Narcoabogados, Osiel: vida y tragedia de un capo, Los Zetas: la franquicia criminal y En manos del narco.

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