Y ahí andaba yo, muy campechana, cuando se me ocurrió usar un par de memes famosos para hacer promoción de mis libros. Cuando mi novio, geek en el mejor de los sentidos, los vio publicados en mi página, me miró con expresión de pena ajena. Penita, para ser exactos. Así no es como se usa el Willy Wonka, declaró. ¿WTF?, rebatí yo, ¿ahora resulta que hay reglas para los memes? Y ahí me miró con cara de “Tienes tanto que aprender, mi joven padawan…”. Cabe mencionar que, aunque tengo 34 años, sigo sintiéndome “en la onda”: uso profusamente las redes sociales, diseño mis propias páginas, conozco un par de aplicaciones avanzadas de Spotify… en fin. ¿Y quién decide esas reglas?, pregunté defensivamente. La gente, respondió. Internet.
Un amigo mío, académico y crítico de cine, se quejaba de la falta de experiencia y seriedad de muchos críticos jóvenes: “Escribir sobre cine y llamarse crítico implica una responsabilidad. Hagan su tarea”, exigía. Yo lo entiendo. Parece injusto que alguien sin la “preparación” emita una crítica y sea, entonces y oficialmente, porque Internet todo lo oficializa y lo inmortaliza, un crítico de cine. Todos los amigos de nuestra generación lo entendieron y apoyaron apasionadamente en Facebook, exponiendo sus propios casos y exponiéndose, a la vez, como una generación atorada en un atavismo que, aunque tiene toda la pinta de estar en lo correcto, ya está passé.
Estamos viviendo una democracia de opiniones como nunca antes había existido. Todo el mundo tiene una y los de las generaciones anteriores no nos acostumbramos a que no se necesiten credenciales para expresarla; sólo un canal de YouTube, un blog, una cuenta de Twitter. El asunto me recuerda las quejas de un ex, que se enfurecía de que aceptaran niños en los restaurantes elegantes o en las salas VIP del aeropuerto, de las que era asiduo por cuestiones de trabajo. Uno imaginaba que ahí sólo había grandes empresarios mandando correos importantes antes de su vuelo, durante el cual la cara del mercado global podía cambiar. Ahora está lleno de niños y pubertos gritones jugando Xbox, comiéndose las diminutas porciones de pan dulce y llamando a las azafatas terrestres con inusitada autoridad. Porque ellos también son Very Important People.
En la secundaria tenía una maestra de literatura que era verdaderamente imponente: medía más de un metro ochenta y parecía un pavorreal, con su generoso torso equilibrándose precariamente sobre sus largas y delgadísimas piernas y una melena vertical teñida de morado. Era muy estricta y todos le temíamos. Hasta que un día, mientras yo aplacaba mis rizos frente al espejo del baño, ella salió de un cubículo y se sacó la ropa interior de entre los glúteos con enjundia. Fingí no haberla visto y escapé del baño porque había tenido una epifanía: en el baño ella y yo éramos iguales. Después elaboré sobre la idea para hacerla más solemne, pero no había escape: sólo hay democracia verdadera en el baño y en la tumba, me dije. Y me quedé tan contenta como un Filosoraptor al que le hubieran contestado una de sus preguntas. Hoy, a esos dos lugares, se suma Internet. Ahí todos somos iguales y tenemos derecho al mismo espacio en la nube, lo queramos o no: anónimos, famosos, grandes críticos, adolescentes opinionados: pueden hacer o deshacer la reputación de cualquiera.
Como en todo, hay dos lados en esta moneda. La primera es, por ejemplo, Yorsh de Polanco, ese tipo que nosotros hemos hecho famoso por verlo, por querernos burlar de él, porque necesitamos estar enterados del último pendejo que se hizo famoso en Youtube, del último meme importante, del último líder de opinión con 800 mil seguidores en Twitter. ¿Por qué? Porque es un trending topic. Y uno siempre quiere seguir siendo trendy, aunque ya esté ruco. Está Wendy Sulca, esa niña que años atrás y desde un claro contexto regional, cantaba una oda a “La Tetita” y que gracias a su fama viral acabó por conocer el mundo y escribir un libro.
Al principio a mí también me encabronaba leer blogs de chavitas de 13 años que criticaban a mis personajes para que luego sus 20 amiguitas leyeran su reseña y calificaran a mis novelas desde su derecho a hablar, desde sus 15 minutos, desde su pararse en la caja en una esquina concurrida en Nueva York y ponerse a parlotear. Como esa sección de una conocida estación de radio llamada Grítalo, cuyo objetivo simplemente es que grites lo que se te hinche la gana gritar, al aire. No solo nuestras vidas, y los estatus de nuestras relaciones amorosas están siempre al aire, nuestras opiniones también. Hoy todo lo calificamos, sin falta: restaurantes, libros, películas, porque nos están enseñando que nuestras opiniones son igual de valiosas, de importantes que las de cualquiera.
¿El otro lado de la moneda? Lo que estas plataformas han permitido, como por ejemplo, el fenómeno de Boooktube. Soy gran amiga de los booktubers porque mi literatura se presta a ello, porque comprendo a los adolescentes como interlocutores inteligentes y he decidido unirme en vez de luchar contra una tendencia imposible de parar y que es tan enigmática y tan interesante que me tiene totalmente cautivada. Cuando yo era niña, leer era de ñoños, de tetos. En muchas partes lo sigue siendo, pero hoy existe una red de jóvenes que se dedican a leer y a compartir apasionadas reseñas de los libros que leen, y cuyos canales pueden tener entre 20 mil y 250 mil seguidores. Los reseñistas son más famosos, en ocasiones, que los autores de los libros que les apasionan, y no voy a negar que eso puede resultar extraño y (no debería admitirlo) hasta doloroso, a veces.
Si el acceso a la cultura había sido siempre “aristocrático”, el derecho a opinar acerca de ella lo era mucho más. Los líderes de opinión hoy no son académicos, políticos ni oradores. Son cualquiera. Somos cualquiera. La masa, los bytes, cada gota de agua que forma esa nube de datos que a veces nos llueve en sequía y a veces nos llueve sobre mojado. Sin embargo, las monedas tienen tres lados, y en este caso el tercero, el perfil en el que la moneda se queda suspendida en el más importante de los volados, sin decidirse, es el más importante y también el que menos se distingue: la delgada línea que divide la cara de la cruz. En esa línea es que está la democracia que trasciende: hoy más que nunca podemos importar, más allá de los memes y los videos de niños que se caen al cruzar un arroyo. En este tercer lado de la moneda ocurren los movimientos sociales, las denuncias, la posibilidad de acceder a fuentes de información que antes estaban censuradas o no existían. Están los hashtags que unen, que exigen, que no olvidan. Están las caras que se nos graban en la mente porque las repetimos millones de veces. La red es una herramienta cuyo poder de transformación social, en nuestro país, todavía está en pañales. Si lo que más añoramos los mexicanos es que nuestros votos cuenten, hay que voltear hacia una de las tres democracias que sí existen: no la de la mierda, tampoco la de la muerte. La otra.