¿Qué ocurre en un lugar en que una niña termina su vida atravesada por las balas del Ejército mexicano? Porque una de las víctimas mortales de la ejecución en masa perpetrada por soldados en Tlatlaya, Estado de México, era eso: una niña. Mientras se arma el rompecabezas de la masacre ocurrida el 30 de junio pasado en una bodega de la comunidad de San Pedro del Limón, cuando un grupo de militares alinearon a 22 personas y les dispararon en algunos casos a quemarropa, se debe hacer un apunte.
Pero el destino de esa niña recargada en una barda con la vida derramada por el plomo no es una excepción ahí, en ese pedazo de Tierra Caliente que aún es el Estado de México, el estado del Presidente.
En lo cuatro municipios de la región –Amatepec, Luvianos, Tejupilco y Tlatlaya– ocurren las mayores tasas de feminicidios en un estado caracterizado por la violencia contra las mujeres. Ahí están los números: con frecuencia, esa tierra se riega con más sangre de mujer que Ciudad Juárez, Chihuahua.
Luvianos, Estado de México, 4 de octubre (SinEmbargo).– Alfonsa supo de la muerte de su hija porque un regidor municipal pasó por el caserío de Caja de Agua y se detuvo frente al borlote de su casa, se asomó y miró a la muchacha desvencijada, doblada sobre sus piernas, con la sien izquierda hecha un manantial rojo.
El funcionario del municipio de Luvianos, al sur del Estado de México, supo que se trataba de Smith, la hija de Alfonsa González Mondragón; entre sollozos, vecinos y policías llevaron al hijo de la difunta a una tienda Liconsa, programa de apoyo social del gobierno federal. Jaime, marido de Smith y padrastro del pequeño, no aparecía por ningún lado: lo habían visto por la tarde, ya ebrio, en el billar del pueblo. También estaba ausente la pequeña hija de ambos.
–Avísale a Alfonsa –pidió el regidor a una hermana suya, vecina de Alfonsa, pero no la encontró.
“Cuando llegué ya venía queriéndose hacer oscuro y vi un carro; me pararon y me subieron. Me empezaron a platicar, pero no me quisieron decir nada. Nomás me dijeron: ‘La andan buscando, le van a decir algo, pero es mejor que sea allá’”.
La vecina tenía alrededor un torbellino de comadres; nomás entró Alfonsa a la casa, el cuchicheo cesó como si se apagara una televisión con estática.
–Dile tú –pidió una a otra de menor edad.
–No, dígale usted –desvió ésta hacia una mujer más grande.
Alfonsa tuvo certeza de la tragedia, pero supuso que había caído sobre el menor de sus hijos emigrados a Estados Unidos.
–¡Tiene diabetes! –susurró una más en voz baja, pero tan tensa que lo mismo hubiera dado si lo gritara.
–Le pegaron… –quiso animarse una.
–¿Qué pasó? ¡Ya díganme! –exigió Alfonsa.
–No, ps la verdad… lo que pasa…
–Necesito que usted se quede tranquila, que se controle pa poder decirle.
–¿Le pasó algo a mi hijo Emilio?
–No, comadre, no; Emilio está bien.
–¿Entonces quién?
–Su hija.
–¿Qué hija? –Alfonsa pensó primero en Alma.
–Ps… es que le pegaron.
–¿A quién, comadre?
–Y la verdad, ya ve usted que se cuenta que por aquí anda la gente… ya sabe, la gente mala –sugirieron a los narcotraficantes, que andan en guerra lanzándose cabezas como si fueran granadas.
–¡¿Pero a quién, comadre?!
–Ps… le pegaron a Janet Smith.
En Luvianos, tal vez por extensión del lenguaje usado en la cacería de tigrillos e iguanas, pegar es dar un tiro. El niño de Smith, entonces cercano a los cinco años, aseguró que su padre recargó un cuernito en la cabeza de su madre y luego disparó.
Puede parecer raro. Pero aquí es Luvianos, un pedazo de tierra mexiquense y a la vez de la Tierra Caliente, donde la sierra ardiente es en pedazos de Guerrero, en otros de Michoacán y en algunos más del Estado de México, el estado del Presidente de México.
El suroeste del Estado de México es sierra ardiente, un pedazo de territorio hendido en los estados de Guerrero y Michoacán por donde los agentes de la DEA cazan marihuaneros desde hace décadas.
El macizo de los municipios mexiquenses de Amatepec, Luvianos, Tejupilco y Tlatlaya es parte de la Tierra Caliente, la patria interior de México hecha propiedad de los Caballeros Templarios de Michoacán.
Luis González y González, el gran historiador y fundador de El Colegio de Michoacán, describió así a la Tierra Caliente:
“De las épocas que fue lumbre (por el origen volcánico del suelo), todavía retiene la temperatura calurosa. Se le dice Tierra Caliente con sobrados merecimientos, por razones muy justificadas. Según algunos es susceptible de hacer huir a los mismos diablos; según otros, basta con rasguñar un poco el suelo para sacar diablitos de la cola. Unos y otros afirman haber visto difuntos terracalenteños condenados al purgatorio que volvieron por su cobija.
“La Tierra Caliente es un país tropical, en medio de mala reputación, distante de las rutas máximas del tráfico mercantil (…)[…] Por su débil situación respecto a las veredas del hombre, se le estampó el epíteto culto de la Última Tule y el apodo popular de fondillo del mundo”.
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En febrero de 2012, Small Arms Survey publicó el informe Feminicidio: Un Problema Global revelando que entre 2004 y 2009 alrededor de 66 mil mujeres murieron cada año como consecuencia de los maltratos de hombres.
El proyecto Small Arms Survey –Estudio de las Armas Ligeras– es una iniciativa independiente del Instituto de Graduados de Estudios Internacionales y de Desarrollo con sede en Ginebra, Suiza. Es un monitor de primera importancia sobre armas ligeras –pistolas, fusiles de asalto, metralletas y lanzamisiles a hombro– y las consecuencias sociales de su uso.
En el informe analizó la situación en 25 países de todas las regiones con base en una tasa hecha a partir del número de asesinatos intencionales de mujeres por cada 100 mil mujeres habitantes en el sitio y en que ocurrió el evento dentro del periodo de estudio.
Con la misma metodología y el apoyo de demógrafos especializados en estadísticas vitales, SinEmbargo estudió el comportamiento de muertas violentas sufridas por mujeres en los 125 municipios del Estado de México. Aquí, en el suroeste mexiquense, el odio contra ellas es el peor en un estado al que se ha pretendido declarar en alerta de género.
Small Arms Survey y otros organismos internacionales consideran que una tasa feminicida es “alta” cuando sobrepasa los tres eventos anuales por cada 100 mil mujeres residentes en el sitio en que se mida el fenómeno. Es “muy alta” cuando el indicador iguala o supera los seis asesinatos.
La investigación suiza analizó los datos de homicidios de mujeres a nivel mundial del 2004 al 2009 y coloca en el primer puesto de la lista de los países misóginos a El Salvador, donde se registraron 12 homicidios por cada 100 mil mujeres en promedio anual.
En Tlatlaya, donde ocurrió la matanza perpetrada por los soldados mexicanos el pasado 30 de junio, asesinando dentro del grupo a una mujer, hubo 14 años, entre 1990 y 2011, en que la tasa feminicida fue “alta” o “muy alta”.
En 2005, primer año de gobierno mexiquense de Enrique Peña Nieto, el indicador se situó en 12.6. Al año siguiente fue de 19.2 y, en 2007, escaló hasta 46.2, casi el cuádruple que en El Salvador. Ese mismo año, Ciudad Juárez sufrió una estadística de 2.6 homicidios dolosos por cada 100 mil mujeres.
Entre 1993 y 2005, Ciudad Juárez se convirtió en la peor ciudad del mundo para ser mujer. Distintas oficinas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos y decenas de organizaciones internacionales y nacionales se pronunciaron contra el horror del desierto fronterizo mexicano.
Nadie dijo nada de Tejupilco, que en 1995 arrojó una tasa feminicida de 17.4 mientras que Juárez vivió su peor año en el periodo antes citado con 8.7 eventos por cada 100 mil mujeres. Amatepec registró 13.9 hechos en 1996, mientras que en Juárez el dato cerró en 7.8.
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Alfonsa González es una persona sin recuerdos independientes del trabajo. Apenas caminó sin apoyo, debió hacerlo entre los surcos de la diminuta parcela familiar. En cuanto tuvo oportunidad, huyó de esa miseria y se refugió en la pobreza extrema de Cipriano, el padre de casi todos sus hijos.
La mujer gira los ojos cuando busca algún dato dentro de su cabeza; se esfuerza, pero no hay mucho. Aparenta sesenta y cinco años y todavía le falta un tramo de tres para los cincuenta. Alguna partícula de belleza aún destella en sus ojos de oliva oscura.
“Me vine a vivir con mi marido bien chica; él y yo somos de aquí, de Luvianos. Yo iba a cumplir… Demoramos en casarnos, porque para entonces ya iba yo a cumplir quince años. No recuerdo en qué año fue eso”.
Alfonsa alumbró a su primer hijo en la Cruz Roja de Naucalpan; al segundo en la casa de una tía, asistida por una partera con cara de pasa, recargada en la esquina de la habitación en que la muchachita gritaba. La tercera nació en Santa Cruz, municipio de Luvianos. “Nació bien, sin problemas. No estaba bonita, pero tampoco fea”.
Smith fue nombrada así por la inexplicable certeza de sus padres de que ese es nombre de mujer y no apellido de gringo. Janet Smith Estrada González nació un 15 de enero. “No me acuerdo del año. Tenía veinticinco cuando le pegaron, cuando la mataron”.
–¿Qué sintió usted de tener a la niña?
–Pues… bien.
–¿Le gustó?
–Pues… sí –Alfonsa responde con extrañeza ante el interés de alguien por lo que piensa y siente.
Smith aprendió a leer y escribir en un caserío cercano, llamado Salitre de Rodríguez. No mucho tiempo después, pero sí varios hijos de por medio, Cipriano dejó a Alfonsa.
“La verdad no recuerdo tampoco cuánto tiempo estuvimos juntos, nos dejó… me dejó a mí. Está con otra, creo que con ella también tiene hijos. Todavía estamos casados por la Iglesia”. Mira sus huaraches de plástico, partidos de tanto paso sobre polvo ardiente.
–No son de él –sentada en una barda de cemento, interviene una niña con cara redonda y manía por sorberse los mocos todo el tiempo; bajo su playera violeta estampada con el perro Snoopy, se evidencia una barriga.
–La niña que acaba de llegar y esos otros no son de mi marido. Pero él me dejó primero –se envalentona Alfonsa.
El brillo en su mirada se apaga de inmediato: el padre de esos muchachos también la abandonó.
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Smith terminó la primaria y quedó convertida oficialmente en mujer de casa. Alfonsa insistió a su hija en la necesidad de concluir la secundaria: le aseguró que trabajaría más, igual que cuando se esmeró para que dos varones finalizaran el nivel medio anteriormente. Pero en ese momento resultaba imposible costear los útiles escolares: una calculadora para la clase de matemáticas sería un lujo inalcanzable.
Alfonsa estaba embarazada y lo volvería a estar varias veces más.
–No, mamá, me voy a trabajar para apoyarla, para ayudarle –resolvió la niña con 13 años de edad.
Se fue a trabajar como empleada doméstica de un vecino y ahí se estacionó durante seis o siete años; algún conflicto hubo, Smith se quedó en la calle y ahí mismo consiguió empleo como cocinera de puestos de comida sobre la banqueta. Se enamoró de un muchacho menor de edad con afición por las drogas y el maltrato a las mujeres; cuando se atrevió a dejarlo ya había nacido su hijo Alberto.
Buscó resguardo con Alfonsa, pero de inmediato se notó que ahí todo le recordaba la miseria de la que huyó una década atrás. Apenas lo conoció, Smith, de veintitrés años de edad, aceptó hacer vida con Jaime, entonces alrededor de los cuarenta: piel morena clara, delgado, boca grande, bigote, cejas tupidas.
“Siempre la golpeó, apenas se juntaron y ya le pegaba; hasta la pateó en el estómago, embarazada de su niña. Ese día yo andaba en la calle y me encontré a alguien que me dijo: ‘Tu hija está en el hospital, que se va aliviar’. Ahí pasamos toda la noche, pero no se iba a aliviar: tenía una amenaza de aborto porque el fulano ese le dio en la panza”.
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Una de las calamidades de Smith fue la absoluta impericia de su marido para jugar billar; el coctel Molotov quedaba completo con mucha cerveza y algo de cristal, metanfetaminas o cocaína. Una niña que le sobrevivió describe cómo el hombre se reclinaba sobre un cristal espolvoreado y lo aspiraba por la nariz: entonces los ojos y las venas del cuello se le ponían como las de un caballo tras el primer varazo en una carrera parejera.
En realidad, aun sin perder en el billar, beber hasta dar tumbos o esnifar, como los paisanos con ida y vuelta a Estados Unidos verbalizan la inhalación de droga, Jaime de la Sancha Sánchez es un hombre de mecha corta, de humor tan caliente como la tierra de Luvianos en que nació, creció y mató.
¿Cómo era el matrimonio de Janet Smith y Jaime de la Sancha? Una hermana menor de Smith, Alma, una niña con trece años en ese momento, lo atestiguó todo, no sólo como espectadora sino como protagonista: Jaime la tenía forzada a vivir con ellos y era así porque de esa manera le resultaba más sencillo abusar de la menor.
Cuenta Alma: “Nos tenía amenazadas, me llevó de trece años y me ordenó que no hablara con mi mamá ni con mis hermanos porque me iba a golpear muy feo y no sé qué tanto, pero de todos modos yo con qué les hablaba: no tenía el número de nadie ni a dónde hablar”.
“Me decía: ‘Intentas hablarle a tu familia, di algo o haz algo, y te pego o voy y mato a todos’, así me decía. Yo de todas formas cómo les voy a hablar, no tengo su número. Decía: ‘O que ellos te anden buscando y que tú sepas y te quieras ir, primero voy y mato a todos y ya después a ti’, me decía”.
–¿Viste cómo golpeaba a tu hermana?
–Les pegaba a las dos juntas –interviene Alfonsa.
–Varias veces, sí –apunta Alma–. Me golpeaba, me sangraba, con la mano cerrada –la niña muestra el puño.
–¿No había nada que hacer? –se le pregunta a Alfonsa.
–Decía que nos iba matar a todos –solloza Alma.
–¿Qué lo hacía enojar tanto, Alma?
–Se iba a Luvianos con dinero y lo perdía todo en el billar; llegaba tomado, drogado y enojado. Respiraba un polvito blanco por la nariz, a diario, también tomaba diario. Siempre lo llevaban en una camioneta gris con los vidrios negros. No sé si sea narco, pero sí es malo. Tenía un puesto de discos; no era de él, sino de un compadre suyo.
Jaime tuvo cinco hijos: a uno de ellos, estudiante de primaria, lo desproveía del cheque de Oportunidades. Con los demás las cosas no eran mejores. Alma narra otras dos muertes “accidentales”.
Reproduce la versión del hombre golpeador:
“Una niña suya iba corriendo y se pegó en la puerta, en su cabecita, y de allí empezó a convulsionar; no pudieron hacer nada y murió. Otro niño se sentó a comer. Tenían sillas altas y se subió, no se sentó bien, cayó y se pegó en su cabecita”.
Si esto fue así o no, es algo que nunca preocupó al Ministerio Público del Estado de México.
–¿Qué tan seguido le pegaba a tu hermana? –se le pregunta a Alma.
–Diario, se despertaba y ya le estaba pegando; por nada se enojaba. También al niño. El niño, una vez… –mira al pequeño con actitud de madre, y en la práctica lo es–. Fue un accidente, él no sabía nada y le quebró una antena de conejo de televisión; empezó a jugar con los piquitos en la tierra, haciendo rayitas. Él lo encontró y se enojó, le pegó y a ella también: los pateó. El niño tenía cinco años. A mí me pegó varias veces.
–¿Tú sabes qué es el abuso sexual?
–Sí –sorbe por la nariz; llora.
–Lo sabe por él. Abusó de ella –adelanta Alfonsa.
–¿Desde qué edad?
–Me llevó de trece años.
–¿Y abusaba de ti en la misma casa donde vivía con tu hermana?
–Sí.
–¿Tu hermana se daba cuenta?
–Varias veces sí se dio cuenta.
–¿Intentabas defenderte?
–Sí, pero no había nadie.
–¿Qué edad tienes ahora, Alma?
–Catorce. Los cumplí el 2 de mayo.
***
“La verdad quería y no quería ir por su cuerpo: ya se había ido la luz del día. Fui abajo con un primo para que me llevara en su carro y no me quiso llevar, por lo mismo de los malos, y para saber si fue alguna compuesta entre ellos. Ninguno quiso. Me vine a llorar con mi hijo, uno que tiene siete años”, recuerda Alfonsa la noche del 21 julio de 2011.
Un conocido de la cabecera municipal pasó junto al caserío, la mujer imploró y aceptó acercarla. Llegaron a la delegación de la policía cinco minutos después del traslado del cadáver al anfiteatro de Tejupilco, demarcación dividida en dos para dar origen al municipio de Luvianos en 2002.
El hijo de Smith, el niño que describiera a Jaime como autor del asesinato de su madre, estaba encargado en una tienda de abasto popular del gobierno. De la niña nadie sabía nada.
La noche ya estaba bien entrada y llovía, el hombre que había acompañado a Alfonsa no quiso continuar. El riesgo resultaba doble: salir en la oscuridad, propiedad del crimen organizado, y conducir bajo el agua por la carretera angosta y sinuosa.
Sin dinero, la mujer sólo tuvo la opción de regresar a casa con el huérfano.
A la mañana siguiente, Alfonsa averiguó qué documentación necesitaría para reclamar los restos de Smith. Todos los papeles estaban en casa de la difunta: pidió ayuda de alguna autoridad para entrar y buscarlos.
(“La mató en una salita, en su casa, un salita con sillones de plástico negro; la pared está toda salpicada y un sillón también. Tienen una alfombra y mi hija cayó de cabeza ahí. A un lado de la orilla de la alfombra hay también sangre y todo eso”.)
Alfonsa recuperó las actas de nacimiento y demás y volvió al camino de lodo en las mismas condiciones que la noche anterior: no tenía dinero.
Buscó comunicación con uno de sus hermanos residentes en Estados Unidos. Aparte del costo de trasladarse a Tejupilco y la mordida que ahí debería pagar, quedaban pendientes los costos del traslado del cuerpo, el ataúd, la misa, la cripta, la cruz, el sueldo del enterrador…
“Por fin llegué al Ministerio Público, me trajeron de aquí para allá; que lo del forense, que la muerta, que la caja.”
–¿A qué viene? –le preguntó algún funcionario, sin distraerse para verla a los ojos.
–A reconocer y a recoger a m’ija.
–¿Cómo sabe que es su hija?
–Pues me imagino que ha de ser a la que le pegaron ayer.
–Véngase, si está segura de que ella es la niña.
“Me pasaron allá y vi que era ella. Tenía sangre aquí –entre el ojo izquierdo y la sien–. Mi hija no estaba vestida: la tenían en la plancha así, desnuda, rajada desde aquí hasta acá”, se lleva un índice de la barbilla al ombligo.
”La caja y las mortajas sí las compramos. Pedí ayuda con uno de los regidores del ayuntamiento y me apoyaron con una caja, pero al mismo tiempo que echaron a mi hija, se desclavó. Entonces me la cambiaron, pero me pidieron cuatrocientos pesos. La vestí de blanco, con la mortaja que le compramos”.
***
La mujer lleva a cuestas a seis o siete niños, hijos o nietos, incluida la muchacha embarazada; Alfonsa debe sacarlos adelante con el lavado y planchado de torres de ropa ajena a razón de treinta y cinco pesos la docena. Cuando logra emplearse como trabajadora doméstica recibe cien pesos diarios, equivalentes a dos kilos de huevo, uno de tortilla, una lata de chiles y una Coca-Cola de dos litros.
De algo sirven los cheques del Programa Oportunidades –ahora Prospera– del gobierno federal, y eso es todo: Alfonsa y su marabunta infantil carecen de animales y parcela para medio llevar la vida con el autoconsumo. La casa en que viven es un cajón de adobe dado en préstamo por una comadre. Nadie ahí viste algo que no sea regalado, todos calzan huaraches de plástico a los que el polvo igualó con el color de los tobillos; algún escurrimiento de un venero es lo que se tiene como agua potable.
Alfonsa tampoco es mujer de muchas certezas, pero las que tiene son inamovibles: los hombres son violentos, las mujeres son sumisas y el gobierno es algo de otra galaxia. Estudió hasta quinto año de primaria. “No muy bien que digamos, pero sí sé leer y escribir, aunque hago la letra muy arrebatada”, dice.
Cuando alguno de los niños o la mujer enferman, acuden con un médico particular: no hay más. Alfonsa refiere a un médico de nombre Abraham, quien cobra quinientos pesos por consulta, incluso las subsecuentes al diagnóstico que le hizo de diabetes e hipertensión; lo mismo hace con sus niños. Una opción, cuando está abierto y puede ir a Luvianos, es recurrir a un consultorio del Dr. Simi donde una médica general garrapatea el nombre de algún medicamento que la mujer surte en la farmacia de la misma empresa.
–¿Y si necesitaran hospitalizarse? ¿Usted ha requerido estar en el hospital?
–Nomás cuando me aliviaba de mis hijos.
–¿Y sus hijos han necesitado estar en el hospital?
–Sí, no tiene mucho. A uno de mis hijos –va en la primaria, en cuarto– lo picó un alacrán y sí me lo tuve que llevar al hospital de Luvianos [en referencia al centro urbano del municipio]. Demoramos para irnos porque aquí no había carros, hasta que pasó uno nos subimos, pero como la verdad no tomé tiempo ni nada, no sé; como cuarenta minutos de aquí para allá. Ya estaba, ora sí que… ya ve que el alacrán es como… Pues sí, ya estaba para morirse. Ya estaba morado, se estaba asfixiando. Y demoró para reaccionar, porque todavía le pusieron sueros y vinimos a dar aquí ya en la noche.
–¿Aquí no hay clínica?
–Ahí está una, pero doctor no hay a diario y no tienen las inyecciones para alacrán.
–¿Dónde le picó?
–Andaba por allá en la milpa. Le picó en el dedo. Tenía diez años de edad.
***
Las explicaciones son las esperadas: las mujeres son entendidas, incluso por las instituciones, como un género vulnerable y naturalmente sujetos pasivos de la violencia. Golpear a las mujeres en el sur del Estado de México es una condición propia de la virilidad; permanece la costumbre políticamente aceptada de que las mujeres vigilen bien que su autoestima se mantenga baja.
“Si le pegas a tu mujer luego te la tienes que coger. No puedes nomás pegarle: luego hay que cumplir”, filosofó un hombre con camisa blanca abierta hasta el ombligo, bigotes largos y ralos y sombrero con un cintillo negro en la corona; ese es el estilo en la Tierra Caliente. “Mujer que trabaja, de pendejo no te baja”, continuó el hombre, sentado frente a un grueso consomé de chivo, ardiente por lo caliente y por lo picante, remedio que, confiaba, le exorcizaría la cruda.
Antonio Jaime Juárez es Procurador de la Defensa del Menor y la Familia de Luvianos. Explica que muchos hombres, perceptiblemente más que en las zonas urbanas, prohíben el desenvolvimiento profesional de sus esposas e hijas con el argumento del descuido de los hijos y de las labores del hogar, sus dos funciones prioritarias, únicas en muchos casos. Se es en función del servicio a un hombre: al padre, al marido, al hijo.
En los hombres subyace el temor de competir en el aspecto económico y de reconocimiento laboral. Los niños crecen con la certeza de que las niñas son personas subordinadas a su género.
–En primaria y secundaria existe mayor presencia de mujeres, pero en los niveles superiores cambia la proporción, los pocos profesionistas que tenemos casi todos son hombres. En los casos de violencia, las mujeres llegan conmigo y se quejan de que el Ministerio Público, cuando se entera del problema, no hace nada. Si no llevan lesiones evidentes nomás no da seguimiento, hasta que ven una situación verdaderamente grave se preocupan por iniciar una carpeta de investigación.
“Conozco más casos de violencia intrafamiliar contra niñas que contra niños, y es aún más frecuente que las niñas sufran violencia sexual por parte de algún familiar que los niños. De diez asuntos que atendemos de maltrato infantil, dos involucran abuso sexual contra una niña; la mayor parte de las veces el agresor no sufre consecuencias.
–¿Por qué?
–Muchas veces no se encuentran pruebas suficientes en los casos de abuso sexual, algunas son situaciones que ocurrieron desde tiempo atrás y al momento de acudir al Ministerio Público el argumento de las autoridades es que requieren evidencia precisa, por ejemplo rastros de semen, lesiones vaginales recientes.
El fuego del narco en Luvianos es el mismo de Guerrero y Michoacán. En el juego de alianzas y traiciones se disputan el terreno La Familia Michoacana, porciones de los Beltrán Leyva, Los Zetas y Los Caballeros Templarios de Michoacán, apoyados por el Cártel de Sinaloa.
Las mujeres enfrentan nuevas formas de abuso ante la radicalización del machismo. El crimen organizado está poblado de hombres que refrendan una y otra vez su hombría con el ejercicio de la violencia, pero esta lógica también produce un efecto que pudiera entenderse contrario: “Algunas mujeres acuden a los grupos de delincuencia organizada para pedir protección o castigo al responsable de una agresión en su contra en vez de hacerlo con la autoridad”, comenta el funcionario municipal.
Simplemente existe la percepción que el ajusticiamiento es más eficaz que la justicia.
***
El agente del Ministerio Público de Luvianos citó a Alfonsa, le pidió documentación y le instruyó ir a Toluca para continuar con la denuncia y la búsqueda de la hija de Smith y Jaime.
–No puedo ir a Toluca, no tengo dinero; trabajo y mis hijos van a la escuela –repuso Alfonsa sin despertar interés alguno en el funcionario.
Jaime reapareció al final del novenario: encontró la casa de una hermana de su suegra en Tejupilco y casi tumbó la puerta.
“¡Voy matar a tu hermana, y a sus papás y a sus hijos! ¡Los mato a todos si no me entregan a Alma!”, bramó.
–Aquí nunca quiso venir ese fulano. Aquí ya sabe que andan esos hombres… los malos –susurra Alfonsa.
–¿Los malos? ¿La Familia Michoacana?
–Ajá.
–¿Ajusticiarían al hombre que mató a su hija?
–Ajá, los malos.
Jaime no cesó.
–¿Dónde estabas cuando mataron a tu hermana? –se le pregunta a Alma.
–Estaba en México, con un hermano mío. Me escapé de casa de Jaime cuando salí de sexto de primaria: mi hermano vino, me dijo que si me iba con él y sí, sí me fui y allá estaba con él.
–¿Ya estabas embarazada?
–No.
–¿Cómo fue entonces que te pudo embarazar ese hombre?
–Se había ido con mi hijo a México –explica Alfonsa–, Jaime la quería y mató a mi otra hija para quedarse con ella; nos amenazaba con que si no la entregábamos nos iba a matar a todos. Yo no sé cómo dio con ella, pero la encontró y se la cargó –dice en referencia a Alma.
–¿Tú ya sabías que la había matado él? –se le pregunta a Alma.
–Ya me habían dicho mi prima Minerva y mi hermano.
–¿Y cómo fue que te llevó? ¿Estaban en el DF?
–Sí. Yo iba con mi sobrino chico a la tienda y no sé, llegaron varios carros con hartos hombres. Me dijo: “¡Súbete o mato al niño!”, me lo arrebató y me subí para que lo dejara –gime la niña.
–¿Cuánto tiempo estuviste en esa casa, cuánto tiempo te tuvo robada?
–Un año.
–¿Y usted qué hizo ese año? –La pregunta es para Alfonsa.
–Nada, porque yo no sabía dónde estaba, si ella vivía o no vivía, si estaba con él.
–¿No fue usted al Ministerio Público para decir que Alma estaba desaparecida?
–Sí, aquí con el licenciado de Luvianos. La verdad les dije que no podía saber si estaba con él porque no sabía dónde se encontraba, por eso fue que el licenciado no puso nada en las hojas que llevamos allá.
–¿Cuánto tiempo tienes de embarazo, Alma?
–Cuatro meses. Cuando supo que estaba embarazada me dijo que me asesinaría luego de que me aliviara de su hijo.
***
Alma quedó enclaustrada en Toluca, en la casa de una hermana de Jaime, donde también tenían retenida y oculta a la pequeña hija de este hombre y Smith.
–¡Déjame ir, por favor! –suplicaba la jovencita a esa mujer de nombre Yolanda.
–No puedo, no puedo.
Alma encontró alguna oportunidad y escapó; se ocultó con sus tíos en Tejupilco. Jaime de la Sancha enloqueció y tomó camino hacia el sur.
La noticia subió de pueblo en pueblo y de caserío en caserío hasta el cajón de adobe en que vive Alfonsa: Alma se guareció en la presidencia municipal de Tejupilco y los demás buscaron ayuda con los policías judiciales.
El tío político de Alma encontró a Jaime rumiando en una jardinera frente a la alcaldía, a pocos metros de la niña por la que justificaba su locura.
–¿No vas a venir por la chamaca?¿No la quieres? Yo te la vengo a entregar –le propuso.
Jaime encegueció, caminó hacia la ofrenda de la jovencita; llegó seguro de que se la iba a llevar. En cuanto entró, lo rodearon los policías. Lo llevaron preso a la cárcel de Temascaltepec: era la segunda semana de agosto de 2012.
El caso podría parecer sencillo, pero las circunstancias lo complican todo: el abogado de oficio que lleva la defensa de Jaime argumenta que la declaración del hijo de Smith es inverosímil por su edad, e inducida por la asistencia que el niño tuvo de una psicóloga durante la audiencia.
Sacando pesos de la nada, Alfonsa ha buscado a un funcionario –no especifica qué cargo tiene y sólo se refiere a él como “el licenciado”–, quien le heló la sangre:
–Si no muestra más pruebas, él va a salir –le ha advertido como si la responsabilidad de la investigación e integración de la acusación fuera de ella y no suya.
–Licenciado, no sé si me quiera ayudar, ¿pero qué más pruebas quiere? Ella, violación y secuestro, y la otra asesinato; no es justo, licenciado. ¿No basta con lo que hizo con mi hija? De Alma me dijeron que la tenía que llevar adonde fueron los hechos, donde la violó él, allá en Toluca; ¿cómo la llevo, si dinero no tengo? De perdida me gasto quinientos pesos, y eso no comiendo nada.
–¿Están viendo a Alma en el hospital? ¿Ha venido alguien a verla a ella?
–No.
Continúa Alfonsa:
“Me mandan con un licenciado que se llama Juvenal no-sé-qué. No he podido ir, no tengo dinero, tengo a mis hijos en la escuela y trabajo para ellos. Andamos viendo lo de la niña de Janet Smith en el DIF.
“Será que me ven sin dinero, pero yo no lo quiero libre porque nos va a fregar más. Eso se lo buscó él, yo no lo delaté porque haya querido. Tengo miedo de que ahora sí venga y nos mate a todos”.
***
El Gobernador Enrique Peña Nieto, nacido el 20 de julio de 1966, celebró su cumpleaños 45 la víspera del asesinato de Smith. Visitó Chimalhuacán, uno de los municipios más pobres y donde el odio a las mujeres se expresa con mayor crueldad en el Estado de México.
El asunto era la entrega de un hospital materno-infantil. A su lado sonreía Angélica Rivera vestida con un chaleco rojo, ya en plena carrera hacia Los Pinos. El eventual candidato presidencial quiso alcanzar el templete, pero resultó imposible.
“¡Estas son las mañanitas que cantaba el rey David, hoy por ser día de tu santo te las cantamos aquí; despierta, Quique, despierta…!”, estalló una espontánea multitud de mujeres.
El político tardó media hora en llegar al micrófono; a todas saludó, a todas besó.
Cuando al fin logró su cometido y tomó el aparato, dijo que había inaugurado una nueva forma de hacer gobierno, que el cumplimiento de los compromisos era el sello de su administración.
“Agradezco aquí la presencia de miembros de mi familia en la celebración de mi cumpleaños. Hoy recordaba hace un momento con Angélica, mi esposa, que esta celebración siempre hemos querido compartirla con la gente del Estado de México, con la gente a la que nos debemos, la gente que nos dio su mandato hace seis años para cumplir y servirle al Estado de México.
“Y por eso, ¿qué mejor manera de celebrar este cumpleaños que hacerlo al lado de nuestra gente, al lado de la gente que nos ha depositado su confianza, y poder honrarla cumpliendo compromisos?”, exclamó.
Enrique y Angélica develaron la placa de la obra pública con la indicación de que se trataba del compromiso cumplido número seiscientos.
Y el mismo día en que Smith murió asesinada, el gobernador Peña Nieto estuvo en Tejupilco, del que hace pocos años se desprendió Luvianos para convertirse en municipio independiente.
Pero el feminicidio de Smith pasó desapercibido: la preocupación política mexiquense estaba centrada en la campaña negra lanzada por el pan.
En Monterrey, a casi mil kilómetros de distancia, los panistas desplegaron espectaculares alusivos al regreso del PRI a la gubernatura de Nuevo León, a manera de advertencia ante la vuelta de este partido a la presidencia de la República; la propaganda mostraba los rostros de los gobernadores Rodrigo Medina y Enrique Peña.
“Sobre este tipo de campañas, realmente ni me ocupan en este momento porque yo creo que quien incurre en campañas sucias, denostativas (sic), con señalamientos que denigran la política…”, dejó Peña Nieto inconclusa la frase. “No es la forma de hacer política. La política se prestigia a través de un debate y de una actitud constructiva y positiva. Sí, crítica cuando deba de darse, pero con sustento.”
Horas después Alfonsa suplicaría a quien fuera que la llevaran a recoger el cadáver de su hija. Días después, el asesino se plagiaría a otra de sus hijas, una niña, a Toluca, capital del Estado de México. Ahí abusaría de ella durante todo el año siguiente. *