Puntos y Comas

ADELANTO | Depredadores, libro Pulitzer que expone el caso Weinstein y un complot político-empresarial

04/09/2020 - 8:00 pm

En una mezcla perfecta de thriller de espionaje y periodismo de investigación, Depredadores sacudió al mundo del entretenimiento destapando una serie de historias demoledoras sobre el desenfrenado abuso del poder, la corrupción y los encubrimientos desde Hollywood a Washington. Un complot político y empresarial sin precedentes.

Esta investigación, que le valió un Premio Pulitzer a Ronan Farrow, expone las extrañas tácticas de vigilancia e intimidación de poderosos depredadores sexuales para silenciar tanto a las víctimas como a los periodistas. Es también la historia de mujeres que arriesgaron todo para revelar la verdad y alentar un movimiento global: el #MeToo.

Ciudad de México, 4 de septiembre (SinEmbargo).- En 2017, una investigación rutinaria para la televisión llevó a Ronan Farrow a una historia de la que hasta entonces solo había rumores: uno de los productores más poderosos de Hollywood era un depredador sexual, protegido por mucho dinero y por una conspiración de silencio.

A medida que Farrow se iba acercando a la verdad, desde abogados hasta espías montaron una campaña secreta de intimidación para amenazar su carrera profesional, siguiendo cada paso que daba, e incluso involucrando a su propia familia.

Esta es la historia no contada de las extrañas tácticas de vigilancia e intimidación desarrolladas por hombres ricos, poderosos y bien relacionados para amenazar a periodistas, evadir responsabilidades y silenciar a las víctimas de abusos. Y es también la historia de mujeres que arriesgaron todo para revelar la verdad y alentar un movimiento global: el #MeToo.

En una mezcla perfecta de thriller de espionaje y periodismo de investigación, Depredadores sacudió al mundo del entretenimiento destapando una serie de historias demoledoras sobre el desenfrenado abuso del poder, la corrupción y los encubrimientos desde Hollywood a Washington y más allá. Un complot a nivel político y empresarial sin precedentes.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de uno de los mejores libros del año para la revista Time y The New York Times: Depredadores, investigación que le valió un Premio Pulitzer al periodista Ronan Farrow, colaborador habitual en The New Yorker, donde ha publicado otros reportajes también galardonados con el National Magazine Award y el George Polk Award. Cortesía otorgada bajo el permiso de Roca Editorial.

PARTE I
EL VALLE DEL VENENO

1
Cinta

—¿Qué quieres decir con que no se emite mañana?
Mis palabras flotaron por la sala de redacción que empezaba a vaciarse en la cuarta planta del 30 Rockefeller Plaza, antes conocido como el edificio GE, y antes de eso como el edificio RCA. Al otro lado del teléfono, Rich McHugh, mi productor en NBC News, hablaba por encima de lo que sonaba como el bombardeo de Dresde pero no era sino el ambiente natural de un hogar con dos parejas de niños gemelos.

—Acaban de llamar, van a… No, Izzy, tienes que compartirlo… Jackie, no la muerdas, por favor… Papá está al teléfono…
—Pero si es la historia más potente de la serie —dije—. No será la mejor televisión, pero sí la mejor historia de fondo…
—Han dicho que tenemos que aplazarla. Es fakakt —dijo, comiéndose la última sílaba. (McHugh tenía la costumbre de probar a decir palabras yidis, pero nunca le salía bien.)
Emitir una serie de investigaciones consecutivas como la que McHugh y yo estábamos a punto de lanzar precisaba una coreografía. Cada historia implicaba largas y agotadoras jornadas en las salas de montaje de la cadena. Reprogramar una era mucho trabajo.
—¿Aplazarla hasta cuándo? —le pregunté.Al otro lado de la línea se oyó un crac amortiguado y varias carcajadas seguidas.
—Luego te llamo —me dijo.

Rich McHugh era un veterano de la televisión que había trabajado en la Fox y en MSNBC y, buena parte de la década, en Good Morning America. Era ancho de pecho, pelirrojo y rubicundo, y vestía camisas de guinga en el trabajo. Tenía un trato franco y lacónico que contrastaba con la jerga pasivo-agresiva de la burocracia empresarial.

—Tiene pinta de campesino —dijo el jefe de la unidad de investigación que nos había juntado un año antes—. En cualquier caso, habla como un campesino. No pegáis ni con cola.—¿Y por qué este encargo, entonces? —pregunté. —Formaréis un buen equipo —respondió encogiéndose de hombros.

McHugh se mostró escéptico. A mí no me gustaba hablar de la historia de mi familia, pero casi todo el mundo la conocía: mi madre, Mia Farrow, era actriz; mi padre, Woody Allen, era director de cine. Mi infancia había quedado estampada a lo largo y ancho de los tabloides sensacionalistas después de que mi hermana Dylan de siete años lo acusara de agresión sexual y de que él iniciara una relación sexual con otra de mis hermanas, Soon-Yi, con la que se acabó casando. Hubo un puñado más de titulares en la prensa cuando ingresé en la universidad a una edad inusualmente joven y cuando partí rumbo a Afganistán y Pakistán como consejero en asuntos de juventud del Departamento de Estado.

En 2013 firmé un contrato de cuatro años con NBCUniversal para presentar un programa de mediodía en su canal de noticias por cable, MSNBC, durante su primer año de emisión. Yo soñaba con convertirlo en un programa serio, que se basara en datos fehacientes, y hacia el final me enorgullecí de haber utilizado una franja horaria tan poco propicia para mis historias de investigación. El programa recibió algunas críticas malas al comienzo, buenas críticas al final, y pocos espectadores de principio a fin. Su cancelación pasó prácticamente desapercibida; después, durante años, alegres conocidos me abordarían en fiestas para decirme que les encantaba el programa y que seguían viéndolo a diario. «Muy amable por su parte», les respondía yo.

Luego me integré en la cadena como corresponsal de investigación. En cuanto a Rich McHugh, yo era para él un joven peso pluma con un apellido famoso en busca de algo que hacer porque mi contrato estaba durando más que mi programa televisivo. En este punto es cuando debería decir que el escepticismo era mutuo, pero yo solo quiero caerle bien a todo el mundo.

Trabajar con un productor fuera de casa implicaba pasar con él mucho tiempo en vuelos y coches de alquiler. En nuestros primeros rodajes se hacía el silencio entre nosotros mientras los guardarraíles destellaban por las ventanas, o yo colmaba ese silencio con un parloteo incesante sobre mí que arrancaba algún que otro gruñido a mi compañero.

Pero el dúo empezó a producir poderosas historias para Today, mi programa diario de series de reportajes, y para Nightly News, así como un reticente respeto mutuo. McHugh era la persona más lista que yo había conocido en el negocio de las noticias y un agudo redactor de guiones. Y a los dos nos gustaban los temas peliagudos.

Después de la llamada de McHugh, miré los titulares de la televisión por cable en uno de los televisores de nuestra sala de redacción y luego le escribí un mensaje de texto: «¿No se atreven con la agresión sexual?». La historia que nos habían pedido que reprogramáramos iba de universidades que torpedeaban investigaciones de agresiones sexuales en sus campus. Nosotros habíamos hablado tanto con las víctimas como con los supuestos autores de las agresiones, que unas veces se habían echado a llorar y otras habían pedido salir con el rostro oculto. Era la clase de reportaje que, en la franja horaria de las ocho de la mañana prevista para su emisión, hubiera provocado que Matt Lauer frunciera el ceño, expresara su más sincera preocupación y acto seguido pasara a un segmento sobre el cuidado de la piel de los famosos.

McHugh contestó a mi mensaje: «Sí. Primero lo de Trump y ahora las agresiones sexuales».

Era un domingo por la tarde de principios de octubre de 2016. El viernes anterior, el Washington Post había publicado un artículo que tituló con mesura: «Trump grabado en conversación extremadamente obscena sobre mujeres en 2005». Un vídeo, de esos que entraban en la categoría de «no apto para ver en el trabajo», acompañaba el artículo. En un soliloquio grabado por Access Hollywood, un programa de noticias sobre famosos, Donald Trump salía perorando sobre cómo agarrar a una mujer «del coño». «Intenté follármela. Estaba casada. Ahora se ha puesto unas tetazas falsas y toda la parafernalia», decía.

El interlocutor de Trump era Billy Bush, el presentador de Access Hollywood, un hombre menudo con un pelazo. Si lo colocabas al lado de cualquier famoso, producía una lluvia incesante de chistes de alfombra roja nada memorables pero alguna vez curiosos. «¿Cómo lleva tener ese culo?», le preguntó una vez a Jennifer López. Cuando ella, visiblemente incómoda, le replicó: «¿Se está quedando conmigo? No puedo creer que me haya preguntado eso», él respondió: «Pues ¡acabo de hacerlo!».

Total, que cuando Trump describía sus proezas, Bush gorjeaba y soltaba risitas de aprobación. «¡Sí! ¡Donald se ha marcado un tanto!»

Access Hollywood era propiedad de NBCUniversal. Después de que el Washington Post diera la primicia aquel viernes, las plataformas de la NBC retransmitieron sus propias versiones. Cuando Access divulgó la cinta, suprimió algunos de los comentarios más picantes de Bush. Algunos críticos preguntaron en qué momento los directivos de la NBC habían sabido de la existencia de la cinta y si la habían ocultado a propósito. Las distintas versiones filtradas presentaban distintas cronologías. En llamadas «oficiosas» a reporteros, algunos directivos de la NBC dijeron que la historia aún no estaba lista, que requería un mayor análisis desde el punto de vista jurídico. (Un colaborador del Washington Post observó con aspereza tras una de estas llamadas: «El directivo desconocía cualquier cuestión jurídica específica que pudiera plantear la difusión de una grabación hecha once años atrás a un candidato presidencial que, al parecer, estaba al corriente de que un programa de televisión lo estaba grabando en aquel momento».) Dos abogadas de NBCUniversal, Kim Harris y Susan Weiner, revisaron la cinta y autorizaron su difusión, pero la NBC dudó, perdiendo así una de las historias electorales más importantes de una generación.

Había un problema más: Today acababa de incluir a Billy Bush en su elenco de presentadores. Ni siquiera dos meses antes habían retransmitido el vídeo «Conoce mejor a Billy», con secuencias en las que salía depilándose el pelo del pecho en directo.

McHugh y yo llevábamos meses editando e investigando los aspectos jurídicos de nuestras series. Sin embargo, el problema se hizo visible en el momento en que empecé a promocionarlas en las redes sociales. «Ven a ver la disculpa de #BillyBush, quédate a ver cómo #RonanFarrow explica por qué es necesaria una disculpa», tuiteó un espectador.

«Pues claro que han aplazado lo de las agresiones sexuales —escribí al móvil de McHugh una hora más tarde—. Billy Bush tendría que salir a disculparse por la conversación del coño e iría pegado a nuestro tiempo en antena.»

Billy Bush no pidió disculpas ese día. Mientras yo aguardaba entre bastidores en el Studio 1A a la mañana siguiente, echándole una ojeada a mi guion, Savannah Guthrie anunció: «Hasta que se investigue más a fondo el asunto, NBC News ha suspendido a Billy Bush, el presentador de la tercera hora de Today, por su participación en la conversación con Donald Trump». Y, sin más demora, enlazaron con un programa de cocina, risas descontroladas, y luego con mi historia del abuso de anfetaminas en los campus universitarios, que adelantaron apresuradamente para sustituir el de las agresiones sexuales.

En los años que precedieron a la difusión de la cinta de Access Hollywood habíamos asistido a un reflote de acusaciones de agresión sexual contra el comediante Bill Cosby. En julio de 2016, Gretchen Carlson, antigua figura de Fox News, presentó una demanda de acoso sexual contra el director de esa cadena, Roger Ailes. Poco después de que se difundiera la cinta de Trump, mujeres de al menos quince ciudades protagonizaron sentadas y protestas delante de edificios Trump, entonando consignas de emancipación y portando carteles con imágenes de gatos: gatos aullando o arqueándose, engalanados con la frase si me agarras, te agarro.

Cuatro mujeres declararon públicamente que Trump las había sobado o besado sin su consentimiento de manera muy similar a la que había descrito como una práctica rutinaria a Billy Bush. La campaña de Trump las acusó de fabuladoras. Un hashtag, popularizado por la comentarista Liz Plank, pedía explicaciones de por qué #WomenDontReport (Las mujeres no denuncian). «Una abogada penalista dijo que, como yo había rodado una escena de sexo en una película, jamás ganaría contra el jefe del estudio», tuiteó la actriz Rose McGowan. «Ha sido un secreto a voces en Hollywood/los medios, y a mí me culpaban mientras que a mi violador lo adulaban. Ya es hora de que haya un poco de honradez en este mundo de mierda», añadió.

2
Morder

Desde la creación de los primeros estudios, pocos productores de la industria del cine han sido tan dominantes, o déspotas, como este al que McGowan se estaba refiriendo. Harvey Weinstein fue cofundador de las compañías de producción y distribución Miramax y Weinstein Company, y contribuyó a reinventar el modelo de cine independiente con películas como Sexo, mentiras y cintas de vídeo, Pulp Fiction y Shakespeare enamorado. Sus películas han obtenido más de trescientas nominaciones a los Óscar y, en las ceremonias anuales, Weinstein se ha llevado más agradecimientos que cualquier otra persona en la historia del cine, solo por debajo de Steven Spielberg y varios puestos por encima de Dios. En ocasiones, hasta esta distinción parecía acertada: una vez Meryl Streep bromeó diciendo que Weinstein era Dios.

Weinstein medía un metro ochenta y dos y era corpulento. Tenía la cara torcida y uno de sus ojos era más pequeño y bizqueaba. Solía llevar holgadas camisetas sobre vaqueros caídos por detrás que le daban un perfil orondo. Hijo de un cortador de diamantes, se había criado en Queens. De adolescente, él y su hermano menor, Bob, se escabulleron para ver Los 400 golpes en un cine de arte y ensayo, creyendo que sería una «película de sexo». En cambio, se toparon con François Truffaut y nació su amor por el cine intelectual. Weinstein se matriculó en la Universidad Estatal de Nueva York en Búfalo, en parte porque la ciudad contaba con múltiples salas de cine. A los dieciocho años, él y un amigo llamado Corky Burger crearon una columna para el periódico estudiantil Spectrum, protagonizada por un personaje al que llamaron Denny el Buscavidas, que amenazaba a mujeres hasta someterlas. «Denny el Buscavidas no aceptaba un no por respuesta —podía leerse en la columna—. Él siempre se te acerca con una psicología de mando, o para profanos en la materia: “Mira, cielo, soy probablemente la persona más atractiva y excitante que vayas a conocer en tu vida… Y, si te niegas a bailar conmigo, lo más probable es que te rompa esta botella de Schmidt en el cráneo”.»

Weinstein dejó la universidad para abrir un negocio con su hermano Bob y con Burger. Primero usaron la marca Harvey and Corky Productions, que se especializó en la promoción de conciertos. Pero en una sala que compró en Búfalo, Weinstein empezó a proyectar las películas independientes y extranjeras que le habían enamorado. Al final, Harvey y Bob Weinstein fundaron Miramax, llamada así en honor a sus padres, Miriam y Max, y empezaron a comprar pequeñas producciones extranjeras. Weinstein demostró que tenía un don para convertir las películas en todo un acontecimiento. Los hermanos recibieron premios, como la inesperada Palma de Oro en Cannes por Sexo, mentiras y cintas de vídeo. A principios de los noventa, Disney compró Miramax. Durante una década entera, Weinstein fue la gallina que ponía un huevo de oro tras otro. Y en la década del 2000, cuando la relación con Disney se rompió y los hermanos fundaron una nueva empresa, la Weinstein Company, rápidamente recaudaron fondos por valor de cientos de millones de dólares. Weinstein ni siquiera había recuperado sus días de gloria, pero ganó dos premios Óscar consecutivos a la Mejor Fotografía por El discurso del rey en 2010 y The Artist en 2011. En el curso de su ascenso se casó con su asistente, se divorció de ella y más tarde desposó a una aspirante a actriz que había empezado a incluir en papeles menores.

Weinstein era célebre por su forma intimidatoria, amenazante incluso, de hacer negocios. Tenía un comportamiento deimático, capaz de expandirse para asustar, como un pez globo que se hincha. Se erguía contra sus rivales o subalternos cara a cara, con el rostro encendido. «Un día estaba sentada a mi mesa de trabajo y creí que nos había sacudido un terremoto —dijo de él una vez Donna Gigliotti, que compartió un Óscar con Weinstein por la producción de Shakespeare enamorado—. La pared tembló y yo me levanté de mi silla. Luego me dijeron que era que Weinstein había estampado un cenicero de mármol contra la pared.» Y entonces empezaron las historias, casi siempre rumores, de una clase de violencia más oscura contra las mujeres, y de los esfuerzos por acallar a sus víctimas. Cada pocos años, un periodista, alarmado por los rumores, metía la nariz para ver si el humo conducía al fuego.

Para Weinstein, los meses anteriores a las elecciones presidenciales de 2016 transcurrieron como si no hubiera pasado nada. Lo veías, tan tranquilo, en un cóctel en honor a William J. Bratton, el excomisario de Nueva York. Lo veías riéndose con Jay-Z, anunciando un contrato de cine y televisión con el rapero. Y también lo veías estrechando lazos duraderos con políticos del Partido Demócrata, para los que durante mucho tiempo fue uno de sus principales recaudadores de fondos.

A lo largo de ese año Weinstein formó parte del grupo de expertos que rodeaban a Hillary Clinton. «Seguramente voy a deciros algo que ya sabéis, pero esto hay que silenciarlo», escribió por correo electrónico al equipo de Clinton, refiriéndose a los mensajes enviados a los votantes latinos y afroamericanos por parte de la campaña rival de Bernie Sanders. «En este artículo tenéis todo lo que hablamos ayer», decía en otro mensaje en el que adjuntó una columna crítica con Sanders, presionando a favor de una campaña sucia. «A punto de remitírsela a un creativo. He tomado tu idea y la he puesto en marcha», respondió el director de campaña de Clinton. Para cuando terminó el año, Weinstein había recaudado cientos de miles de dólares para Clinton.

Unos días antes de los tuits de Rose McGowan en ese mes de octubre, Weinstein se encontraba en el St. James Theatre de Nueva York para asistir a una generosa recaudación de fondos que él había coproducido para Clinton y que ingresó más de dos millones de dólares en las arcas de su campaña. Bañada en una luz púrpura, la cantante y compositora Sara Bareilles entonaba:

«Your history of silence won’t do you any good / Did you think it would? / Let your words be anything but empty / Why don’t you tell them the truth?». La cosa parecía dar demasiado en el clavo como para ser cierta, pero así es como ocurrió.

La influencia de Weinstein había menguado algo en los últimos años, pero era suficiente para seguir contando con la aceptación pública de las élites. Cuando la última temporada de premios arrancó aquel otoño, un crítico de cine del Hollywood Reporter, Stephen Galloway, escribió un artículo titulado «Harvey Weinstein, el hijo pródigo», con el subtítulo «Hay numerosas razones para animarlo, especialmente ahora».

En torno a esa misma época, Weinstein envió un correo electrónico a su equipo legal, entre ellos David Boies, el notorio abogado que había representado a Al Gore en la disputa de las elecciones presidenciales del año 2000 y había defendido a un matrimonio entre personas del mismo sexo ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos. David Boies llevaba años representando a Weinstein. En aquella época era casi un octogenario, seguía siendo esbelto y su rostro se había arrugado con la edad, lo que le daba un aspecto amable y accesible. «El grupo Black Cube de Israel se ha puesto en contacto conmigo a través de Ehud Barak —escribió Weinstein—. Son estrategas y dicen que tu despacho ha trabajado con ellos. Escríbeles un correo electrónico cuando puedas.»

Ehud Barak era el ex primer ministro de Israel y jefe del Estado Mayor del ejército israelí. Black Cube, la empresa que había recomendado a Weinstein, estaba dirigida por exagentes del Mossad y otras agencias de inteligencia israelí. Tenía sucursales en Tel Aviv, Londres y París, y ofrecía a sus clientes las destrezas de agentes «altamente experimentados y entrenados en las unidades de élite de la inteligencia militar y gubernamental de Israel», de acuerdo con sus informaciones.

Más tarde ese mismo mes, el bufete de David Boies firmó un contrato confidencial con Black Cube, y pagó 100 000 dólares por un período de trabajo inicial. En los documentos relativos a la misión, a menudo se velaba la identidad de Weinstein. Los documentos se referían a él como «el cliente final» o «el señor X». Si lo hubieran nombrado, escribió un agente de Black Cube, «le habría cabreado muchísimo».

Weinstein parecía emocionado con el asunto. Durante una reunión a finales de noviembre, presionó a Black Cube para seguir adelante. Invirtieron más dinero, y la agencia puso en marcha una serie de operaciones agresivas que llamaron «Fase 2A» y «Fase 2B».

Poco después, un reportero llamado Ben Wallace recibió una llamada de un número que no reconoció, con prefijo del Reino Unido. Wallace rozaba los cincuenta y llevaba gafas estrechas de profesor. Unos años antes había publicado The Billionaire’s Vinegar, la historia de la botella de vino más cara del mundo. Más recientemente había escrito para New York Magazine, donde se había pasado las últimas semanas comentando con los empleados los rumores sobre Weinstein.

—Puede llamarme Anna —dijo la voz al otro lado del teléfono con un refinado acento europeo. Después de graduarse en la universidad, Ben Wallace vivió unos años en la República Checa y Hungría. Tenía buen oído para los acentos, pero no conseguía ubicar el de esta mujer. Supuso que sería alemana—. Un amigo me ha pasado su número.

Le dijo que sabía que estaba trabajando en un reportaje sobre la industria del ocio. Wallace se quedó pensando en cuál de sus amigos podría haberle pasado estos datos. Pocas personas estaban al tanto de su encargo.

—Es posible que tenga algo que pueda interesarle —continuó ella. Cuando Wallace intentó sonsacarle más información, la mujer se mostró renuente. La información que tenía era confidencial, dijo. Era necesario que se vieran en persona. Él vaciló un instante, pero luego pensó: «¿Qué hay de malo en ello?». Necesitaba dar un salto y avanzar en el reportaje. Tal vez ella podría propiciarlo.

El lunes siguiente por la mañana, Wallace se sentó en una cafetería del SoHo con la mujer misteriosa e intentó calarla. Rondaba los treinta y cinco años, cabello rubio largo, ojos oscuros, pómulos marcados y nariz romana. Llevaba unas Converse y joyas de oro. Anna dijo que aún no se sentía cómoda para darle su nombre real. Estaba asustada y se debatía entre si seguir adelante o no. Wallace ya había detectado esta reacción en sus conversaciones con otras fuentes. Le dijo que se tomara su tiempo.

Para su siguiente encuentro, que tuvo lugar no mucho después, Anna escogió el bar de un hotel en el mismo barrio. Cuando llegó Wallace, ella le sonrió, insinuante, incluso seductora. Ya había pedido una copa de vino. «No muerdo —le dijo, dando un golpecito en el asiento que había junto al suyo—. Venga, siéntese a mi lado.» Wallace dijo que estaba resfriado y pidió un té. Si iban a colaborar, le dijo, necesitaba saber más. Al oír esto, Anna se hundió y su rostro se torció de dolor. Empezó a describir sus experiencias con Weinstein esforzándose aparentemente por contener las lágrimas. Que había pasado por algo íntimo y perturbador estaba fuera de toda duda, pero era cauta con los detalles. Anna quiso saber más antes de responder a todas las preguntas de Wallace y le preguntó qué le había llevado a aceptar el encargo y qué clase de impacto buscaba. Mientras Wallace contestaba, Anna se inclinó hacia delante y extendió visiblemente su muñeca hacia él.

Para Wallace, trabajar en esta historia se estaba convirtiendo en una experiencia extraña y tensa. Había una intensidad de rumores en el ambiente a la que no estaba acostumbrado. Incluso recibía llamadas de otros periodistas: Seth Freedman, un inglés que había colaborado con el Guardian, se puso en contacto con él poco después, insinuando que había oído rumores acerca de lo que Wallace estaba investigando y quería ayudarle.

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