En 1926, Francisco Gil, de 11 años de edad, y su familia llegaron a Buenos Aires, desde un pequeño pueblo gallego. Tiempo después, su padre lo llevó a conocer la librería El Ateneo, que terminaría por ser su casa durante casi medio siglo.
En 1975, fue reconocido como el “librero mayor” y ahora el Centro Lalín, uno de los más importantes de la comunidad gallega, acoge la exposición “Francisco Gil, el librero de Borges”, una retrospectiva del personaje que aglutinó con su carisma a lo más selecto de las letras porteñas en casi 50 años de trabajo.
Por Aitor Pereira
Buenos Aires, 4 de septiembre (EFE).- Francisco Gil fue para muchos un nombre anónimo hasta que la ciudad de Buenos Aires lo reconoció en 1975 como “librero mayor“, un homenaje a quien dejó su Galicia natal siendo un niño casi iletrado y terminó por ser íntimo de los grandes autores argentinos como Sábato o Borges.
El Centro Lalín de la capital argentina, uno de los más importantes de la comunidad gallega en el país, acoge estos días la exposición “Francisco Gil, el librero de Borges“, una retrospectiva, que incluye paneles sobre su vida y textos manuscritos, del personaje que aglutinó con su carisma a lo más selecto de las letras porteñas a través de casi 50 años de trabajo en uno de los centros literarios y culturales más importantes de la época: la librería El Ateneo.
Como muchas otras familias, la de Francisco Gil cruzó el Atlántico en busca de las oportunidades que no encontraban en Forcarei, el pequeño pueblo gallego desde donde partieron a Buenos Aires, ciudad a la que llegaron en 1926 previo paso por Brasil.
En aquel momento Francisco tenía 11 años, y pasaron otros cinco hasta el día que cambió su vida, cuando su padre, albañil de profesión, lo llevó en un carruaje tirado por caballos a la librería que terminaría por ser su casa durante casi medio siglo.
“Un niño apenas alfabetizado entra a trabajar en una editorial, en un centro del saber y a los pocos años, ocho años, ya lo ponen como responsable de la parte de literatura”, detalló a Efe Xan Leira, curador de la exposición.
Gil era un amante de los libros, aunque nunca escribió, lo que hace más llamativo el peso que ganó en las vidas de Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Francisco Luis Bernárdez, Leopoldo Marechal o de sus compatriotas Luis Seoane, Arturo Cuadrado o Lorenzo Varela.
Era amigo y confidente de los escritores que acudían a El Ateneo y actuó como vínculo entre muchos de ellos, a quienes también orientaba y ayudaba en la labor de buscar un buen libro.
Su creatividad nunca generó un libro propio, pero dejó un importante legado entre el que destaca su labor como impulsor de la “Primavera de las Letras“, cuya primera edición se celebró en 1960, el germen de lo que terminaría por ser la reconocida Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.
“Fue tan exitosa, trajo tanta gente a la librería, que tuvieron que sacarla a la calle Florida, una calle peatonal, generando un tumulto enorme durante los días que esta Primavera de la Letras se realizaba y luego fue tal el éxito de esta iniciativa que derivó en la creación de la Feria del Libro de Buenos Aires”, añadió Leira.
El por aquel entonces ya reconocido librero de la ciudad tenía la visión de alguien rompedor, adelantado a su época, como demostró en varias ocasiones.
En un momento de su dilatada carrera profesional decidió recopilar todos los textos y dibujos que a lo largo de los años pidió a sus amigos escritores, y creó lo que para Leira sería uno de los primeros “libros de artista”.
Además fue uno de los primeros en “intervenir” un libro, en este caso el Martín Fierro.
“Él dio a todos sus amigos un ejemplar del Martín Fierro para que escribieran o dibujaran algo. Hoy desde el concepto del arte postmoderno podemos hablar de que fue o es un libro intervenido”, declaró el curador y cineasta.
Si El Ateneo sigue siendo hoy un lugar de referencia para turistas y locales es en parte gracias a la dedicación de Gil, quien entregó casi una vida a un lugar del que también recibió muchas cosas, pues fue en la misma librería donde conoció a su mujer, quien trabajaba como cajera mientras él se hacía cada vez más familiar con cada ejemplar que reposaba en las estanterías.
Su labor como librero duró hasta 1979, aunque su vida siguió vinculada a la literatura hasta que falleció en 1997 en la capital argentina, a la que siempre sintió como casa.
Como prueba de su impronta la Sociedad de Escritores lo nombró socio honorario en 1967 a pesar de que nunca escribió, y el Gobierno de la ciudad lo reconoció ocho años después como “librero mayor”, haciendo inmortal el legado de una persona que vivió por y para las letras.