Maruan Soto Antaki
04/07/2014 - 12:00 am
Ciudadano, quien busca una ciudad
Al iniciar una novela, son muy personales las razones que se encuentran para escribir. Está clara y es conocida la idea de contar historias –respuesta recurrente aunque algo vacía–, sin embargo, mi principal provocación es entender cosas, buscar. Al escribir uno comprende hechos, se hace preguntas y descubre aristas que a veces pasan desapercibidas, pero […]
Al iniciar una novela, son muy personales las razones que se encuentran para escribir. Está clara y es conocida la idea de contar historias –respuesta recurrente aunque algo vacía–, sin embargo, mi principal provocación es entender cosas, buscar. Al escribir uno comprende hechos, se hace preguntas y descubre aristas que a veces pasan desapercibidas, pero de los mayores placeres que da hacerlo, es permitirse una especie de acto de justicia. La narrativa permite un gusto de egoísmo increíble: a un evento con tintes trágicos, se le puede dar la vuelta y permitir que en un escenario detestable, las convicciones de uno resulten triunfadoras. Escribo al final, para intentar tener un mundo mejor a ese en que vivo, escribir es mi refugio de la calle.
Pero en la calle, buscar ese espacio mejor no es tan sencillo. Aunque como ciudadanos de cualquier lugar, nos hemos convencido que contamos con un instrumento de defensa con el que lo conseguiremos: una cámara fotográfica que además, permite hacer llamadas telefónicas. No, no es tan sencillo.
Hace unos días me enfrenté a un cuadro cotidiano; una camioneta escoltada por otra, que a falta de provocación y sin dudarlo, invadía los demás carriles. El vehículo escolta se acercaba peligrosamente a otros y con ayuda de su grandísimo parachoques, digno de la mejor ranchería, alejaba a otros conductores porque él y claro, su escoltado, tenían sobre los demás derecho de paso. O al menos con esa actitud se conducía. Entre esos otros conductores me encontré yo, en una motocicleta –sí, ya sé que en esta ciudad esto es la mayor afrenta a mis pocas convicciones religiosas–.
Con una ingenuidad que repetiré cuando algo así vuelva a ocurrir, reclamé a la camioneta de escoltas su agresividad. Tal queja me ganó un agradable recuerdo con los mejores calificativos. Posterior respuesta gestual, seguí mi camino. No me iba a pelear con esos tipos –quienes me conocen y saben mi estatura, sabrán que esto es mero sentido común–.
Un buen centenar de metros adelante, aún indignado por la actitud que seguía observando por el retrovisor, decidí frenar. Con mi instrumento de defensa, tal y como se hace al escribir una novela, intentaría hacer algo más justo. En el terreno diario, el acto se transforma en presentar una denuncia. Ese, es el papel de todo ciudadano. Tomé una foto de aquella camioneta indestructible y guardé el aparato. Apenas avancé, la camioneta escoltada, una preciosa Land Rover, lanzó su masa contra mí, obviamente tirando toda la ingenuidad que mi cuerpo cargaba. Tratando de entender lo que sucedía, sentí los golpes de uno de los dos gorilas que habían descendido de la camioneta de retaguardia, una Durango negra (insisto, muy buena para rancho), de placas ya muy difundidas. Soy incapaz de decir cuántos golpes recibí, se sintieron muchos, casi todos contra mi cabeza. Vi puños, rodillas y creo adivinar una patada que terminó por romper la armadura que traía en la testa. –Es difícil romper estas cosas–, alcancé a pensar.
Me protegí con los trazos mientras seguía sintiendo los impactos del primer sujeto. Unos pasos atrás, el segundo se acercaba. Pudo haber sido el morbo, puede que en el fondo, nuestra sociedad no está tan fracturada y al ver semejante canallada, aún sentimos empatía y nos indignamos pero, sin importar la razón, un buen número de transeúntes ya se encontraban rodeándonos, mientras los otros me golpeaban con ganas. Gritaron, no entendí lo que decían, los escuché reclamarme por la foto, amenazaron con algo, acompañando los puntapiés. Poco rítmicos, tengo que decir.
–¡No les tomé foto!– Mentí. Alcé la voz suponiendo que me escucharían a través del casco. Al final, con la motocicleta en el piso, mi reloj caído a un lado y varios espectadores, los golpeadores se fueron.
Luego de reincorporarme, no sin ayuda, marqué un número de emergencia. –Una unidad va en camino. –Dijeron–. Nunca llegó. A los cuarenta minutos, detuve con señas a otra motocicleta, de policía. El bienintencionado oficial me confirmó lo que suponía.
–No, por el radio no escuché nada.
–Pero me dijeron que avisarían para interceptar la camioneta–. Respondí.
–Tiene que levantar la denuncia en el Ministerio Público–. Aconsejó, impotente.
Le hice caso. Para esas alturas y gracias a la solidaridad de los medios a quienes mi profesión me ha acercado, todos, sin excepción; televisoras, radiodifusoras y medios digitales, dieron cuenta del suceso. Expreso en estas líneas mi gratitud, sin ellos, estaría ahora, posiblemente, en la misma situación que viven muchísimas personas, víctimas de la prepotencia e impunidad, como de la falta de autoridad en nuestra ciudad. En parte, el mundo detestable que me lleva a escribir.
Con todo y el apoyo que recibí, como lo marca la tan poco eficiente ejecución de la ley, pasé por un mínimo martirio en el Ministerio Público. Todos los testimonios que he recabado me indican que para resolver algo del estilo, se pasa diez veces más tiempo que el que yo estuve ahí. Pésima realidad de aquel lugar, todos los casos deberían ser tratados de forma adecuada, no es así. Declaré lo mismo unas cinco ocasiones, un policía de investigación buscó sacarme alguna contradicción, inútilmente. En el examen médico, sin camisa, pantalones abajo, una doctora buscó heridas. No se revisaron las costillas, prontas a cualquier daño en altercados similares. El dolor que sentía, se me avisó que no era mensurable así que sería ignorado. Insistí que me protegió una chamarra y casco de buena calidad, por ellos la falta de moretones inmediatos o contusiones. Dio lo mismo, sin laceraciones evidentes, esas que no se ven de inmediato, la denuncia por lesiones será improcedente. El Procurador de la ciudad ya hizo mención de esto, con palabras que recalcan el triste futuro de esa parte de la denuncia. La agresión como tal, el que se hayan bajado a aporrearme, no aparenta estar en lo que la policía busca. Parece algo normal. De no traer el casco, supongo que sí podrían engrosar el expediente, junto con la vergüenza de nuestra capital. ¿Será momento de andar con casco por la ciudad? Intentaré ir por un café con uno puesto.
Si bien las lesiones no existen para ellos, parece que intentarán dar con la camioneta, su dueño y misteriosos ocupantes. El circo se ha hecho grande, supongo algo harán, algo que no se hizo cuando se pidió asistencia en el lugar. Por lo pronto, quien más ha hecho es la gente, otros ciudadanos ofendidos, conectados por redes sociales: han descubierto que las placas no están registradas para la camioneta que las traía puestas.
Al escribir, tratando de entender, aparecen más dudas ¿Por qué había policías en la zona que no escucharon la alerta pidiendo dar con la camioneta? ¿Por qué no llegó la unidad que se dijo lo haría? ¿Por qué al momento de escribir esto, no tengo idea de quién me golpeó? No debe ser difícil rastrear una matrícula ¿Por qué no le indigna al gobierno de esta ciudad, que unos &%^$^#*@ agarren, den una paliza o maten a cualquier persona? ¿Por qué se ha puesto en duda –por el Procurador mismo, en una conferencia de prensa, también por el Ministerio Público– que los sujetos eran escoltas?
Me respondo esta última. Camioneta uno adelante, camioneta dos atrás, siguiendo cada paso de la primera, abriéndole camino, protegiéndola de sus paranoias: escoltándola. Es una relación axiomática: la escolta es quien escolta, Procurador, no hay más. No sé si era un vehículo oficial o privado y eso, abre otra incógnita. De ser escolta oficial entramos al ridículo del abuso, de ser privadas, por qué no traían rótulos que lo indicaran. ¿Por qué el nivel de violencia? ¿Se vale golpear a alguien? ¿Está prohibido que tome fotos de un hecho peligroso? ¿Levantar la denuncia de forma ciudadana? ¿Si está prohibido, eso les da derecho de atacar de esa forma?
Estas dudas, junto a otras más graves, no permiten que el ciudadano se sienta cobijado por la ciudad que le da nombre, se ha vuelto su enemiga.
El trago más amargo ha pasado, ahora queda, como en cualquier narrativa, esperar que de la experiencia se saque algo. Es necesario detener los abusos de los que hay centenares de quejas, se deben regular de forma más estricta las escoltas que siendo o no, funcionan como tales y a buenas, se les otorga un beneficio de duda que no tienen los afectados. Es imprescindible darle a la gente que no cuenta con el apoyo que yo tuve, la confianza para levantar una denuncia y en esa denuncia, es la víctima a quien hay que procurar.
Estas ideas tendré la oportunidad de compartirlas en los próximos días con el primer círculo del Procurador, se ha comunicado conmigo su coordinador de asesores y hemos hablado del asunto. Son tres puntos los que tienen que ponerse sobre la mesa y el debate público. ¿Qué hacer con los distintos tipos de escolta que nos amedrentan a los ciudadanos? ¿Qué tiene que hacer la Procuraduría para que el ciudadano sin ayuda, pueda denunciar? ¿Cómo evitarán la sistemática y añeja duda sobre el denunciante? Para mí, buscaré saber de quién son esas placas y quién era el escoltado, que con tal impunidad se siente con el derecho de golpear.
Vuelvo a mi refugio, cuando salga de nueva cuenta, espero no toparme con otros quiénsabesisonescoltas. Como soy muy necio, por querer que todo sea como cuando escribo, a la primera oportunidad tomaré otra foto aquí, en la ciudad que busco.
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