Desde el primer poema titulado “La casa”, la autora logra abrir una puerta hacia lo entrañable de la figura familiar que constituyen los abuelos.
Ciudad de México, 4 de junio (SinEmbargo).- Melinna Guerrero (Aguascalientes, 1993) acaba de publicar Mis abuelos no son tortugas, texto infantil que viene ilustrado con fotografías de Pedro Tzontémoc y editado en la Colección Joven de Artes de México Libros del alba. Antes, la autora publicó Sobre pedazos de vidrio (2022) en Círculo de poesía. Lo primero que salta a la vista en el poemario que nos ocupa es la existencia de un diálogo entre lo visual y lo poético, las fotos no son solamente un ornato, sino un elemento que hace crecer muchísimo el escrito, ya que se entrelaza a la palabra con la imagen generando, de entrada, una enredadera de emociones que absorbe y guía al lector de principio a fin.
Desde el primer poema titulado “La casa”, la autora logra abrir una puerta hacia lo entrañable de la figura familiar que constituyen los abuelos. En el texto se materializa al tiempo como a un limonero en el patio, un árbol que se agiganta y va tirando frutos como días sobre la cabeza de la abuela. Lo interesante de la elección de un limonero es que se trata de un árbol aromático, todo en él es perfume: el tallo, las hojas y, por supuesto, los blancos y minúsculos azahares. Siguiendo la propuesta del poema, el tiempo es también aroma y es fruto, una idea que sin duda deja al lector pensando y sintiendo a tope antes de pasar la página, y cuando esto sucede, la idea y la imagen del árbol continuá allí, pero ahora la figura central es la del abuelo, se trata de uno al que le van creciendo ramas, de tan lento, de tan quieto, pero el poema anterior permanece en este y por esta razón ambos dialogan, se contaminan, y entonces uno imagina cómo el abuelo tira los limones sobre la cabeza de la abuela como una especie de lenguaje del amor.
Más adelante en el libro, el tiempo asume otra forma, la más común desde Heráclito, la del agua, ahora el amor de los abuelos se materializa en palabras que son lluvia, que son canto, que son pequeñas gotas que alimentan al mar, lo que provoca que “las arrugas de mi abuelo son caminitos de agua” (página 8) y uno entiende que las arrugas son los surcos que el tiempo va dibujando sobre la piel, uno entiende que el río de Heráclito no es más allá del cuerpo, sino que somos nosotros lo que el tiempo va matando y mutilando a su paso, arrojándonos con ternura y con violencia a la aceptación de nuestra condición finita y entendemos que “no podremos nunca bañarnos en las aguas de un mismo día, porque el río es el mismo, pero las aguas no”. Por increible que parezca, Melinna logra construir, a partir del personaje del nieto o la nieta, una instancia enunciativa muy interesante: “Quise parecerme a mi abuelo, y me quedé por más tiempo en el agua. Dejé que mis dedos se llenaran de arrugas; así sentí cómo es estar viejo” (página 13). Las arrugas equiparan, por un momento, a la figura del nieto con la del abuelo, el efecto finito de la existencia se dilata y alcanza a la juventud de quien habla a lo largo de todo el libro.
Fiel a las nuevas tendencias de la literatura infantil y juvenil contemporánea, este libro no sólo endulza al lector con imágenes accesibles o fáciles, sino que lo conduce hacia un espacio de reflexión sobre la vida y sobre el hecho de que, quienes gozamos de la presencia de algún abuelo en nuestras vidas, podremos algún día disfrutar el amor de los nietos, como la raíz del árbol que logra maravillarse con la presencia de los frutos.
También hay que destacar que el libro está lleno de hallazgos, las imágenes brotan de él casi sin cesar: si las manos de la abuela son “como de mandarina” (página11) entonces la voz lírica y con ella todos los lectores, somos “un gajito de fruta” (página 11) cuando la abuela nos abraza, o el hecho de que “el abuelo (use) sombrero para que el sol no le robe los recuerdos” (página 17), nos presenta a la memoria como el acto de conciencia y de afirmación de que estamos vivos, de que estuvimos vivos alguna vez. En otro poema, la autora agrega: “En el corazón de este niño que es mi abuelo se ha formado una nube. Por eso, todo lo que él recuerda, lo olvida” (página 20) y cuando esto ocurre, el testimonio de que se estuvo vivo puede ser la descendencia, los hijos y, por supuesto, los nietos.
Cuando se lee el poemario Mis abuelos no son tortugas, es inevitable recordar a nuestros propios abuelos, sus pasos lentos avanzando en el pasillo de la vieja casa, los bastones, los lentes de doble aumento, las canas, las voces quebradas recordando otros tiempos siempre inalcanzables, uno mismo se recuerda sentado en las piernas de los abuelos sintiéndose invencible en su abrazo, creciendo bajo su sombra: “Hoy le conté a mi abuela un secreto. Le dije que cuando sea grande me convertiré en pájaro. Dice que ella me fabricará las alas” (página 23). Tal y como ocurre con el poema que abre el poemario, cuesta trabajo doblar la página después de este texto. Uno se niega abandonar este texto en particular por temor a lo que sigue, reconociendo que aquí hay certeza, no sólo la verosimilitud que suele alimentar a la literatura, sino que hay aquí, entre cada una de estas páginas, una verdad dulce y nostálgica, amarga y vital.
Los lectores de este libro (niños, jóvenes o adultos, nietos, padres o abuelos) encontrarán poemas conmovedores, gajos de vida reventando en las bocas y en los ojos, ramas y azahares en plena primavera, también encontrarán a una autora que ha sabido mostrar la necesidad amar a los padres de nuestros padres a través de una visión alimentada por la naturaleza: tortugas y aves, las gotas de la lluvia, también el sol y todas las sombras que de él nacen, los pájaros, el surco que, sin darnos cuenta, el tiempo va forjando poco a poco en nuestra piel.