“No se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio: multitud en busca de ídolos en busca de multitud, rencor sin rostro y sin máscara, adhesión al orden, sombras gobernadas por frases, certidumbres del bien de pocos, consuelo de todos (sólo podemos asomarnos al reflejo), fe en la durabilidad de la apariencia, orgullo y prejuicio, sentido y sensibilidad, estilo, tiernos sentimientos en demolición, imágenes que informan de una realidad donde significaban las imágenes, represión que garantiza la continuidad de la represión, voluntad democrática, renovación del lenguaje a partir del silencio, eternidad gastada por el uso, revelaciones convencionales sobre ti mismo, locura sin sueño, sueño sin olvido, historia de unos días”.
–Carlos Monsiváis, Días de guardar.
Si alguien se hubiera dormido del 1 de diciembre de 2006 a la fecha y quisiera saber de qué se perdió, estoy seguro de que muchos de nosotros preferiríamos no entregarle la historia completa de estos días. Mejor sería, pensaríamos de botepronto, sugerirle que volviera a la cama en paz. Y arrullarlo con medias verdades.
Porque sí hay un México vendible; ese al que recurren el gobierno federal, ciertos periodistas y algunos analistas. Hay indicadores de un país que pareciera transitar por una “normalidad” económica o democrática. Y si se quiere entrecerrar los ojos, como le hacemos los miopes, podemos advertirlo.
Puede hablarse de la macroeconomía, por ejemplo. Es cierto que en este sexenio no repetimos las crisis cíclicas. Y aunque no hemos llegado a 2012 y al temible 2013, hay buenas reservas internacionales y un calendario de vencimientos “cómodo” para no poner nerviosos a los inversionistas aún frente a las tensiones estacionales (como las que provocan los procesos electorales), o las inesperadas. Llegar a una contingencia como las que se repitieron desde los años 1970 hasta ya entrados los 1990, es casi imposible hoy. No por uno u otro gobiernos; fue a punta de recetas amargas, Fobaproas y candados que la comunidad internacional aprendió la lección, aunque nunca, nunca, nunca debe decirse nunca.
Podemos hablar de crecimiento sostenido si obviamos los años en los que Agustín Carstens se equivocó en sus cálculos y nos hundimos por la recesión internacional como nadie en el contingente. Los flujos de capital extranjero están más o menos estables. Hay buenos ingresos por turismo o por las remesas que envías nuestros sufridos connacionales desde Estados Unidos.
Hasta aquí, digamos, las cifras macro y algunos datos en bruto que permitirían a cualquiera dormir en paz.
Ya alargando el argumento, es de presumir que el silencio de los ciudadanos ya no es posible en este país (hoy existen Twitter, Facebook y otras redes sociales). Y en el borde de la verdad, ya casi en la mentira, se puede decir que las mismas tendencias de migración han cambiado y que “la gente no se va al norte: ahora huye del norte y procura entidades que antes se calificaban de inseguras, como el Distrito federal” (imagino el diálogo para ese personaje al que arrullo).
Podemos afirmar incluso, coqueteando con el engaño, que el viejo clamor ciudadano de más elementos policiacos por habitante se ha cumplido. Y para darle fuerza a esta afirmación, se puede decir que un súper policía tiene la cartera más importante de la administración pública federal y que la huella que dejará en las futuras generaciones será profunda.
También se puede afirmar que las cifras de empleo no están mal, incluso que andan en el promedio de la OCDE; sin embargo, hasta este que se durmió desde diciembre de 2006 sabría que un país en vías de desarrollo como el nuestro requiere, para saldar las cuotas históricas, generar más oportunidades que las naciones del primer mundo. Y aquí empiezan, en realidad, los problemas para ocultar las medias verdades: promediarnos con los países desarrollados permite vender cifras alegres, pero para nadie es un secreto que un crecimiento como el nuestro no rescatará a los 40 millones de miserables.
Tener un visión medianamente alegre de México es posible. Sin embargo, alargar más este argumento necesariamente requerirá el ocultamiento, o la vil mentira.
Nadie ha referido, por decir, la palabra “guerra”. Nadie se ha hablado de términos como “genocidio”, “exterminio”, “cementerios clandestinos”, “desesperanza” o “descabezados”, “violación de derechos humanos” o “militarización”.
Nadie se ha referido a los territorios en manos del crimen organizado, a los pueblos tomados por los narcos o al término que más repatea al gobierno federal: Estado fallido. Nada de eso.
Tampoco se ha dicho que los monopolios se han acentuado; que los índices nacionales e internacionales señalan que la corrupción aumentó de diciembre de 2006 a la fecha. Nadie mencionó a Televisa, a Carlos Slim, a un IFE en manos de los partidos, a Elba Esther Gordillo o a la casi anulación de los organismos de transparencia como el IFAI, la Secretaría de la Función Pública o la Contraloría Superior de la Federación.
Nadie se ha referido, tampoco, a las miles y miles de viudas, a los miles y miles de huérfanos, o a la cifra incuantificable de desaparecidos.
Nadie ha hablado de 40 mil muertos, producto de una guerra idiota.
Si alguien se hubiera dormido del 1 de diciembre de 2006 a la fecha y quisiera saber qué sucedió en estos pocos años, una persona honesta le diría que durmiera una década completa más o que aceptara su realidad: sólo los caradura podrán dibujarle un mejor país. Y los hay, a pasto: aparecen, todos los días, en la televisión; se atreven, también a diario, a poner sus mentiras por escrito.
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