Por Sanjuana Martínez
“No duermo, no como, no vivo. No tengo ni cuerpo. Quiero que me den un hueso, lo que sea, algo de él para enterrarlo y poderlo llorar”, la súplica en el anfiteatro de Matamoros, Tamaulipas, es de la madre del desaparecido José Guadalupe Torres Ponce de 27 años, casado con un hijo, residente de Michoacán, quien hace tres años salió de su casa y no volvió.
¿Cuántos desaparecidos hay en México?… Miles de víctimas deambulan todos los días por los anfiteatros del país en busca de sus seres queridos sin encontrar respuestas. México carece de un programa nacional de desaparecidos donde se puedan cotejar sus datos con cadáveres sin identificar. Desde el 2006 hay más de 9 mil esqueletos esperando ser reclamados, según datos de la CNDH. Pero el proceso de identificación resulta improbable.
No existe una infraestructura suficiente en medicina forense para tantas pruebas de ADN, ni tampoco la voluntad política de centralizar la información. Parece mentira que a cinco años de iniciada la guerra no exista una dependencia que brinde apoyo exclusivamente a los familiares de los desaparecidos. Hace un mes, la Comisión de Seguridad Pública del Senado aprobó la Ley del Registro Nacional de Niños, Adolescentes y Adultos Desaparecidos. El objetivo es crear una base de datos para facilitar la búsqueda.
Este sexenio la CNDH ha recibido 5 mil 397 casos de personas desaparecidas, pero los organismos civiles cifran el número en 18 mil. Sin embargo, esa cantidad podría ser el doble, ya que muchos casos no son denunciados por temor a represalias. En la mayor parte de los casos, las desapariciones forzadas suceden a la vista de los demás. Hombres encapuchados fuertemente armados se llevan a las víctimas de sus hogares o de la calle. Algunas veces son identificados como policías vestidos de civil y otras como gente del crimen organizado. En algunos casos concretos las víctimas fueron secuestradas por el Ejército o la Marina.
El gobierno federal se ha dedicado a ignorar soberanamente el problema. No podemos olvidar que México tiene una historia reciente de política de Estado con más de 600 desaparecidos sin resolver y doña Rosario Ibarra de Piedra ha continuado esa lucha hasta hoy.
A los 40 mil muertos, 250 mil desplazados y 10 mil migrantes secuestrados en la guerra de Felipe Calderón, se suma una figura hasta ahora desconocida: “los levantones”. Una palabra que beneficia al Estado porque se deslinda de responsabilidad, cuando en realidad es un delito continuado y un crimen de lesa humanidad. Por eso, no debemos olvidar llamarles por su nombre: desapariciones forzadas.
Hay tres tipos de personas desaparecidas: una por motivos políticos, es decir luchadores sociales y opositores al régimen; otra por motivos sociales: trabajadores, indígenas, migrantes, pobres… y, la tercera, gente relacionada con el crimen organizado.
En los tres casos es un delito que provoca sufrimiento permanente a sus familiares. No hay duelo posible mientras no se resuelve el paradero del desaparecido. El deambular de las familias por los anfiteatros es una escena desoladora: “Vivir en la incertidumbre es no vivir. No sabemos si está vivo o muerto. Queremos saber lo que sea”, dice Ofelia de la Garza en busca de uno de sus seis hijos.
Las narcofosas descubiertas recientemente en Durango y Tamaulipas han provocado una avalancha de gente de todos los estados de la República que tienen que ir de ciudad en ciudad al no existir un centro de información nacional. El nivel de violencia salvaje y primitiva que ya no solo mata, sino que pozolea, mutila, destaza, cuece en ácido o desolla, dificulta la identificación: “Hemos visto cosas terribles, cosas nunca antes vistas. Usan todo tipo de instrumentos para mutilarlos”, dice el doctor Eduardo Villagómez Jasso, coordinador del Servicio Médico Forense del Hospital Universitario de Monterrey.
En los Semefos se trabaja a marchas forzadas con carencias llamativas, algunos como el del Hospital Civil en Monterrey ya no tiene espacio para los cadáveres y han tenido que contratar trailers refrigerados. Necesitan más personal, requieren de mayor capacidad. El olor putrefacto de los anfiteatros se expande en los alrededores de los lugares, síntoma de que algo en el sistema no funciona.
Las fosas comunes se incrementan. Los cadáveres se amontonan. Y en los anfiteatros solo pueden estar tres meses. Cada uno tiene un expediente con número. Los no identificados son sepultados en bolsas negras con ese número, sin flores, sin cruces.
Los familiares continúan su peregrinar. En la mayoría de los casos se les toma una muestra de ADN y se les pide esperar; una espera que resulta interminable y casi siempre infructuosa. A como vamos muy pronto será necesario crear una Comisión de la Verdad.
Madres, esposas, hijas, padres, hermanos, sobrinos, hijos, deambulan como espectros en pena. Buscan, esperan; quieren respuestas, necesitan el fin de la incertidumbre, una esperanza, una luz que ilumine el camino que siguió el desaparecido, porque como dice Mario Benedetti: “Están en algún sitio, nube o tumba; están en algún sitio…” .