Hacia la belleza es una novela al mismo tiempo luminosa y oscura, llena de momentos y frases memorables, que nos invita a acercarnos, nosotros también, a la belleza.
Ciudad de México, 4 de mayo (SinEmbargo).– Antoine Duris es profesor en la Academia de Bellas Artes de Lyon, pero, de un día para otro, decide dejarlo todo para convertirse en un guarda del Museo de Orsay; en concreto, de la sala que alberga el retrato de Jeanne Hebuterne, de Modigliani. Mathilde, su jefa en el museo, se encuentra tan perpleja como atraída por su extraña personalidad y el enigma de su vida. Algo terrible le ha sucedido, pero ¿qué? De momento, para sobrevivir, Antoine solo ha encontrado un remedio: dirigirse hacia la belleza.
Con ecos de la comedia romántica que lo consagró entre los lectores, La delicadeza, y también de la extraordinaria proeza literaria de Charlotte, ganadora del Premio Renaudot y el Renaudot des Lycéens), Hacia la belleza es una novela al mismo tiempo luminosa y oscura, llena de momentos y frases memorables, que nos invita a acercarnos, nosotros también, a la belleza.
Fragmento del libro Hacia la belleza, de David Foenkinos. Cortesía otorgada bajo el permiso de Alfaguara.
***
1
El Museo de Orsay, en París, es una antigua estación. El pasado deposita así una huella insólita en el presente. Entre los Manet y los Monet, podemos dejarnos llevar e imaginar los trenes llegando en medio de los cuadros. Ahora los viajes son de otro tipo. Quizás algunos visitantes vieron a Antoine Duris aquel día, inmóvil en la plaza de la entrada. Parece caído del cielo, estupefacto de estar allí. Estupefacción, esa es la palabra que mejor puede caracterizar su sensación en ese instante.
2
Antoine había llegado muy temprano a su cita con la responsable de recursos humanos. Desde hacía varios días, su mente se concentraba por completo en la entrevista. Aquel museo era el lugar donde él quería estar. Se dirigió con paso tranquilo a la entrada de personal. Por teléfono, Mathilde Mattel le había precisado que no tomara el camino de los visitantes. Un vigilante lo detuvo:
–¿Tiene usted tarjeta de acceso?
—No, pero me esperan.
—¿Quién?
—...
—¿Quién lo espera?
—Perdone... Tengo cita con la señora Mattel.
—Muy bien. Pase usted por recepción.
—...
Escasos metros más tarde, repitió el motivo de su visita. Una joven examinó una agenda grande y negra:
—¿Es usted el señor Duris?
—Sí.
—¿Me permite un documento de identidad?
—...
Era absurdo. ¿Quién iba a hacerse pasar por él? Cumplió dócilmente, acompañando el gesto con una sonrisa comprensiva para enmascarar su malestar. La entrevista de trabajo parecía haber empezado ya con el vigilante y la telefonista. Había que ser eficaz desde el primer buenos días, ya no se toleraba ni un escueto gracias. Después de comprobar que efectivamente el hombre era Antoine Duris, la joven le indicó el camino a seguir. Tenía que enfilar un pasillo, al final del cual encontraría un ascensor.
—Es fácil, no tiene pérdida —añadió.
Antoine sospechó que, con semejante frase, se perdería con toda seguridad.
En medio del pasillo ya no sabía lo que tenía que hacer. Al otro lado de la cristalera distinguió un cuadro de Gustave Courbet. La belleza es siempre el mejor recurso contra la incertidumbre. Desde hacía semanas luchaba por no hundirse. Sentía que le fallaban las fuerzas, y los dos interrogatorios que ya se habían sucedido le habían exigido un esfuerzo considerable. Sin embargo, únicamente habían consistido en pronunciar unas cuantas palabras, responder a preguntas que no contenían la más mínima trampa. Había retrocedido a un estadio primario de la comprensión del mundo, dejándose invadir a menudo por miedos irracionales. Sentía cada día más las consecuencias de lo que había vivido. ¿Sería capaz de pasar la entrevista con la señora Mattel?
En el ascensor que lo llevaba a la segunda planta, lanzó una mirada furtiva al espejo y se encontró más flaco. Nada extraño, comía menos y a veces se olvidaba de cenar o almorzar. En su descargo, hay que decir que su estómago no se manifestaba. Podía saltarse comidas sin experimentar el menor rugido de tripas, como si su cuerpo ya solo estuviera compuesto de territorios anestesiados. Solo su mente lo empujaba a pensar: «Antoine, tienes que comer». Las personas que sufren se agrupan en dos bandos. Las que resisten mediante el cuerpo y las que resisten mediante la mente. O una cosa o la otra; raras veces se dan las dos.
Nada más salir del ascensor lo recibió una mujer. Habitualmente, Mathilde Mattel esperaba a las personas citadas en su despacho, pero con Antoine Duris había decidido desplazarse. Debía de estar terriblemente ansiosa por saber más de sus motivaciones.
—¿Es usted Antoine Duris? —preguntó pese a todo, para asegurarse.
—Sí. ¿Quiere ver mi carnet de identidad?
—No, no, ¿por qué?
—Me lo han pedido abajo.
—El estado de emergencia. Así son las cosas.
—No se me ocurre quién podría instigar un atentado terrorista contra la directora de recursos humanos del Museo de Orsay.
—Nunca se sabe —respondió ella con una sonrisa.
Lo que podría haber pasado por una ocurrencia y hasta por sentido del humor era, no obstante, una fría constatación por parte de Antoine. Ella hizo un gesto con la mano para indicarle la dirección de su despacho. Se adentraron entonces en un pasillo largo y estrecho donde no se cruzaron con nadie. Sin dejar de seguirla, Antoine pensó que aquella mujer debía de aburrirse mucho en la vida para recibir a potenciales empleados a una hora en la que el resto del personal parecía no haber llegado. No había que buscar la mínima lógica dentro de la logística de los pensamientos de Antoine.
Una vez en el despacho, Mathilde propuso té, café, agua, lo que a él le apeteciera, pero Antoine prefirió decir no, gracias, no, gracias, no, gracias. Así pues, ella arrancó:
—Debo decirle que me ha sorprendido mucho recibir su currículum.
—¿Por qué?
—¿Que por qué? ¿Y usted me lo pregunta? Es usted profesor titular universitario...
—...
—Goza incluso de cierto renombre. Ya he leído algún artículo suyo, me parece. Y se presenta... al puesto de vigilante de sala.
—Sí.
—¿No le resulta extraño?
—No especialmente.
—Me he tomado la libertad de llamar a la ENSBA* —confesó Mathilde al cabo de un momento.
—...
—Me han confirmado que ha decidido usted dejar su trabajo. De la noche a la mañana, así, sin motivo alguno.
—...
—¿Estaba harto de dar clases?
—...
—¿Sufrió... una especie de depresión? Lo comprendo. Cada vez es más habitual que la gente se queme.
—No. No. Quise dejarlo. No hay más. Seguramente volveré dentro de un tiempo, pero...
—Pero ¿qué?
—Mire, señora Mattel, me he presentado a una vacante y me gustaría saber si tengo posibilidades.
—¿No se siente sobrecualificado?
—Me gusta el arte. Lo he estudiado, y lo he enseñado, de acuerdo, pero ahora lo que me apetece es sentarme en una sala en medio de los cuadros.
—No es un trabajo relajante. Le hacen preguntas constantemente. Y además aquí, en Orsay, hay muchos turistas. Siempre hay que andarse con ojo.
—Puedo estar un tiempo de prueba, si tiene dudas.
—Necesito personal, porque la semana que viene inauguramos una gran retrospectiva de Modigliani que atraerá a mucha gente. Es todo un acontecimiento.
—Qué apropiado.
—¿Por qué?
—Escribí mi tesis sobre él.
Mathilde no respondió. Antoine había pensado que la revelación jugaría a su favor. Por el contrario, esta parecía acentuar a ojos de la directora de recursos humanos la extrañeza de su proceder. ¿Qué pintaba allí un erudito como él? ¿Estaría diciendo la verdad? Era como una bestia atemorizada, y le parecía que solo la idea de refugiarse en un museo podría salvarlo.
3
En un solo día había rescindido todos sus contratos y entregado las llaves del piso. El propietario le había dicho: «Hay dos meses de preaviso, señor Duris... No puede uno irse por las buenas. No me parece correcto». El hombre había empalmado varias frases en un tono de excesiva desolación. Antoine interrumpió el monólogo: «No se preocupe. Le pagaré los dos meses». Había alquilado una furgoneta en la que había cargado todas sus cajas. Fundamentalmente cajas de libros. Había leído un artículo sobre los japoneses que abandonaban su vida así, de la noche a la mañana. Los llamaban evaporados. Tan magnífica palabra casi ocultaba la tragedia de la situación. A menudo se trataba de hombres que se habían quedado sin trabajo y no eran capaces de asumir su declive social en una sociedad basada en las apariencias. Mejor huir y convertirse en indigente que enfrentarse a la mirada de una esposa, de una familia, de los vecinos. Esto no tenía nada que ver con la situación de Antoine, que se encontraba en la cúspide de su carrera, como profesor de mucha experiencia y muy respetado. Todos los años, decenas de estudiantes soñaban con preparar la tesina con él. ¿Entonces? Estaba la ruptura con Louise, pero los meses habían cicatrizado ya esa herida sentimental. Además, todo el mundo sufría por amor. Uno no abandonaba su vida por eso.
Había guardado todas las cajas, y los escasos muebles que poseía, en un trastero en Lyon. Y había cogido el tren a París, sin más carga que una simple maleta. Las primeras noches había dormido en un hotel de dos estrellas cerca de la estación, hasta que encontró un estudio en alquiler en un barrio popular de la capital. No había puesto su nombre en el buzón, ni se había abonado a nada. El gas y la luz estaban a nombre del casero. Ya nadie podía dar con él. Lógicamente, sus más allegados se habían preocupado. Para tranquilizarlos, o más bien para que lo dejaran en paz, había enviado un mensaje colectivo:
Queridos todos:
Lamento profundamente las preocupaciones que haya podido causaros. Estos últimos días han sido tan movidos que no he tenido tiempo de responder a vuestros mensajes. Tranquilos, va todo bien. He decidido repentinamente emprender un largo viaje. Ya sabéis que hace mucho que sueño con escribir una novela, así que me tomo un año sabático y me largo. Sé que podría haber celebrado una fiesta de despedida, pero ha sido todo muy rápido. En aras del proyecto, voy a aislarme del mundo. Ya no tendré teléfono. Os enviaré emails de vez en cuando.
Os quiere, Antoine
Recibió respuestas de admiración por parte de algunos; otros lo consideraron un poco loco. Pero, en el fondo, era un hombre soltero, sin hijos, tal vez había llegado el momento de que accediera a su sueño. Muchos de sus amigos acabaron por comprenderlo. Antoine leyó las respuestas, sin dar réplica. Su hermana fue la única que no se creyó el mensaje. Éléonore mantenía una relación demasiado estrecha con él como para aceptar que se marchara así, sin tan siquiera cenar con ella una última vez. Sin pasarse a darle un beso a su sobrina, con la que le encantaba jugar. Algo no resultaba lógico. Lo acribilló a mensajes: «Te lo suplico, dime dónde estás. Dime qué es lo que pasa. Soy tu hermana, estoy aquí, por favor, no me dejes así. No me dejes en el silencio...». Fue inútil. No obtuvo respuesta. Lo intentó todo, cambió de tono: «No puedes hacerme esto. Es repugnante. ¡No me creo nada del cuento de la novela!». Multiplicaba los mensajes. Antoine ya no encendía el teléfono. Una sola vez lo hizo y leyó las incontables protestas de su hermana. Solo tenía que escribirle unas palabras, al menos para tranquilizarla. Para decirle algo. ¿Por qué no lo conseguía? Se quedó bloqueado delante de la pantalla durante más de una hora. Era imposible. Empezó a invadirlo una suerte de vergüenza. Una vergüenza de las que te impiden actuar.
Por fin logró responderle: «Necesito un tiempo para mí. Pronto daré señales de vida, pero no estés preocupada. Dale muchos besos a Joséphine. Tu hermano, Antoine». Apagó inmediatamente el teléfono por miedo a que lo llamara nada más leer el mensaje. Como un criminal que teme ser localizado, decidió quitar la tarjeta sim y guardarla en un cajón. Ya nadie tendría acceso a él. Éléonore sintió alivio al leer el mensaje. Comprendió al instante que todo era mentira, y que redactar aquel puñado de palabras corteses debía de haberle exigido un esfuerzo considerable. Pero eso no mitigaba su inquietud. Saltaba a la vista que la cosa iba mal. Le había sorprendido que firmara «Tu hermano, Antoine». Era la primera vez que empleaba esa fórmula, como si quisiera redefinir su vínculo para darle seguridad. Éléonore ignoraba lo que Antoine estaba viviendo, y por qué se comportaba así, pero sabía que no lo dejaría a su suerte. Lejos de calmarla, el mensaje la reafirmaba en la idea de que tenía que encontrarlo lo antes posible. Necesitaría tiempo y energía, pero lo conseguiría de una manera inesperada.
4
Al salir de su casa, Antoine se cruzó con un vecino. Un hombre sin edad, perdido entre los cuarenta y los sesenta años. Este último lo escudriñó antes de preguntar:
—¿Es usted nuevo? ¿Sustituye a Thibault?
Antoine balbució que sí y anunció que tenía mucha prisa para obstaculizar cualquier impulso interrogativo. ¿Era necesario que nos preguntaran constantemente quiénes éramos, a qué nos dedicábamos, por qué vivíamos aquí y no en otra parte? Desde que había huido, Antoine se daba cuenta de que la vida social nunca se detiene y de que resultaba casi imposible escapar de ella.
En el trabajo, al menos, nadie se fijaría en él. Un vigilante de museo no existe. Deambulamos delante de él con la mirada clavada en el siguiente cuadro. Es un trabajo extraordinario para estar solo en medio de la multitud. Mathilde Mattel le había anunciado, ya al final de la entrevista, que empezaría el lunes siguiente. En el umbral de su despacho había añadido: «Sigo sin entender sus motivos, pero al fin y al cabo podemos considerar que tenerlo en esta casa es una oportunidad para nosotros». Había empleado un tono muy cordial. Para Antoine, aislado del mundo, Mathilde había sido la única persona con quien había entablado una conversación real en más de una semana. El nombre de aquella mujer había adquirido de pronto una importancia desmesurada. Durante los días siguientes pensó varias veces en ella, como quien se concentra en un punto luminoso en medio de la noche. ¿Estaría casada? ¿Tendría hijos? ¿Cómo llega uno a ser director de recursos humanos del Museo de Orsay? ¿Le gustarían las películas de Pasolini, los libros de Gógol, los Impromptus de Schubert? Al ver que se dejaba llevar por aquel deseo de saber, Antoine hubo de reconocer que no estaba muerto. La curiosidad delimita el mundo de los vivos del de las sombras.
Antoine estaba sentado en su silla, con su traje color discreción. Lo habían asignado a una de las salas dedicadas a la exposición de Modigliani. Justo enfrente de un retrato de Jeanne Hébuterne. Qué extraña coincidencia. Él que tan bien conocía la vida de aquella mujer, su destino trágico. Aquel primer día la concurrencia era tan densa que no acertaba a observar tranquilamente el lienzo. Los visitantes se lanzaban como locos a ver la retrospectiva. ¿Qué habría pensado el pintor? A Antoine siempre le habían fascinado las vidas de éxito a toro pasado. La gloria, el reconocimiento, el dinero, todo eso llega, pero demasiado tarde; se recompensa a un montón de huesos. Esta excitación póstuma resulta casi perversa cuando conocemos la vida de sufrimientos y humillaciones del artista. ¿Querríamos nosotros vivir nuestra más bella historia de amor a título póstumo? Y Jeanne..., sí, pobre Jeanne. ¿Podía ella imaginar que algún día la gente se daría empujones para ver su rostro confinado para siempre dentro de un marco? Bueno, verla: entreverla, más bien. Antoine no entendía qué interés podía tener contemplar cuadros en semejantes condiciones. Por supuesto, es una oportunidad de acceder a la belleza, pero ¿cuál era el sentido de esa observación en medio de una aglomeración, apurada y angustiada, y parasitada por los comentarios de los demás espectadores? Antoine trataba de escuchar todo cuanto se decía. Había comentarios luminosos, hombres y mujeres realmente conmovidos al descubrir en directo esos Modigliani; y otros nefastos. Desde su posición sedente, Antoine iba a recorrer todo el espectro de la sociología humana. Algunos no decían: «He estado en el Museo de Orsay», sino «Me he hecho el Orsay», un verbo que delata una especie de necesidad social; prácticamente una lista de la compra. Esos turistas no vacilaban en emplear la misma expresión para los países: «Me hice Japón el verano pasado...». Así pues, ahora los sitios te los haces. Y cuando vas a Cracovia, te haces Auschwitz.
Los pensamientos de Antoine eran sin duda amargos, pero al menos pensaba; eso suponía salir de la zona letárgica en la que vegetaba desde hacía un tiempo. Gracias a la multitud incesante, escapaba de sí mismo. Las horas habían pasado a una velocidad loca, al contrario que los últimos días, en los que cada minuto se había revestido de un manto de eternidad. Como estudiante de Bellas Artes primero y profesor después, se había pasado la vida en los museos. Allí mismo, en Orsay, se recordaba recorriendo las salas durante tardes enteras. Jamás habría imaginado que regresaría años después en calidad de vigilante. Ese papel le proporcionaba una visión del todo distinta del funcionamiento de un museo. Seguramente, sus vagabundeos actuales le permitirían enriquecer su comprensión del mundo del arte. Pero ¿acaso tenía importancia? ¿Volvería a Lyon sin más un día de estos y retomaría su vida? Nada era menos seguro.
Mientras él se desviaba hacia incertidumbres existenciales, un colega se le acercó. Alain, que así se llamaba, vigilaba el otro lado de la sala. Varias veces a lo largo de la jornada le había dirigido pequeños gestos amistosos. Antoine había respondido mediante la activación de un rictus ínfimo. Los colegas de paso en un mismo trabajo se entendían entre ellos.
—Vaya día, ¿eh? Qué locura... —arrancó, resoplando.
—Sí.
—Ya tenía ganas de que llegara el descanso.
—...
—La verdad, tal y como lo pienso te lo digo. Esta mañana he llegado y he pensado: a ver esto no vendrá mucha gente. Yo no conocía a Modigliani. Sinceramente, el tío..., chapeau.
—...
—¿Te apetece tomar una birra después del curro? Estamos molidos, nos sentará bien.
—...
El prototipo de callejón social sin salida. Decir «no» era retratarse como un desagradable. Antoine quedaría señalado, se hablaría de él, lo juzgarían. Y él quería evitar a toda costa causar revuelo. La paradoja era insoportable, pero, para que se olvidaran de él, lo mejor era mezclarse con los demás. La única escapatoria habría sido la invención inmediata de una excusa: una cita importante o una familia que lo esperaba en casa. Pero eso requería cierta capacidad de reacción, un arte instintivo del escaqueo. Todo aquello de lo que Antoine ya no estaba dotado. Cuanto más tiempo tardaba en responder, menos escapatoria tenía. Pese a que su único sueño era volver a casa, al final respondió:
—Muy buena idea.
Dos horas más tarde, los dos hombres se encontraban en la barra de un bar. Antoine bebía una cerveza con un perfecto desconocido. Nada le resultaba natural; hasta el sabor de la cerveza en su garganta era extraño.* El hombre hablaba sin cesar, lo cual representaba el lado bueno de la situación. Antoine no tenía que asumir el más mínimo tema de conversación. Observaba el semblante de su interlocutor, lo que le impedía captar íntegramente sus palabras. A algunas personas les cuesta mirar y escuchar al mismo tiempo; Antoine formaba parte de esta categoría. Alain era tan imponente que parecía extirpado de un bloque de piedra. A pesar de su apariencia basta, sus gestos no eran bruscos; incluso podía afirmarse que eran delicados. Transmitía la impresión de ser un hombre que trataba de refinarse, pero al que le faltaba eso que la gente llama habitualmente «encanto». Sin ser feo, su rostro se asemejaba a una novela cuyas páginas uno no siente las ganas de pasar.
—Pareces distinto al resto —declaró al cabo de un momento.
—¿Ah, sí? —respondió Antoine, ligeramente inquieto ante la idea de que pudiera distinguirse entre la masa.
—Tienes un aire ausente. Estás, pero no estás.
—...
—Hoy te he mirado varias veces, y he visto que tardabas siempre un poco en reaccionar a mis gestos.
—Ah...
—Debes de ser muy soñador, sencillamente. Fíjate, para hacer este trabajo no hay criterios. Es lo bueno. Hay de todo. Estudiantes de arte, artistas, pero también empleados a los que se la suda la pintura. Funcionarios de la silla. Yo un poco formo parte de ese grupo. Antes era vigilante nocturno en un garaje. Estaba hasta las narices de ver coches pasar. La ventaja de los cuadros es que no se mueven.
—...
En ese momento, Alain se embarcó en un largo monólogo, la clase de monólogo que quizá dura todavía hasta ahora. Se lo notaba deseoso de compensar una jornada transcurrida en silencio, sentado. Se puso a hablar de su mujer, Odette o Henriette, Antoine no había conseguido retener el nombre pronunciado de pasada. Desde que trabajaba en Orsay, Alain tenía la impresión de que ella lo admiraba más. Y eso lo hacía feliz. Había añadido: «Al final, uno busca constantemente la consideración de la persona amada...». De repente, su tono se había teñido de una pizca de melancolía. Un poco de poesía se ocultaba, tal vez, en los intersticios de aquel físico abrupto. En ese instante, Antoine desconectó por completo, repentinamente arrebatado por un sentimiento paranoico. ¿Por qué aquel hombre lo había observado varias veces durante el día? ¿Qué quería de él? Tal vez no se le hubiera acercado por casualidad. Una idea le rondaba la cabeza. Antoine temía que alguien intentara encontrarlo. No, no, era una hipótesis absurda. Alain trabajaba en el museo desde antes que él. No era plausible. Pero, aun así, había insistido en ir a tomar algo. Antoine sentía que perdía el control de la situación. Ponía en duda cada instante real, hasta el más anodino.
Ahora quería marcharse, interrumpir brutalmente el momento. Pero era imposible; de nuevo la incongruencia de tener que mostrarse lo bastante sociable como para no llamar la atención. A la vez que un miedo incontrolable lo asediaba, intentaba sonreír un poco al azar, siempre en momentos que no cuadraban con las observaciones de Alain. Al cabo de un rato, este último terminó por desenmascararlo:
—Perdona, te estoy aburriendo con mis movidas. Ya veo que no me estás escuchando.
—No, no... No me aburres en absoluto.
—Si quieres, te cuento cosas un poco más graciosas.
—...
—¿Sabes lo que le preguntó un tipo a un colega del Louvre un día?
—No.
—Que dónde estaba la Gioconda de Leonardo DiCaprio.
—...
—¡La Gioconda... de DiCaprio! Hay cada fenómeno por ahí suelto... Tiene su gracia, ¿no?
—Sí —convino Antoine con voz siniestra.
Se despidieron poco después. Mientras volvía a casa, Antoine se asustó ante la idea de que aquella pequeña salida se convirtiera en el principio de una espiral. Había aceptado por prurito de discreción, pero no se acabaría nunca. Estaba claro que Alain era de los que organizan cenas en su casa para presentar a su señora. Y por fuerza llegaría un momento en que le harían preguntas, demasiadas preguntas. Estaba adentrándose en un terrible callejón sin salida. Tenía que inventarse algo enseguida, quizá una enfermedad grave, o un pariente al borde de la muerte; en cualquier caso, era necesario pensar excusas con antelación. No podía improvisarse así como así el escaqueo de los demás.
5
Al día siguiente por la mañana, Antoine llegó antes de tiempo. Esperó delante de los arcos de seguridad hasta que llegaron los guardas jurado. Ir a un museo es como coger un avión. Depositó las llaves en una bandejita de plástico y pasó por debajo de la puerta metálica sin provocar ningún pitido. Experimentó cierto alivio, pero el guarda preguntó:
—¿Y el teléfono? ¿Dónde está?
—No tengo.