Óscar de la Borbolla
04/03/2019 - 12:00 am
Por qué no nos entendemos
Resultaría tan anormal que una tarde viendo el celaje nos diéramos cuenta de que es exactamente igual al del día anterior: las mismas nubes en los mismos sitios, los mismos vanos dejando pasar la misma luz, el colorido del crepúsculo cambiando igual del naranja al violeta... y luego al día siguiente una vez más lo […]
Resultaría tan anormal que una tarde viendo el celaje nos diéramos cuenta de que es exactamente igual al del día anterior: las mismas nubes en los mismos sitios, los mismos vanos dejando pasar la misma luz, el colorido del crepúsculo cambiando igual del naranja al violeta... y luego al día siguiente una vez más lo mismo. Dos gotas de agua podrán parecernos iguales porque no podemos prácticamente notar sus diferencias, pero nunca las flamas de una fogata nos parecerán iguales, ni una ola al compararla con otra ola.
Todos las cosas de este mundo son únicas. Nunca son idénticas aunque las integremos en series y les demos un nombre universal; entre esas cosas existe cuando mucho un parecido de familia, como de hermanos o, mejor aún, de medios hermanos y, sin embargo, para la razón miope que sólo aprecia abstracciones todos los objetos de una serie son como gemelos monocigóticos.
Decía Kant que la razón funciona sintetizando experiencias y así crea los conceptos, y es verdad: la avalancha de sensaciones que nos llegan por los sentidos van ordenándose con las palabras: un tornado de impresiones sensibles se convierte en "silla", y otro huracán de sensaciones se aquieta cuando lo nombramos "mesa"... todos los sustantivos son esas abstracciones con las que nuestra razón disfraza el caos de las impresiones sensibles para permitirnos estar ante un mundo digerible, ya que el lenguaje, por decirlo de algún modo, momifica la diversidad y la aquieta para que tengamos la falsa impresión de que las cosas son como simplificaciones en el discurso, es decir, abstracciones.
El lenguaje orienta nuestros sentidos: no vemos sino el croquis a que alude la palabra, de hecho vemos verbalizadamente, y cuando no contamos con la palabra la cosa se nos escapa o pasa inadvertida para nuestra percepción.
Hay un lenguaje más abstracto aún que el que empleamos a diario: el lenguaje matemático, con él damos un tirón más hacia lo abstracto, y no sólo porque las cosas son numeradas, sino porque se integran en conjuntos y hablamos de ellas a través de estadísticas y de porcentajes que, sin embargo, reteniendo tan poco de lo real, nos enseñan su funcionamiento y su estructura radical. No deja de ser paradójico que cuando menos aspectos tiene una cosa, cuando la convertimos en mera cifra, sea cuando realmente se nos vuelva inteligible. Lo señalaba el mismo Einstein al decir que siendo la matemática un producto de la máxima abstracción humana cuadre tan bien con el mundo.
Es paradójico que la experiencia inmediata sea una selva de detalles incomprensibles y cuando la decantamos abstrayendo sus particularidades, cuando la aislamos hasta su más vacía expresión, podamos entenderla y descifrar su naturaleza. No es raro, por lo tanto, que lo concreto (concreso en latín significa: lo que crece junto), contra lo que cabría suponer, sea lo que menos entendemos, y que quienes están ante nosotros, con toda su plenitud, e incluso conviven con nosotros, suelan resultarnos incomprensibles.
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