La muerte es tema universal de la expresión humana. El sentido con que se le cuida, la familiaridad, la ternura, la sencillez con que México considera la muerte, su obsesión que, no siendo trágica ni fúnebre, sino nupcial y natal, su cotidianidad inmediata, su visibilidad imperiosa y serena. Las calaveras de Posada –tzompantlis, coatlicues desgranadas— son el motivo más profundo y revelador de su obra y de sí.
Por Luis Cardoza y Aragón
Ciudad de México, 4 de febrero (SinEmbargo).- A propósito del aniversario de José Guadalupe Posada, compartimos este ensayo que se publicó en la revista-libro no. 67 Día de muertos II. Risa y calavera de Artes de México. En él, Luis Cardoza explora las posibles fuentes de las que abrevan las obras de Posada y reflexiona en torno a ellas; en torno a la muerte y vida expresadas en el lenguaje popular.
José Guadalupe Posada (Aguascalientes, 02 de febrero de 1851) nació cuando la tremenda herida de la intervención norteamericana de 1947 sangraba a borbotones: México había perdido más de la mitad de su territorio; vivió en su niñez y adolescencia las convulsiones causadas por las leyes de Reforma, la Intervención francesa y las luchas de Juárez; además de la dictadura de Porfirio Díaz y la gestación y triunfo inicial de la Revolución con la entrada de Madero a México. Cuando Huerta traiciona y asesina al presidente Madero, Posada había vivido casi solo y pobremente, después de haber trabajado en numerosos periódicos, en ilustración de libros, carteles de corridas de toros, circos, teatros y más. Posada no era un artista que se acercaba al pueblo. Para empezar, seguramente no se creía artista. Ignoraba su estado de gracia cotidiano. No olvidemos la integración –perdón por la palabra— con el autor del “corrido” (Constancio S. Suárez, y otros, posiblemente) y con la gracia del tipógrafo. Tenían la sensibilidad de lo que eran: pueblo mexicano; la imaginación, el sentido de su fabulación, el genio o la inteligencia de objetivar, de darle forma con las ilustraciones, las palabras, el tono, el ritmo de los cantadores populares. Es decir, estos hombres no se acercaban al pueblo, no eran populares: eran pueblo. […] Sus calaveras no sólo tienen connotación crítica o satírica; tienen también connotación elogiosa o festiva: su aprovechamiento común en México antes de Posada y después de él, por la gran popularidad que les dio –“el tótem nacional”, escribió Juan Larrea— alcanzó a ser la característica más honda y original del arte popular mexicano.
La muerte es tema universal de la expresión humana. El sentido con que se le cuida, la familiaridad, la ternura, la sencillez con que México considera la muerte, su obsesión que, no siendo trágica ni fúnebre, sino nupcial y natal, su cotidianidad inmediata, su visibilidad imperiosa y serena, su risa manante más que un gemido, encierran la sabiduría no aprendida de una concepción cósmica y lúdica, como perpetuamente maravillada, peculiarísima de México y que proviene de tradiciones precortesianas entretejidas con las del medioevo europeo, con sus danzas macabras y juicios finales; pero la muerte mexicana, una muerte vital, un canto a la vida, sublimada en los sacrificios, no nos trataba como hombres, sino como dioses. Las calaveras de Posada –tzompantlis, coatlicues desgranadas— son el motivo más profundo y revelador de su obra y de sí. El extranjero parece escuchar hoy, mejor que el mexicano, lo que vive detrás de ese narcisismo de la muerte. La claridad de la intención evidencia un hambre secular de lo sagrado, la estratificación del mito, macerado en lo reflexivo y en lo más fantástico. Ante el absurdo de la muerte no cabe la tragedia, sino el humor; y a sus preguntas responde con jovialidad. […] Su respuesta: la certidumbre de que ella, la muerte, es para siempre. Y estalla una rebelión mágica en la que hombres, mujeres, niños y animales se despojan no sólo de sus máscaras, también de sus carnes; ya no desollados, sino roídos por un tiempo que los relojes no pueden ni soñar. Se reconquista la identidad definitiva; el yo se vuelve todos, y no sólo el otro. Esta salida matinal hacia lo primigenio, Posada la hace para nosotros sin sospecharlo, como el mago de feria que saca del pañuelo palomas de verdad. […] Este Posada –con la oreja puesta sobre la tierra, oyendo su latido—, es el que más me emociona. Aquí está la sed de ser piedra y de no serlo: sus palomas reales. Sed desmesurada de una “cruda” remotísima y sin término. […] Hay una nublada conciencia libertadora de la servidumbre del hombre a la muerte, la obsesión creativa de un “corazón que está brotando flores en la mitad de la noche”, himnos a la noche de una muerte no llorada sino sonreída, florida y cantada con la lira y el arco heraclitanos. La comunión, cuando devoramos el cráneo de azúcar, es un ritual desprevenido, apenas traspuesto, del erotismo de los sacrificios […] La muerte y la vida son en México una medalla tan tenue que sólo una cara tiene. El agua bendita sobre el ascua de la pasión azteca alumbra, llama y la cruz en la frente del miércoles de ceniza se mezcla con la sangre de los sacrificios: tal confluencia ocurre en las calaveras de Posada, con la naturalidad del mar de fondo de la inocencia, en la golosa tarascada del niño a la calavera de azúcar. Posada, en primer término, después de Orozco y los grabadores del Taller de Gráfica Popular, se valieron de las calaveras en las sátiras, en las odas populares (Corrido de Stalingrado, de Leopoldo Méndez, por ejemplo), con una amplitud de sentimientos y pensamientos en que la calavera se empleó no sólo por la fecha en que el Taller las hacía y las sigue haciendo (2 de noviembre, Día de Muertos), sino porque ejercen una gran fascinación sobre la fantasía popular. No son temas peyorativos del arte popular mexicano –las calaveras de azúcar, los féretros de dulce, las tibias y los fémures de caramelo, los judas, las máscaras, los muñecos de cartón, etcétera—, por la vehemencia del recuerdo y por el sabor de tal orientación.