Hay una palabra que no se asomó jamás en los cuatro discursos que por la tragedia de Ayotzinapa ha pronunciado el Presidente de la República, Enrique Peña Nieto: perdón. Es un concepto al que otros gobernantes han recurrido, en los años recientes, para salvar su imagen o en medio de crisis sociales. El filósofo español Francesc Torralba lo define para este texto como “un valor esencial, no sólo en la vida privada, sino también en el espacio público. Un acto valioso para rehacer los vínculos y ganar en credibilidad”.
De credibilidad es justo de lo que carece en estos momentos el Presidente. Lo dicen las encuestas y lo dicen las movilizaciones. Estrategas en comunicación describen que su declaración patrimonial a cuentagotas, lo que ha dicho de la “casa blanca” o su plan de diez puntos para reasumir el Estado de Derecho, han sido poco efectivos. Y el caso Ayotzinapa ha generado, además, una “tormenta perfecta”.
Entonces, la petición de perdón se ha vuelto indispensable antes de emprender cualquier acción, dicen especialistas. Incluso la de solicitar licencia, como sugieren las pancartas de las marchas en estos días.
Pero suele asustar, por el arraigado presidencialismo, pensarlo siquiera en un mandatario mexicano. Sin embargo, es una opción real. Y podría ser efectiva…
Ciudad de México, 3 de diciembre (SinEmbargo).– El Presidente de México, Enrique Peña Nieto, ha pronunciado cuatro discursos sobre Ayotzinapa, la tragedia que mantiene una sombra deforme sobre su gobierno y que aún no encuentra final. Esos discursos –unas 40 mil palabras, cuando a las reformas le ha dedicado diez veces más que eso– se han deslizado en sólo tres tonos de voz: la lejanía, el regaño y la parquedad.
El de la lejanía lo usó el 6 de octubre cuando llamó “afectados” a los 43 jóvenes que se preparaban para maestros rurales en la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero, y que desaparecieron el 26 de septiembre en un rumbo de Iguala. Habían pasado diez días. El Presidente utilizó treinta y tres términos para decir:
“Lamento de manera muy particular la violencia que se ha dado y, sobre todo, que sean jóvenes estudiantes los que hayan resultado afectados y violentados en sus derechos en el Municipio de Iguala”.
Ocho días después, volvió a usar ese tono cuando dijo que el asunto lo resolvería la Procuraduría General de la República (PGR). En esa tonalidad se mantuvo el 29 de octubre al recibir en Los Pinos a los padres de los normalistas. Luego, se fue a una gira por China y Australia y el equipo de Aristegui Noticias develó que el mandatario poseía una casa de unos setenta millones de pesos con el amparo del Grupo Higa, un contratista consentido del gobierno.
Del tono del regaño se valió cuando regresó del viaje y dijo que no permitiría que le reclamaran justicia a través de la violencia y que otros “desestabilizaran” su proyecto de Nación. Su esposa, la actriz Angélica Rivera Hurtado, colgó un video en su portal cibernético oficial en el que sostiene que esa propiedad es de ella, la paga en abonos y, dadas las críticas, la pondrá en venta.
La parquedad, el Presidente la tuvo el 27 de noviembre, cuando anunció un plan de diez puntos para cimentar el Estado de Derecho.
No ha convencido a nadie. Los costos de esta credibilidad rota se observan en diferentes foros. “Saving Mexico”, un título periodístico apenas de febrero de 2014, parece de otra época. The Economist ya no dice que Peña Nieto es capaz de virar el timón de México hacia un amanecer y ha puesto en duda su capacidad política. “Nos faltan 43; Peña, Peña, dónde estás?” –le gritan manifestantes en la calle cuando piden la aparición con vida de los estudiantes. Y luego, el grito se vuelve uno y va rebotando al pasar por la Avenida Reforma, tomar el Eje Central, ingresar a la histórica 5 de Mayo donde se erige el Banco de México y llegar frente al Palacio Nacional: “¡Renuncia!” “¡Fuera Peña!”
El desplome en las encuestas habla también: al cumplir dos años de gobierno Enrique Peña Nieto llegó al nivel más bajo de aceptación que un Jefe del Ejecutivo mexicano haya tenido en veinte años en el mismo momento político, el 39 por ciento, según la encuestadora del diario Reforma y 42 por ciento, según la de El Universal. En la academia, Hugo José Suárez, del Instituto de Investigaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), quien ha seguido con fines de análisis las palabras peñistas desde el primer día de gobierno, hace un resumen: “Credibilidad es con lo que no cuenta el Presidente mexicano. Ni un ápice. Ni un gramo. Nada”.
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Hay una palabra que no ha utilizado y a la que otros gobernantes se han apegado en los años recientes cuando han perdido el rumbo por una crisis social: perdón. ¿Qué es? ¿Qué significa en Política? Francesc Torralba, filósofo y teólogo español, lo define para este texto como “un valor esencial, no sólo en la vida privada, sino también en el espacio público. Un acto valioso para rehacer los vínculos y ganar en credibilidad”.
El perdón, para este catedrático de la Universidad Ramon Llull de Barcelona, no es una derrota, ni un acto de debilidad, sino una expresión de dignidad y un acto de fortaleza, porque “supone reconocer el mal que se ha causado y al mismo tiempo, tener la audacia de decirlo”.
Enrique Toussaint, politólogo formado en la Universidad de Guadalajara, sostiene que por más que se discuta si el Presidente mexicano tiene o no responsabilidad en los acontecimientos de Ayotzinapa, él es el Jefe de Estado. “Y es él, y sólo él, quien debe reconocer el grado de gravedad de los problemas. A estas alturas, el perdón es necesario. La disculpa es necesaria. No hay salida posible del laberinto”.
Se trata de un perdón histórico que, a querer o no, el Jefe del Ejecutivo lleva sobre su investidura. “Él no desapareció a los normalistas”, expresa Carlos Páez Agraz, experto en análisis de palabras. “La tormenta mayor que es Ayotzinapa se produjo por una cadena de omisiones en la Historia de México. El resultado de ello, que pudo ser la colusión entre autoridades locales y federales, requiere una personalidad de Estado”.
Del perdón de Estado se comenzó a hablar luego de la Segunda Guerra Mundial. En diciembre de 1979, el entonces Canciller de la República Federal Alemana, Willy Brandt, se arrodilló ante el monumento erigido en memoria del levantamiento judío en un gueto de Varsovia. En esa posición, pidió perdón por los crímenes cometidos por el gobierno nazi de Alemania.
En los años recientes, los ejemplos de quienes han recurrido a esta forma política se desgranan:
Apenas el pasado 27 de octubre, Mariano Rajoy, Presidente del Gobierno de España, pidió perdón por los escándalos de corrupción acumulados en el país. En esa misma nación, Juan Carlos, quien fuera monarca, dijo dos años antes: “Me equivoqué; pero no volverá a ocurrir”, cuando se descubrió que mientras millones de sus compatriotas sufrían la crisis económica, él mataba elefantes en Botsuana.
El ex Presidente de Chile, Sebastián Piñera, lo hizo dos veces; una fue el 9 de agosto de 2013 por errores en la hechura del censo de población y otra, tres meses antes –el 21 de mayo– cuando rindió ante el Congreso la cuenta pública que equivale a un informe de Gobierno en México. La petición de perdón fue porque su gobierno no había estado al nivel de las expectativas, ni actuado de manera oportuna en algunos conflictos sociales.
Juan Manuel Santos, Presidente de Colombia, se valió de ese concepto el 23 de enero de 2012 cuando solicitó un perdón para el régimen que él representaba por la matanza del Tigre, sepultada por el olvido del sistema y que él quiso traer al presente. (El 9 de enero de 1999, un grupo paramilitar, atribuido su mando a Carlos Castaño, incursionó en Putumayo y mató a unas tres mil personas. Se han encontrado 533 cuerpos en fosas).
“Sin duda que estos perdones sirven y suponen humildad y empatía”, exclama Alberto Begné Guerra quien fue secretario ejecutivo del Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos (IFAI) de 2003 a 2004 y quien ahora es socio director de Estrategia y Comunicación Política de la empresa Primer Círculo. Si este experto tuviera que hacer una táctica para el Jefe del Ejecutivo, le quedaría, más o menos, así: “Hay que asumir primero que la crisis es muy delicada y gotea minuto a minuto con un costo de credibilidad. Después, se tratar de pedir un perdón histórico para este régimen que nos ha llevado a esta condición”.
Desde hace unos días, la página oficial de Enrique Peña Nieto en Facebook aparece saturada con comentarios y mensajes de cientos usuarios que exigen su renuncia. Son etiquetas como #RenunciaEPN, #FueraEPN, #RenunciaasesinoEPN, #DemandoTuRenunciaEPN y #2daLlamadaEPNRenuncia. Son decenas de líneas que repiten las etiquetas hasta conformar largos bloques de texto en los espacios de comentarios.
El politólogo Enrique Toussaint describe que la renuncia del Presidente es una opción complicada y aun así, el perdón es necesario en aras de entregarle algo de la calma robada a los gobernados. La renuncia sólo podría ser aceptada por el Congreso de la Unión si la justificación del Presidente fuera una circunstancia que lo incapacite para gobernar. Así lo dice la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en su artículo 86: “El cargo de Presidente de la República sólo es renunciable por causa grave, que calificará el Congreso de la Unión, ante el que se presentará la renuncia”.
Más allá de la probabilidad de su partida, ¿por qué estamos en este punto frente al Presidente? Toussaint exclama de inmediato a la pregunta: “El manejo de la crisis derivada de Ayotzinapa puede ser publicado como el manual de cómo no se resuelven las crisis”. Para Carlos Páez Agraz, analista del Discurso y fundador de la empresa AdQuat, que cuenta con una aplicación para medir la selección de palabras, el Presidente ha ido de error en error con un discurso “tardío y distante” que le ha cobrado factura con falta de empatía. Para el politólogo Alberto Begné hubo un precioso tiempo perdido en la reacción del gobierno federal. “Se fueron días en la configuración de lo que iba a decirse por la idea de que era un asunto de orden local mientras la indignación crecía en todo el país. Todo se acotó a la tierra caliente de Guerrero. Y así, se logró omitir a una sociedad desolada en todo el país”.
EL PRESIDENTE NO DA MALAS NOTICIAS
Una mañana, la estrategia de la palabra, fracasa. En el lado oriente de la casa oficial de Los Pinos, donde se encuentra la Dirección de Discursos de la Presidencia de la República, hay que virar. “Esto ya es crisis y hay que voltear por completo la dirección de las palabras y la oratoria”, dice una voz de mando en ese grupo que le elabora los discursos al Presidente. “El Presidente ya no puede improvisar. Regresemos al principio”, remarca esa voz.
Están lejos de lo que hace unos meses habían logrado. De repente, se ha quedado atrás la evolución que planeaban: más soltura en los brazos, más claridad a la hora de pronunciar, una mirada que recorra al público.
Esa misma voz de mando en el equipo de transición, en 2012:
–En realidad será fácil –le dijo a un miembro de su equipo ahora colocado en la Presidencia. – Se trata de acabar con la guerra.
–¿Acabar con la guerra? –respondió el interlocutor.
–Sí. Arte de la oratoria. No aludir, no mencionar, expulsar a la palabra “guerra”. Y con ella, todo lo que signifique; es decir, muertos y desaparecidos. Un Presidente no da malas noticias.
Así pasaron 12 meses. Un primer año en el que el Presidente emitió poco más de 300 discursos públicos y en los que jamás mencionó aquellas palabras prohibidas. Tampoco “muertos”. Tampoco “desaparecidos”.
El Presidente Enrique Peña Nieto se equivocó el 16 de enero de 2013 cuando le resultó imposible nombrar al Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos (IFAI); también al día siguiente, cuando dijo que en 1969 se había fundado el estado de Hidalgo; luego, el 22 de enero cuando al coordinador de los priistas en el Senado de la República, Emilio Gamboa Patrón, le puso el apellido del entonces coordinador en la Cámara de Diputados, Manlio Fabio Beltrones. El 26 de enero, durante la Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, en Santiago de Chile, rebautizó al entonces Presidente Sebastián Piñera. “Piñeras” o “Piñeiras”, lo nombraba Peña Nieto. El 3 de abril erró el Presidente al decir que Boca del Río era la capital de Veracruz. El 30 de mayo en la inauguración de la Expo Canitec, el Presidente dijo que Tijuana era un estado. El 23 de octubre, sufrió otro desliz cuando no pudo pronunciar la palabra “epidemiólogos”.
Al arrancar 2014, el equipo de Discursos de la Presidencia de la República le añadió modalidades a la estrategia de comunicación. El Presidente debía olvidar la cadena de errores. Mostrar más seguridad. Estar más cerca de los pobladores en la provincia. Ello era posible. El ciclo de las reformas estructurales estaba en curso en el Congreso de la Unión. Eran tiempos para relajar los ademanes y las palabras. “El Presidente debe aparecer en las fotos cerca de la gente y si de mujeres se trataba; mejor” –insistía una voz consejera a cargo del discurso presidencial, entendido esto por todo lo que dice y hace en público; y también, por lo que no dice ni hace.
Ello no significaba que el Presidente hablaría de seguridad, o de muertos, o de los desaparecidos del país. Ni siquiera porque 2013 resultó más violento que el de su predecesor, Felipe Calderón Hinojosa, según los datos en aquel momento disponibles en el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP). Durante los primeros 12 meses del gobierno de Calderón ocurrieron 10 mil 346 asesinatos. En los de Peña Nieto, 18 mil 454.
Para empezar, el atril –el inseparable artefacto en el que el mandatario mexicano basó sus palabras durante su primer año de gobierno– fue retirado. Peña Nieto tomaría el micrófono y se aventuraría a la improvisación. Debería emocionarse, conmoverse, bajar y subir la mirada. En febrero de 2014, el Presidente aparenta –con rebeldía– haber roto el protocolo. Parado en el centro del estrado, en Chilchota, Michoacán, dice que la distancia entre la población y “quienes somos autoridades” debe romperse.
Ese día, se permite bromear. “Primero, déjenme decirles, me da mucho gusto estar aquí en Chilchota, Michoacán… Y como me dijeron: Chil-cho-ta (aplausos, muchos aplausos), el Secretario de Gobernación, me dijo es con “l”. Porque yo, al principio decía Chichota, y es Chilchota, con “l”, que quede bien claro”. Y ahí aparece Crisanta, una mujer purépecha que le dice a Peña Nieto que apenas podía creer que él estuviera ahí, frente a ella. Lo besa y abraza como quien toca a un cantante o un actor admirado. El 9 de abril de 2014, el Presidente regresa a la comunidad y la busca. Los dos, entre carcajadas. Crisanta y el Presidente.
El atril ha vuelto. Otra vez, improvisar no le está permitido. Hay que entonar, subir la voz en señal de indignación. El Jefe del Ejecutivo se enfrenta así a la sombra de la tragedia. Que 43 estudiantes normalistas de la escuela de Ayotzinapa, Guerrero hayan desaparecido, ha logrado que el Presidente de la República, Enrique Peña Nieto hable por primera vez de la seguridad nacional. El jueves 27 de noviembre presentó un plan de 10 puntos para cimentar el Estado de Derecho. Todas las medidas están basadas en la desaparición de esos estudiantes que comían dos veces por semana. Se ha sabido que algunos de ellos caminaban dos horas para llegar al internado. Se ha dicho que eran muy pobres y que anhelaban ser profesionistas para darle clases a los miserables de los miserables.
Crisanta se ha quedado en el olvido.
EL PRESIDENTE DEBE IR A AYOTZINAPA
Durante dos meses, el pulso de la política mexicana se ha concentrado en la escuela normal rural superior Raúl Isidro Burgos. Es el escenario del dolor. Y del coraje. Los 43 normalistas que desaparecieron protagonizan una tragedia que aparece en las planas del mundo. Ayotzinapa es el lugar de encuentro de los dolientes, los héroes anónimos, los psicólogos voluntarios, los forenses y los policías científicos. Pero el Presidente Enrique Peña Nieto no ha estado ahí.
“El presidente no está in situ en Guerrero. Ese es otro error. Si sus declaraciones no han logrado empatía, si no pisa tierra caliente, estará alejado de la administración de la tragedia”, opina el politólogo Enrique Toussaint. Coincide el especialista en la palabra, Carlos Páez Agraz: “¿Cuánto va a tardar en despertar? Si no se apersona en Ayotzinapa, su discurso jamás estará completo”.
¿Acabará un día el clamor por los muertos? ¿Persistirá el “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”? ¿Se reforzará el “Fuera Peña”? son preguntas que palpitan. Los profesionales consultados recomiendan una agenda de respuesta que remiende los errores de comunicación. Porque después de dos meses de esa desaparición forzada y dos años de gobierno, no hay quietud en ningún rincón de México.