Jorge Javier Romero Vadillo
03/11/2022 - 12:04 am
El momento de la incertidumbre
López Obrador está dispuesto a todo para ser él quien defina la sucesión y en eso sí que se emparienta con los presidentes de la época clásica del PRI.
Ha comenzado el tramo final del Gobierno de López Obrador y la incertidumbre política aumenta día a día, con los contendientes internos de Morena a suceder al caudillo ya en plena campaña, los militares metidos hasta el fondo en el proceso político, los gobiernos locales atenazados por el bandidaje depredador y con el Presidente de la República empeñado en cambiar las reglas formales del juego, institucionalizadas en el último cuarto de siglo, por unas en las que él tenga ventaja en caso de un conflicto en torno al resultado electoral.
López Obrador ha vivido su carrera política en el conflicto. Por ello, desde su visión schmittiana de la política, donde todo se trata de quién contra quién, el caudillo del pueblo encarnado no encuentra otra forma de resolver su retirada más que con conflicto. Apuesta al enfrentamiento entre la oposición y su heredero y a que el resultado pueda ser muy apretado, por lo que el control de la autoridad electoral le permitiría la revancha contra sus adversarios por el pretendido fraude de 2006, mito fundacional de su misión histórica.
Sólo si la abyección y la estupidez política acaban por privar podría tener éxito el despropósito presidencial de convertir a las autoridades administrativas y judiciales encargadas de regular la competencia en competidores ellos mismos por el favor popular. La propuesta es una de las expresiones de falsa democracia que tanto le gustan al Presidente, el tipo de simulacro al que recurren los demagogos plebiscitarios para presentarse como una forma más directa de democracia que la representativa.
El fracaso de su reforma le puede servir al líder invencible como coartada frente a una derrota que acabe por no ser reconocida, con las Fuerzas Armadas convertidas en árbitro final de la disputa, con un INE debilitado y capturado por el nombramiento de nuevos consejeros y presidente: ahora estamos con la mirada puesta en que la Reforma Electoral no pase, pero aun sin reforma constitucional, López Obrador va a asaltar al INE con cambios en la legislación secundaria y con el Consejo General escorado a favor de Morena o, si no se logra el acuerdo para el nombramiento por dos terceras partes de la Cámara de Diputados, con un Consejo disminuido y sin recursos para frenar la avalancha clientelista a la que el partido oficial va a apostar para ganar las elecciones.
López Obrador está dispuesto a todo para ser él quien defina la sucesión y en eso sí que se emparienta con los presidentes de la época clásica del PRI. Sabe que su tiempo se acaba y quiere tener garantizada la retirada, porque durante su Gobierno se dedicó a ganar enemistadas poderosas. No quiere correr riesgos de un efecto bumerán que lo haga caer en desgracia, como tan frecuentemente ha ocurrido en la historia reciente de México, o quiere estar seguro de que si eso ocurre él va a gozar de la misma impunidad de la que han gozado sus predecesores.
El éxito de su estrategia depende, sin embargo, de qué tan bien resuelva el gran líder la inevitable crisis de sucesión dentro de su propia coalición. ¿Todos los contendientes están disciplinados de antemano? Lo dudo, porque los incentivos para mantener la lealtad y no optar por la salida son cada vez más bajos. El espacio de la oposición es muy amplio y las oportunidades para jugar en el proceso son variadas: una candidatura atractiva para una buena parte del voto del desencanto y que provenga del seno del lopezobradorismo primigenio puede ser crucial en la construcción de coaliciones rumbo a la elección presidencial y debilitaría sin duda las posibilidades electorales de Morena.
Lo que se ve ahora es una competencia grotesca de los precandidatos por ganarse el favor del caudillo, ser amparados por su sombra. La añagaza de la encuesta como método de selección del candidato justifica el ridículo nivel de la competencia, aunque todo el país sepa que la candidatura oficial de Morena se va a decidir en la soledad de Palacio Nacional, como antes la del PRI se decidía en la soledad de Los Pinos. Esa será la jugada decisiva de la contienda que viene, pues todas las estrategias políticas opositoras se definirán, como en los tiempos postrimeros del monopolio político, a partir de la definición de la candidatura oficial.
El Presidente no tiene plenamente garantizado el resultado final del proceso, por más que crea que tiene todo atado y bien atado. Gracias a la fuerte institucionalización de la no reelección, su retiro es inminente. Ese límite, desarrollado como bastión contra la personalización caudillista del poder, va a mostrar su gran utilidad histórica y va a impedir la consolidación de un régimen populista, basado en el pueblo encarnado, forma espuria de representación de la voluntad general. El mismo hecho sucesorio, aun cuando la o el ungido por el verbo sea el más leal, nunca será su encarnación y el juego político girará en torno a otros parámetros de coalición.
En el estado desastroso en el que se encuentra la oposición, hoy parece que la parte más relevante del juego sucesorio va a ocurrir en la cancha de Morena, pero todavía es pronto para saber cómo se configurarán los contendientes en 2024. La sociedad civil mexicana es bastante más compleja de lo que muchos analistas suponen y todavía puede jugar un papel relevante en la definición del tablero de candidaturas y alianzas. También será esa sociedad civil crucial a la hora de frenar a los tramposos que quieren controlar las reglas. La democracia debe ser, según les gustaba decir a los teóricos de la transición, la incertidumbre institucionalizada. Esperemos que la nuestra resista los intentos por garantizar el resultado de antemano.
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