Jorge Javier Romero Vadillo
03/10/2024 - 12:02 am
Otro dos de octubre y el ejército sigue ahí
"La militarización no se trata solo de la presencia de soldados en las calles, sino de un cambio profundo en el diseño institucional del Estado mexicano, que ahora no solo tolera, sino que legitima la intervención militar en asuntos que deberían ser resueltos por cuerpos civiles de seguridad".
Escribo este artículo al día siguiente de que Claudia Sheinbaum tomó posesión de la Presidencia de la República, en un aniversario más de la tragedia de la Plaza de las Tres Culturas, distinto solo por el gesto simbólico de la hueca disculpa de la nueva secretaria de Gobernación a las víctimas de la represión estatal de hace 56 años.
Que el nuevo gobierno pida perdón a nombre del Estado mexicano carece absolutamente de sentido cuando el cuerpo responsable de las muertes de Tlatelolco, pero también de la ilegal toma de la Ciudad Universitaria, del desalojo del Zócalo en la madrugada del 29 de agosto, de la batalla del Casco de Santo Tomás, y antes de aquel movimiento estudiantil, de la represión a los ferrocarrileros democráticos entre 1958 y 1960, de la represión al magisterio en 1956, de la persecución a los movimientos campesinos durante todo el régimen del PRI, así como de la guerra sucia de la década de 1970, no solo no ha rendido cuentas de sus actos, sino que ha seguido actuando de manera inconstitucional y con arbitrariedad durante lo que va de este siglo, avalado ahora con una reforma constitucional sin que haya rendido cuentas de sus acciones al margen de la legalidad ni haya sido objeto de cambios profundos.
La tragedia del dos de octubre de 1968 no habría ocurrido si dos cuerpos militares, el ejército y el Estado Mayor Presidencial, no hubieran sido movilizados para contener una protesta social pacífica y si no se les hubiera mandado a actuar en contra de su responsabilidad constitucional. La hipótesis que siempre me ha parecido más probable sobre los hechos de aquella aciaga tarde es la narrada por Luis González de Alba, quien atribuía la masacre a una chapuza, a la falta de comunicación entre dos cuerpos de las fuerzas armadas cuyos titulares desconfiaban el uno del otro y que no compartieron información sobre la operación del Batallón Olimpia para detener a los integrantes del Consejo Nacional de Huelga concentrados en el edificio Chihuahua durante el mitin.
Sea cual sea la razón de la mortandad, esta no hubiera ocurrido si el régimen no hubiera usado, una y otra vez, a las fuerzas armadas de manera inconstitucional como instrumento fundamental de sostenimiento del autoritarismo. El mito de que el régimen del PRI solo se sustentó en el consenso corporativo y clientelista no resiste el menor análisis histórico serio. El supuesto pueblo uniformado fue utilizado una y otra vez por los sucesivos gobiernos para la represión política y, después, durante los años democráticos, ha seguido actuando a espaldas de la Constitución como instrumento de control territorial, sin haber respondido por sus actos ilegales ni haber sido objeto de una reforma profunda en su organización y en sus maneras de actuar.
¿De qué sirve una disculpa vacua si, en lugar de que los militares dejen de ser el instrumento básico de la violencia estatal, se reforma la Constitución para que sigan actuando igual, pero ahora con el aval de un cambio constitucional impuesto por la tiranía de la mayoría? El ejército que asesinó estudiantes y transeúntes al caer la noche del dos de octubre de 1968 es el mismo que ahora usurpa no solo las tareas de seguridad pública sino muchos ámbitos de la gestión estatal que deberían ser responsabilidad del servicio civil si México fuera una democracia constitucional.
Pero al final, el principal legado que López Obrador le deja a la nueva Presidenta de la República es la constitucionalización de un nuevo régimen con armadura militar, precisamente lo que quiso evitar Venustiano Carranza desde su proyecto de Constitución reformada de 1916 y que incluso políticos que se ostentaron como generales, principalmente Calles, Cárdenas y Ávila Camacho, hicieron mucho por revertir. El fantasma del militarismo, presente a lo largo de toda la historia de México, ahora se ha insertado en el núcleo central del orden legal mexicano, con la normalización del papel de las fuerzas armadas en el control político, administrativo y territorial del país.
No puede haber mayor hipocresía que proclamarse como heredera del movimiento de 1968, mientras se celebra la legalización de la militarización de un Estado que nunca ha logrado completar su construcción como un cuerpo civil, profesional y de actuación plenamente apegada a la legalidad. Un Estado que nunca ha dejado de ser botín tanto de políticos como de militares, pero que ahora renuncia de manera abierta a limitar el poder castrense. La disculpa de la secretaria de Gobernación no es más que palabrería si el ejército no reconoce su participación y no se esclarece documentalmente la responsabilidad del Estado Mayor Presidencial en el trágico desenlace de aquel dos de octubre.
La militarización no se trata solo de la presencia de soldados en las calles, sino de un cambio profundo en el diseño institucional del Estado mexicano, que ahora no solo tolera, sino que legitima la intervención militar en asuntos que deberían ser resueltos por cuerpos civiles de seguridad y por agencias gubernamentales sujetas a la supervisión y control ciudadano. La expansión de las tareas militares a la construcción de obras de infraestructura, el manejo de puertos y aduanas, y la operación de empresas estatales no es un desliz momentáneo; es la consolidación de un modelo en el que la centralización del poder en manos del Ejecutivo se sostiene, una vez más, en la fuerza de las armas y en la disciplina castrense.
López Obrador ha cerrado su ciclo con un acto de traición histórica: tras haber prometido en campaña la retirada paulatina de las fuerzas armadas de las calles, concluye su mandato consolidando un sistema en el que el ejército es más fuerte y está más presente que nunca. La democracia mexicana se asienta ahora sobre un terreno minado, donde las instituciones civiles han quedado relegadas, subordinadas a un pacto de poder sustentado en el respaldo de la milicia. Y lo más grave es que, lejos de revertir esta dinámica, la nueva administración parece dispuesta a continuarla, entregando cada vez más poder a un ejército que nunca ha sido reformado ni ha aceptado los principios de la rendición de cuentas.
Se llenan la boca proclamando que el dos de octubre no se olvida, pero obviamente no aprendieron nada de él. Mientras el ejército siga ahí, sin reconocer sus responsabilidades pasadas y sin verse obligado a someterse al control civil, el verdadero duelo por Tlatelolco seguirá pendiente. Una democracia que se sostiene en las armas no es democracia: es solo un autoritarismo encubierto con votos.
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