HERMOSILLO, SONORA. Los viñedos se aprecian desde la orilla de la carretera de un solo carril en el poblado Miguel Alemán, una localidad agrícola de la Costa de Hermosillo, Sonora. Decenas de jornaleros pizcan uva y cargan cubetas hacia el camión recolector para obtener su paga.
Son las 9:30 de la mañana, las clases ya iniciaron y la primera jornada en la pizca de uva y hortalizas empezó desde las 6:00 horas.
Para los jornaleros la hora de trabajar llegó desde las 4:30 de la mañana. Don Apolinar y su hijo alcanzan a dar un sorbo a su café caliente y comer un taco de frijoles antes de encaminarse hacia los autobuses privados que los transportarán a los campos cuando todavía está obscuro.
Don Apolinar es un hombre de unos 45 años, viudo y con cinco hijos. Emigró del estado de Guerrero hacia Sonora 15 años atrás y tiene tres hijas y dos hijos. Al primogénito de los varones lo registró con su nombre: ambos salen a la pizca a trabajar por un sueldo a destajo y tres de los menores se quedan al cuidado de la hermana mayor de 11 años en una casa de adobe.
Apolinar R, de siete años, camina al lado de su padre con un balde vacío. El sol ya calienta en Miguel Alemán y el sudor resbala por las sienes de los jornaleros, quienes se cubren con paños la cabeza y la piel colorada y ennegrecida del cuello por los rayos solares.
El pequeño Apolinar es moreno, de cuerpo espigado, hombros huesudos, cabello y ojos negros y está descalzo. Sus pies pisan la tierra de Campo Nuevo, ubicado en el kilómetro 3.5 de unas de las carreteras del poblado.
Los surcos rebosantes de racimos de uva de mesa se aprecian, son cientos y en uno de ellos se interna Apolinar. Sus manos son pequeñas, perfectas para atravesar el arbusto y las delgadas ramas de los enanos árboles de la fruta. El niño sabe cómo hacerlo, aprendió primero a pizcar, antes que leer y escribir. Se sienta sobre uno de los surcos de tierra, arranca un racimo y come algunos frutos, respira un poco y se enjuga el sudor de la frente. Su cabello está mojado y el pequeño permanece sin hablar, observa un poco alrededor antes de retornar a la pizca.
Es septiembre, la temperatura dicen los diarios locales alcanza los 35 grados, pero la sensación térmica rebasa los 40, y Apolinar debe colocar 20 kilogramos de uva en una cubeta de plástico para ganar 1.50 pesos, tarifa que los dueños del campo pagan desde hace 10 años según los jornaleros.
Su padre lo acompaña para cargar el balde cuando está lleno durante la jornada de trabajo que termina con un descanso a las 11:00 horas y reinicia a las 13:00 para extenderse cuatro más. Deben llenar unos 40 baldes para cobrar entre 60 y 70 pesos al día.
Apolinar R. No está sólo. Es uno de tantos pequeños que trabajan en México. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), y según los resultados del Módulo de Trabajo Infantil 2009 de la Encuesta de Ocupación y Empleo (ENOE), en nuestro país son 3 millones de niños, entre cinco y 17 años de edad, los que realizan alguna actividad económica en el país; es decir, uno de cada 10.
El INEGI estima que 47.6% de los menores no recibe ingreso por su labor. De los que son remunerados, 49.3% obtiene hasta un salario mínimo, 35.5% hasta dos salarios mínimos y 15.2% más de dos.
Los datos del Instituto revelan que 39.3% de los niños realiza labores agropecuarias y 33.5% de las niñas son comerciantes o empleadas en comercios establecidos.
El reporte también plantea que 39.7% de los menores que laboran no asisten a la escuela; 27.2% están expuestos a riesgos en su trabajo y 31.9% trabajan más de 34 horas a la semana.
El Pañuelo
El camino de un carril se extiende y alrededor hay soledad y calor. Los matorrales secos y los cerros a lo lejos dibujan espejismos, mientras el vapor parece desprenderse del pavimento. En el kilómetro 45 de la carretera Hermosillo-Bahía de Kino, aparece la calle 36 que lleva a El Pañuelo, un campo agrícola propiedad de Héctor Herminio Ortiz Ciscomani, titular estatal de la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (Sagarpa), vicepresidente del Fondo de Fomento Agropecuario del Estado de Sonora (Fofaes).
Héctor Herminio Ortiz, quien enfrenta varias demandas interpuestas por su propio hermano, Rosalío Mario Ortiz Ciscomani –una de ellas consta en el expediente 1213/2008, un juicio mercantil en el juzgado II de Hermosillo por la posesión de las tierras donde se ubica el campo y el 0925/2008 del Juzgado III Civil de la misma ciudad–, no es el primer funcionario de quien se sabe emplea niños en los campos.
El periódico Reforma publicó, el 14 de agosto de 2000, que Vicente Fox Quezada –quien entonces era el Presidente de la República recién electo para gobernar durante el sexenio 2000-2006– empleaba en su rancho en Guanajuato a decenas de niños menores de 14 años en la siembra de cebolla y papas, por menos de siete dólares diarios y jornadas de ocho horas, seis días a la semana, a destajo y sin prestaciones.
El diario reveló que un autobús recogía a los pequeños diariamente a las 5:30 de la mañana, para trasladarlos al rancho de Fox Quezada, situación que 11 años después continúa ocurriendo en los campos agrícolas mexicanos.
De acuerdo con varias fuentes de la localidad, que solicitaron quedar en el anonimato por temor a represalias, de las cuales SinEmbargo.mx tiene grabaciones, en el campo El Pañuelo trabajan niños migrantes de Puebla, Guerrero, Oaxaca y Chiapas, más de 12 horas diarias, con edades que oscilan entre los 10 y 16 años de edad.
Diariamente un autobús de la compañía arriba a las 5:30 horas por los jornaleros adultos y menores que viven en el campo La Yuta. Entre ellos Perla, una jovencita de 16 años que trabaja en El Pañuelo desde las 6:00 hasta las 19:00 horas y estudia por las noches (19:30 a 22:00 horas) en una pequeña escuela ubicada al ras de la carretera, frente al campo donde habita.
El campo La Yuta está ubicado a la orilla de la calle 36, cuyo límite lo marca un alambre de púas que deja ver largos galerones de adobe, con techo de lámina galvanizada. Los hogares de varias familias de jornaleros que trabajan en la pizca de uva en El Pañuelo.
Los menores que se quedan en La Yuta permanecen al cuidado de los hermanos más pequeños. Muchos de ellos ni siquiera pueden ir a la escuela, pues los padres al concluir la jornada, prefieren que los hijos continúen al cuidado de sus hermanos, para ellos, descansar.
En El Pañuelo también viven menores con sus familias en galeras divididas en 10 cuartos –una familia por habitación–. En total, en El Pañuelo hay seis galerones construidos de ladrillo, con techos de lámina galvanizada.
Los niños carecen de camas y duermen sobre tablones y cartones. Están desnutridos y enferman con facilidad de diarrea, deshidratación y otras afecciones, relatan fuentes cercanas a los pequeños.
En El Pañuelo y en diversos campos agrícolas de la región, el salario oscila entre los 135 a 145 pesos diarios por persona. Por los menores se paga la mitad, aunque ellos no reciben efectivo, sino sus padres.
Berenice Calderón Gil, coordinadora del Departamento de Movilidad Laboral del Servicio Nacional del Empleo (SNE), declaró en mayo al periódico El Imparcial que llegarían ese mes a la temporada de la pizca de uva a Sonora 57 mil jornaleros provenientes de Puebla, Chiapas, Veracruz, Guerrero y Zacatecas, a laborar en 59 empresas agrícolas con tres campos cada una (177).
De éstos, alrededor de 25 mil campesinos se contratarían en el poblado Miguel Alemán en los campos Los Arroyos, Viñedo Prima, Agrícola Derramara, Santa Inés, Viñedo 2000, Viñedos Costa, Agrícola Don Roberto y El Pañuelito (El Imparcial, 03/03/2011).
Cuando la temporada de la cosecha de la uva concluyó, entre agosto y septiembre, algunos niños regresaron a las aulas, pero hay otros, que deben continuar con su trabajo a destajo en las hortalizas.
Trabajo infantil: grave en campos
Son las 7:30 horas en la Costa de Hermosillo y José Alán de 12 años; Jesús Iván, de 11 y Belén Adelina, de 9, esperan a la orilla de una de las carreteras de Miguel Alemán el autobús escolar que los transportará a una escuela rural del poblado.
Los tres niños se encuentran a las afueras del campo Milagro de Fátima, donde entre mayo, junio, julio y agosto se dedicaron largas jornadas a cortar tomate y llenar baldes, por una paga de 5 pesos por cubeta.
Esta es una realidad generalizada en la región, dice Betzabé Ruiz, maestra en la escuela indígena Tomás Martínez Cruz, ubicada en una colonia marginal del poblado Miguel Alemán.
Betzabé lleva cuatro años y medio como profesora en la Costa de Hermosillo. Durante este tiempo dio clases a los niños migrantes en distintos campos agrícolas en un radio de 20 kilómetros a la redonda.
Los Pinos, Rancho Sonora, El Capitán, El Pañuelo, La Yuta, Los Arroyos, le son nombres familiares por su labor en alguno de ellos y por el trabajo de varios maestros que, como ella, se enfrentan a diario a la situación de los menores.
“Los niños trabajan en la mañana y les dan clases en las tardes. Hay algunos que no tienen que comer. Viven en galeras, desnutridos, se van sin comer a las clases. Duermen en literas de fierro, sin colchón, debajo de los árboles, con falta de higiene y sí, hay unos que han perdido los dedos de la manita por accidentes con algún tractor”, dice la docente.
Olga Lidia Ortega, directora de la escuela, explica que al plantel asisten al turno matutino 325 niños de la etnia mixteca, triqui, mayos y zapoteca y que hace año y medio hay más asistencia en quinto y sexto grado –los más susceptibles de faltas por causa de trabajo infantil–.
Pero Betzabé dice que aunque el problema en la escuela del poblado disminuyó, es grave en las escuelas ubicadas en el interior de los campos agrícolas.
La última estadística del INEGI expone que 5.7% de los niños que trabajan en México se ganan la paga en lugares no apropiados o no permitidos y 4% tuvo un accidente, lesión o enfermedad que requirió atención médica.
Las cifras del Instituto no hablan de los pequeños jornaleros que mueren en los campos agrícolas de Sonora y Chihuahua, Sinaloa y Estado de México; pero el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, especializado en dar seguimiento a los menores jornaleros que emigran del estado de Guerrero a otras entidades para laborar como jornaleros, documentó la muerte de ocho niños entre 2007-2010, ocurridas por negligencia, accidentes y enfermedades; expedientes que permanecen impunes y sin investigar.
Muertes documentadas
Entre septiembre de 2010 a enero de 2011 salieron de Guerrero 7 mil 358 jornaleros agrícolas, de los cuales 3 mil 858 fueron hombres y 3 mil 500 mujeres a los campos agrícolas de Sonora, Sinaloa, Baja California, Chihuahua, Michoacán, Estado de México y Morelos, comenta Isabel Margarita Nemecio, coordinadora del Área de Migrantes del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan.
Del total de migrantes, 3 mil 309 fueron menores de 15 años y 450 de ellos desde cero a un año de edad, detalla.
El Centro de Derechos Humanos documentó ocho casos de muerte de menores ocurrida entre 2007 y 2010. Cada uno de ellos denunciado por la organización ante las autoridades, sin un seguimiento y resolución hasta el momento.
El primero es David Salgado Aranda, de ocho años, muerto el 6 de enero de 2007. El niño trabajaba en Agrícola Paredes, Sinaloa, cortando tomate y fue atropellado por un camión recolector cuando tropezó en uno de los surcos. Su acta de defunción dice que la causa de muerte fue por traumatismo craneoencefálico. Los dueños de la agrícola, un mes después, recibieron un premio por responsabilidad social por parte de las autoridades de Sinaloa.
“Lo que da a entender que la empresa cumplía con todos los requerimientos, entre ellos que no contrataba mano infantil. Esto es preocupante, porque habla de que hay una corrupción o protección. El mismo Javier Lozano, secretario de Trabajo y Previsión Social, en una reunión que sostuvimos con él, dijo que se le había otorgado la indemnización correspondiente a la familia de David: es mentira, porque el caso sigue impune, nunca se procedió formalmente”, declara Margarita Nemecio.
Los familiares del niño interpusieron una denuncia ante un Ministerio Público de Culiacán, Sinaloa; sin embargo, la empresa agrícola hizo firmar a los jornaleros un otorgamiento de perdón al momento de contratarlos y poco pudo hacerse.
“La mayoría de estos casos donde han muerto niños en la misma situación que la de David, los dueños de los campos los hacen firmar documentos sin asesoría legal, lo cual dificulta que la familia pueda proceder formalmente contra el agricultor”.
El segundo caso es el de Marcial Lozano, de 11 meses de edad, quien murió en el campo Isabelita, Sinaloa, en febrero de 2008, por una enfermedad diarreica.
La trabajadora social del campo agrícola respondió al abuelo del menor que “La empresa no brinda apoyos para traslados fuera del estado de Sinaloa, cuando se trata de recién nacidos. Los apoyos de traslados se brindan si son adultos y en este caso sólo se brindará para que sea sepultado en un cementerio cercano al campo”. Los dueños sólo apoyaron con mil 200 pesos para comprar la caja.
La tercer muerte corresponde a Estrella, de 11 meses, quien falleció calcinada en un viñedo de Estación Pesqueira, en San Miguel de Horcasitas, Sonora, el 23 de mayo de 2008.
La niña se encontraba en una cuna de cartón, dentro de una habitación de lámina de cartón de 4×5, con 14 niños más en una “guardería” improvisada al cuidado de una menor de 16 años.
“Hubo mucho encubrimiento por parte de las autoridades que dificultaron el obtener más información. No pudimos obtener el nombre del campo”, declara Margarita Nemecio.
El siguiente caso documentado por la asociación es el de Mario Fénix, de nueve años, ahogado en un estanque de riego de Agrícola Patoles, San Ignacio, Sinaloa, en abril de 2008, cuando cortaba pepino, chile y tomate en el lugar. Los padres no interpusieron denuncia por temor a represalias y el niño fue inhumado en Sinaloa. Jamás regresó a Guerrero.
Ismael de los Santos es el quinto niño muerto; tenía un año y ocho meses y fue aplastado por las llantas de un camión en el campo El Sol, de Agrícola Reyes. Sus padres trabajaban cortando ejote y sus parientes negociaron con el empresa y llegaron a un acuerdo, el cual Centro de Derechos Humanos, desconoce.
La sexta niña fallecida es Rosa de los Santos, de un año y tres meses de edad, en marzo de 2009, en el campo Arbaco. La pequeña enfermó y los médicos del Centro de Salud del lugar le suministraron medicamentos que no mejoraron su estado. La empresa agrícola no cubrió los gastos funerarios.
En julio de 2010 murió envenenada por agua con plaguicidas, Flora Jacinto, de cuatro años, en Agrícola San Ramón, Sonora. Las autoridades dijeron que la causa de muerte fue por el alto grado de destrucción y la compañía se deslindó de gastos funerarios y traslado. El cadáver de Flora permaneció cinco días en una funeraria de Hermosillo y fue finalmente enviado, gracias a donativos, al estado de Guerrero donde fue sepultada.
Silvia Toribio es la octava de la lista y murió en octubre de 2010, a los cinco meses de nacida, atropellada por un tractor recolector de tomate. La niña se encontraba dentro de una caja de plástico, que funcionaba como cuna y permanecía en unos de los surcos.
“La Secretaría del Trabajo realizó visitas a estos campos, pero ninguno ameritó una sanción. De los recorridos que nosotros hemos hecho y además de la atención que brindamos a la población migrante, la gran mayoría nos sigue diciendo que se sigue permitiendo el trabajo de niños. Se necesitan medidas duras, sanciones que erradiquen el trabajo infantil”, explica Nemecio.
Margarita Nemecio asegura que en cada uno de los casos documentados, hay una historia de indolencia e impunidad y hasta negocio redondo.
“Es una mina de oro para las funerarias, cobran carísimo. Nos hemos percatado de que ofrecen el mejor paquete a la familia que van desde los 15 mil a los 50 mil pesos, dependiendo del tipo de servicio, si se requiere un traslado, de la distancia del campo al cementerio. Los jornaleros tienen que solicitar préstamos elevados”.
Estación Pesqueira
En el Centro de Salud Rural de la jurisdicción número 1 de Pesqueira, Sonora, atiborrado de enfermos de diarrea y vómito, debido a los calores que no cesan con la llegada del otoño a la región, se encuentra Juana Gómez, de 22 años, sentada en el piso, recargada en la pared, en espera por atención médica.
Juana es originaria de Chiapas y hace un mes –como consecuencia de su mala alimentación y el trabajo rudo– abortó a su hijo, a los seis meses de gestación. Desde entonces tiene vómitos y ahora hay sangrado.
La mujer trabaja en la siembra de sandía en un campo de la localidad, al lado de su pareja Antonio Guzmán de 24 años. Ambos llegaron hace tres años para ganar 138 pesos diarios en Sonora, pero cuando ella mejore, los planes son regresar a Chiapas.
“Allá sembramos café y ganamos 80 pesos, pero podemos tener unas tierritas y animalitos. Ya nos queremos ir”, dice Antonio.
Como Juana y su pareja, son muchos los jornaleros que llegan a los viñedos y sembradíos de hortalizas a probar suerte, la mayoría son migrantes temporales, otros echan raíces, se casan y tienen hijos, como don Apolinar, quien carece de mejoría en su situación y cuyo hijo, Apolinar R. sigue los pasos de su padre muy de cerca; en edad escolar, camina cubeta en mano para llenarla con uva de mesa, todo por 1.50 pesos.