Ya sea mediante música narco, videos privados o pancartas públicas, algunos narcotraficantes mexicanos han pedido perdón. Pero después de décadas de violencia, donde uno de los hechos más recientes es el asesinato de dos sacerdotes católicos, ¿están los mexicanos dispuestos a perdonar?
Por Steven Dudley
Sinaloa, 3 de agosto (Insight Crime).- Tras unos 90 segundos de un típico narcocorrido sobre Ovidio Guzmán, uno de los tres hermanos que en conjunto son conocidos como “Los Chapitos” —una facción de la moderna iteración del poderoso Cártel de Sinaloa—, el cantante principal del grupo, Código FN, de repente hace un aparte.
“Y, por cierto, me disculpo por lo del ‘Culiacanazo’”, canta, haciendo referencia a la violenta agitación de octubre de 2019 contra las autoridades, que se presentó tras el arresto temporal de Guzmán en Culiacán, ciudad que durante mucho tiempo ha sido sede de Los Chapitos.
“Yo no pelié”, continúa el cantante haciendo referencia a Guzmán en el video, en el que aparece rodeado de vehículos en llamas, “pues la vida de mis hijas fue primero”.
El “Culiacanazo” paralizó a la ciudad por más de cinco horas. En medio del caos, el Gobierno se retractó y liberó a Guzmán. Pero los traficantes necesitaban resarcirse aún más. Durante los combates, entre ocho y 14 personas murieron, y muchas otras resultaron heridas. Los revoltosos incendiaron carros para doblegar a las fuerzas gubernamentales, y los tiroteos pusieron a cientos de personas en peligro y causaron el cierre de negocios y escuelas.
Y lo que es quizá peor, hombres armados invadieron los cuarteles del Ejército y secuestraron a varios familiares de los militares, cruzando una línea simbólica que durante mucho tiempo ha sido respetada por ambas partes (y que mantuvo una tregua tácita entre ellas en áreas como Culiacán).
Sin embargo, ese código, que aparentemente implica excluir a los “civiles” (e incluso a los familiares de los soldados alojados en territorio enemigo), nunca ha sido particularmente claro y es difícil de hacer respetar. Esto fue evidente recientemente, a fines de junio, en el norte de México, donde dos sacerdotes y un guía de turismo fueron asesinados, presuntamente por narcotraficantes que persiguieron al guía hasta una iglesia donde se había refugiado.
Como respuesta, la Arquidiócesis de México, en un editorial de confrontación poco común en su publicación semanal, le pidió al Presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) que “examine las estrategias de seguridad”. Y si bien la jerarquía de la Iglesia Católica quizá no habla en nombre de todo el clero católico (hace algunos años, otros sacerdotes prominentes, como Alejandro Solalinde Guerra, les han pedido “perdón” a los narcos, a quienes consideran víctimas de la economía neoliberal y la política corrupta), este es un barómetro importante.
Las “estrategias” se conocen popularmente como “abrazos, no balazos”, como referencia a lo que López Obrador planteó durante su campaña presidencial pero a lo que sólo le ha dado continuidad tangencialmente ya como Presidente. La idea es reducir las tensiones entre el Gobierno y los grupos criminales, y abrir un espacio para la reconciliación mediante una actitud menos represiva que la de sus predecesores.
Muchos consideran que el “Culiacanazo” es un claro ejemplo del abyecto fracaso de la estrategia. Un par de años después de los hechos, AMLO, como se le conoce popularmente, defendió ante los medios su decisión de liberar a Guzmán y retirar a las fuerzas de seguridad, diciendo que no quería “poner en riesgo a la población” ni a los “civiles”.
Pero AMLO ha utilizado a las fuerzas de seguridad para perseguir a los grupos criminales de la misma manera que lo han hecho sus predecesores. Ha seguido arrestando a los jefes de las organizaciones criminales y desplegando grandes cantidades de tropas para sofocar la violencia y la delincuencia.
Los resultados han sido diversos. Durante su administración, las tasas de homicidios apenas han disminuido un poco con respecto a los máximos históricos. Por supuesto, no todos estos asesinatos están relacionados con el crimen organizado, pero una buena parte sí lo están. Además, miles de personas han desaparecido o han huido de la violencia. Otras han sido reclutadas a la fuerza o traficadas por grupos criminales. Y otras más se han visto obligadas a abandonar sus negocios o las escuelas, como ocurrió el día del “Culiacanazo”, cuando la ciudad se detuvo abruptamente.
Los grupos criminales tratan de compensar estas barbaridades de diversas maneras: emitiendo declaraciones públicas en las que culpan a las autoridades o a los grupos rivales, comprando a las comunidades con proyectos de obras públicas, grandes festivales o donaciones, pidiendo justicia contra los perpetradores, o bien administrándola con sus propias manos.
Tras el asesinato de los dos sacerdotes, por ejemplo, varios supuestos miembros del Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG) publicaron un video en el que les pedían a otros grupos que no se metieran con sacerdotes, médicos o maestros.
“La guerra es entre nosotros”, lee uno de los enmascarados, quien se encuentra rodeado de otros hombres enmascarados y bien armados.
Cuando nada de esto funciona, los criminales suelen pedir perdón.
La primera declaración de Guzmán en las redes sociales se dio en 2019, cuando expresó en Instagram que le gustaría “disculparse por todas las acciones que se emprendieron”.
Para entonces, las narcodisculpas en voz pasiva eran ya casi tradicionales. En 2013, en un mensaje garabateado en una pancarta, los Caballeros Templarios pidieron “perdón” tras varios “comentarios y críticas” en Michoacán, territorio de donde son originarios. En 2015, después de numerosos enfrentamientos a tiros en Jalisco, el CJNG colgó docenas de pancartas por todo el estado, en las que tranquilizaban a la población diciendo que el “problema no es con ustedes”.
Y en 2016, mientras hablaba con un reportero, Rafael Caro Quintero, conocido narcotraficante que hasta hace poco era el fugitivo más buscado de México, pidió perdón a la “sociedad de México por todos los errores que cometí”, así como a la familia del agente de la Administración para el Control de Drogas (DEA) asesinado, homicidio por el que fue condenado a 40 años en una prisión mexicana.
No está claro cómo encajan estas disculpas en el plan de “abrazos, no balazos” propuesto por AMLO. Durante su campaña, planteó la idea de una “amnistía” para los narcos, “siempre y cuando se cuente con el apoyo de las víctimas, los familiares de las víctimas”.
Pero después de ser elegido, aparte de una referencia a la posibilidad de conmutar las sentencias de los prisioneros mayores de 65 años que habían sido torturados, ha enmascarado su idea del perdón con términos vagos y cuasi religiosos. Como Presidente, tampoco ha aclarado públicamente si está hablando de perdón judicial en forma de amnistía o indultos para los narcos; perdón religioso en forma de absolución sacerdotal o pastoral, o narcoperdón como el que Guzmán y Caro Quintero parecen estar pidiendo.
A muchos mexicanos quizá les da igual. Además de ciertos sectores de la jerarquía católica, las organizaciones de víctimas han rechazado esta estrategia blanda; de hecho, una destacada representante de las víctimas de la narcoviolencia lo resume muy bien cuando dice que no aceptarían “ni perdón ni olvido” en su lucha por obtener justicia.
Días después de la publicación del editorial de la Arquidiócesis, parecía que las dos partes tendrían un acercamiento, luego de que la Conferencia del Episcopado Mexicano emitió un mensaje en el que pedía “unirnos para pedir por la paz”. AMLO, en una de sus conferencias de prensa matutinas, dijo que “apoyaba” dicho llamado, pero no se comprometió con ninguna acción en concreto.
Así, las cosas parecen estar claras: el perdón no provendrá fácilmente de una sociedad desangrada y maltratada durante años de conflicto, ni siquiera de una institución que se basa en esa misma premisa.