De continuar la profundización de la grieta entre bandos en el Movimiento al Socialismo, las probabilidades de una victoria de la oposición aumentan.
Por Pablo Biderbost y Guillermo Boscán
Universidad de Salamanca
Madrid, 3 de julio (TheConversation).- De acuerdo con el recuento realizado por el Washington Post, Bolivia ha tenido, durante su vida independiente, más de 190 intentos de golpes de Estado y procesos revolucionarios. Los profesores Jonathan Powell y Clayton Thyne, ambos investigadores de la Universidad de Kentucky, habían contabilizado, según recuerda Adam Taylor, 23 intentos de sucesos de este tipo en el país latinoamericano desde la década de 1950 hasta mediados de 2016, con 11 circunstancias en las que se logró modificar el orden legal y político.
En el ambicioso (y excelente) proyecto de investigación de estos autores, se definen los golpes de Estado como “intentos ilegales y manifiestos de los militares u otras élites del aparato estatal de desbancar al ejecutivo en funciones”. Los intentos que resultan exitosos, en sus palabras, son aquellos abordados como escenarios en los que los golpistas (o quienes trabajan para ellos) obtienen el control del poder al menos durante una semana.
A este historial se le deben añadir dos eventos que, por su cercanía en el tiempo, aún dividen aguas no solamente entre los ciudadanos bolivianos, la clase política de este país y la comunidad internacional, sino también entre politólogos y sociólogos políticos especializados en América Latina.
El primero de estos acontecimientos tuvo lugar en noviembre de 2019 cuando, ante las acusaciones por parte de la Organización de Estados Americanos de la comisión de fraude en las elecciones presidenciales y de múltiples e incrementales protestas callejeras, el entonces Presidente Evo Morales y quienes le continuaban en la línea sucesoria procedieron a renunciar a sus cargos, abandonando muchos de ellos el territorio nacional y solicitando la condición de asilados políticos en diferentes países.
El propio Presidente Luis Arce, en una entrevista recientemente concedida a Rafael Correa (antiguo Presidente de Ecuador), describe el episodio de finales de la pasada década en una misma frase aparentemente contradictoria como “vacío de poderes” y como “golpe de Estado”.
LA GUERRA FRATRICIDA EN EL PARTIDO GOBERNANTE
El segundo evento reciente evidentemente complejo, cuyo análisis sobre causas y consecuencias no logra concitar acuerdo alguno, ha tenido lugar la última semana de junio de 2024.
En un contexto de profunda crisis económica y de guerra fratricida en el partido gobernante Movimiento al Socialismo (MAS), la recientemente destituida máxima autoridad del ejército (Juan José Zúñiga) accedió con soldados y tanquetas a la Plaza Murillo con el aparente objetivo de propiciar un cambio gubernamental.
Después de una inicial condena tanto por parte de ambos bandos en el partido a cargo del poder ejecutivo como por parte de la mayoría de la oposición, tuvieron lugar acusaciones mutuas entre el sector del MAS liderado por Evo Morales y aquel que responde al actual Presidente, Luis Arce.
Los primeros (el bando evista), basándose en la cercanía personal del actual primer mandatario con el líder de la asonada, sostienen que lo que ha acontecido realmente es un intento de autogolpe de Estado que persigue el propósito de reconstruir la autoridad presidencial hoy debilitada en dos planos.
Desde el punto de vista económico, esta ausencia de fortaleza es producto de la incremental inflación (anecdótica en comparación a la observada en la vecina Argentina, pero elevada en relación a los registros en el pasado reciente en la nación andina) y de la ausencia de divisas como consecuencia de los cambios en los precios internacionales de los bienes exportados tradicionalmente por Bolivia y de las insuficientes inversiones realizadas para poder dotar de músculo a los volúmenes exportables.
Desde el punto de vista político, el enfrentamiento entre ambas facciones del MAS ha generado una dinámica de semiparálisis del poder legislativo y de presunta captura de resortes del poder judicial que agrava el cuadro financiero.
Por el contrario, el bando arcista sostiene que Evo Morales persigue aspiraciones extremadamente personalistas, olvida a las organizaciones sociales que auparon a su proyecto político y que solamente pretende retornar al poder incluso cuando el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo Electoral le han vetado tal posibilidad.
Le echan en cara cierta actitud de desagradecimiento ante lo que fue la actitud del Presidente Arce de advertir directamente a Evo Morales las terribles consecuencias que hubiese tenido, a nivel individual, el eventual éxito de la asonada golpista. A ello, le suman el hecho de que la acción de Zúñiga fue 24 horas posterior a su cese, decidido desde el Gobierno, como autoridad militar como consecuencia de haber amenazado a Evo Morales con detenerle.
¿QUIÉN PARTICIPÓ EN EL ÚLTIMO GOLPE?
Para este sector, el jefe de la intentona golpista, hoy detenido preventivamente por acusaciones de terrorismo y alzamiento armado, ha venido planificando sus acciones en los últimos meses mediante una cuidada, aunque deslucida, estrategia de posicionamiento político de su figura.
En un contexto como el descrito, solamente el paso del tiempo podrá permitir identificar tanto la cadena causal tras el supuesto intento de golpe de Estado como el conjunto de personas, militares y civiles, que pudieron estar directa o indirectamente implicados en el proceso.
Lo que sí resulta claro es que, de continuar la profundización de la grieta entre bandos en el Movimiento al Socialismo (única hipótesis de trabajo que hoy parece plausible porque aquella que sugería que el intento de golpe de Estado obraría de factor de acercamiento entre ambos sectores ha sido descartada por las declaraciones de evistas y arcistas), las probabilidades de una victoria de la oposición aumentan.
Los ciudadanos suelen castigar en las urnas el mal desempeño económico de los partidos oficialistas, pero también imponen sanciones, absteniéndose de participar (votar) a los partidos o coaliciones que no saben gestionar privadamente (y, por tanto, sin generar externalidades negativas) sus disensos internos.