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Melvin Cantarell Gamboa

03/07/2024 - 12:05 am

Poder Judicial, leyes y elección de jueces

En nuestro país, por ejemplo, las leyes no han sido el medio idóneo para que reine la justicia, sino herramientas para velar por ciertos intereses y proteger los abusos del poderoso

Los diálogos sobre la reforma al Poder Judicial.
“En nuestro país, por ejemplo, las leyes no han sido el medio idóneo para que reine la justicia, sino herramientas para velar por ciertos intereses y proteger los abusos del poderoso. Para que en un país impere la justicia, es necesario que las leyes guarden correspondencia con los grandes problemas nacionales y el movimiento histórico del pueblo y que los legisladores formulen leyes en función del momento que vive el país”. Foto: Mario Jasso, Cuartoscuro

Tercera y última parte

“Las buenas palabras y los buenos sentimientos son baratos, pero el desconocimiento y las acciones eficaces son caros; y en nuestro caso son más caras todavía y están por llegar” 

Carlos Marx.

El rey de Prusia y la reforma social por un prusiano.

Las leyes son normas y reglas que se establecen para la recta justicia; sin embargo, “debiéramos ser hombres primero y ciudadanos después. Lo deseable no es cultivar el respeto por la Ley, sino por la justicia. La única obligación que tengo derecho de asumir es la de hacer a cada momento lo que crea justo. Se ha dicho y con razón que una sociedad mercantil no tiene conciencia; pero una sociedad formada por hombres con conciencia es una sociedad (necesariamente) con conciencia. La Ley nunca hizo a los hombres justos y, debido al respeto que les infunde, incluso los bien intencionados se convierten a diario en agentes de la injusticia” (Henry-David Thoreau. Desobediencia civil y otros escritos (1848), Tecnos. 1987). Efectivamente, si en una sociedad lo que pasa por justo es el texto de la Ley, es probable que lo que ésta dicta no se corresponda con la naturaleza de la justicia, en tales casos, hay que modificar y actualizar la Ley, pero, si tomamos en cuenta que hacer justicia implica la mediación del juzgador, entonces, si éste no resuelve los conflictos legales con decisiones justas e imparciales, hay que cambiar a los jueces; si ni uno ni otro hacen justicia con equidad y rectitud, hay que rehacer las leyes y substituir a los que tienen autoridad y potestad para juzgar; pues ni las leyes ni los jueces pueden estar por encima de la dignidad de la persona, de su derecho a la existencia, a la subsistencia alimentaria, a la protección legal de los más débiles, de su cuerpo, su salud, su identidad y de los cuidados y atenciones convenientes;  la utilidad de las leyes es innegable, pero para que tengan efectos reales, los jueces en cada caso han de plantearse las siguientes preguntas morales: ¿Qué debo hacer? ¿Cómo debo comportarme? Ahora bien, como el compromiso del juzgador no es con una clase, sino con personas de distintos niveles sociales, sus determinaciones requieren de enfoques diversos de abordar la Ley. Cada caso ha de ser un asunto, un momento crucial en que el juzgador debe guiarse por la ética práctica sin prejuicios, orientado sólo por los sentidos de equidad (Aristóteles), igualdad (Revolución Francesa) y moralidad (que definen los programas neuronales de carácter ético que ha incorporado a su ethos personal); éstos, pues, son los fundamentos que dan cuerpo a la razón pública que moverá el compromiso que los sujetos encargados de impartir justicia tienen con lo que es correcto para alcanzar el bien general y que son el tema de este artículo. 

En nuestro país, por ejemplo, las leyes no han sido el medio idóneo para que reine la justicia, sino herramientas para velar por ciertos intereses y proteger los abusos del poderoso. Para que en un país impere la justicia, es necesario que las leyes guarden correspondencia con los grandes problemas nacionales y el movimiento histórico del pueblo y que los legisladores formulen leyes en función del momento que vive el país. En nuestro medio, desafortunadamente, ha imperado la definición jurídica por encima de los problemas concretos. Este fenómeno, que se conoce como juridicismo, privilegia los preceptos y las palabras por encima de la realidad, es decir, ahí donde debiera imperar la sensatez, lo vivido, lo práctico y lo efectivo los jueces hacen lo que los nominalistas: pensar la Ley en conceptos y abstracciones, lo que les da libertad, según las circunstancias, de prescribir prácticamente a capricho y ponerse más cerca de la particularidad y los intereses del más poderoso, lo que evita una juridicidad centrada en la totalidad social, pues interpretan el texto de la Ley como arma para sojuzgar al de menor fuerza; ahora bien, cuando esta juridicidad adopta una postura doctrinaria, institucional e ideológicamente rígida seguramente, como pensaba Vico, la justicia se adapta a relaciones de conveniencia, normalmente en favor de la clase dominante y en prejuicio del sometido.

En México la primera Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, firmada el 4 de octubre de 1824, nació con el fin de instaurar y normar un Estado de Derecho que frenara el mando y el abuso de los grupos beligerantes y de los hacendados; se creyó ingenuamente, que con la solo promulgación de la Ley serían vencidos todos los males, incluyendo los producidos por la dominación extranjera, para, de esta manera, dar orden, progreso y bienestar al país; sin embargo, nuestra primera Carta Magna resultó ser un ensamble de piezas de origen diverso y una calca de la Constitución de los Estados Unidos, que no tocaba ni la superficie de nuestras necesidades y problemas. La Constitución de 1857, si bien consolidó el proyecto de Nación, diluyó los grandes cambios esperados para el pueblo, al reducir su contenido a cuestiones superestructurales: la Ley de Iglesias que reformó la relación del Estado con la Iglesia, la defensa de los derechos del hombre, libertad de expresión, el establecimiento de un sistema democrático nacional, ratificación de la división de poderes, pero dejó de lado los grandes problemas sociales, los más sentidos por el pueblo. La Constitución de 1917, producto de la Revolución Mexicana, opta por la reivindicación de las causas populares: campesinos, trabajadores y derechos sociales, los artículos 27 y 123 son de excelente factura, bien redactados, tomados de los mejores ejemplos del mundo, pero que nunca, excepto con Lázaro Cárdenas, se cumplieron del todo por la falta de correspondencia de éstos con la realidad, y por la corrupción política y la ausencia de autonomía de los poderes Legislativo y Judicial.

Para colmo, entre 1992 y 1993, con el pretexto de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte o TELECAN (por sus siglas en inglés) arrancan una serie de cambios constitucionales que han causado graves daño al patrimonio nacional y a la soberanía nacional. Todo empezó con Jaime Serra Puche, Secretario de Comercio y Fomento Industrial de Carlos Salinas de Gortari, que vendió al pueblo mexicano la idea de que el tratado respetaría íntegramente el texto de nuestra Constitución y nuestras leyes; sin embargo, se enviaron al Legislativo decenas de reformas constitucionales; un ejemplo, cuando un grupo de senadores, encabezado por Alfonso Martínez Domínguez, líder de la cámara alta, informó al Presidente Carlos Salinas de Gortari que el tratado violaba más de 80 artículos de la Constitución, no dijo vamos a revisar el Tratado, le ordenó a los senadores: “Cambien la Constitución”, a sabiendas que ese documento respondía a los intereses extranjeros de los Estados Unidos. Después de 25 años se han producido miles de controversias por incumplimientos de México al tratado, de las que sólo se ha ganado una que presentó Carlos Slim, pero no con abogados mexicanos, sino defendida por un despacho neoyorkino.

Contrariamente a lo que pretenden las teorías filosóficas jurídicas y muchos atávicos juristas nacionales, el poder popular sobre el poder judicial es posible, pero no puede reducírsele a la mera elección de los juzgadores, hay que cambiar muchas otras cosas, ejemplo, crear las condiciones legales que deben reunirse para que ministros, magistrados y jueces se vean obligados a obedecer al pueblo, a la Constitución, al derecho, a las leyes y que velen por la justicia, la concordia, la equidad y la paz, dando a cada uno lo que corresponde con el inquebrantable criterio de equidad, igualdad y moralidad; por estas razones, para dictar sentencia se requiere integridad irreprochable, honorabilidad y someter la propia conducta y actuación a criterios guiados por programas neuronales de carácter ético. ¿Qué hacer?

Primero, nada de leyes ambiciosas, ni grandes fórmulas electorales, sino procedimientos sencillos fáciles de comprender que dejen en claro que es la colectividad la que tiene la decisión en sus manos: cuidar que no sea una muestra más de esa “rutina de la razón descaminada” que guía los puntos de vista de políticos como Gabriel Mancera que tuvo la puntada de decir que “si 10 mil candidatos a jueces piden espacios para sus en spots en televisión abierta, ya no se vería ningún programa” o lo que opinaron los senadores de la oposición quienes dijeron “que la propuesta del Presidente es complicada porque prohíbe (a los candidatos a las judicaturas) el financiamiento público o privado para sus campañas y sólo pueden promocionarse en los tiempos oficiales de los medios electrónicos”. ¿Y la defendida independencia de los juzgadores no se compromete al recibir dinero de personas o grupos desconocidos?

Segundo, en las democracias el mandato de la mayoría decide; para el caso que nos ocupa, que lo haga a partir de las condiciones y circunstancias actuales, y no de conceptos o discursos de los posibles candidatos, por excelente que sea su construcción teórica, sino que provenga de una probada inclinación por lo justo, y de la eticidad y moralidad probada de quien aspire a ser árbitros de la justicia. 

No obstante, cuando se busca transformar un sistema jurídico, no es suficiente abordar uno de sus defectos, por ejemplo, la elección de ministros, magistrados y jueces, por ese camino difícilmente se llegará a una solución de fondo; por esta razón, el eje de la actual discusión debiera ampliarse al sistema jurídico entero: el derecho, las leyes y la Constitución misma, si de lo que se trata es de superar los arcaísmos y obsolescencias que actualmente arrastra el Poder Judicial, por ejemplo, las leyes que se refieren a dos problemas inseparablemente ligados a causales de delitos: la pobreza y la marginación, pues a mayor pobreza mayor criminalidad, a mejor distribución de la riqueza menor criminalidad.

¿Quiénes pueden curarlos? No los mismos que los han provocado ni a partir de libros de derecho o copiando soluciones extrañas a la idiosincrasia de nuestro pueblo; con esto quiero decir, que no podemos dejar el tema en manos de barras de abogados, profesores de derecho o dueños de famosos despachos que preparan y envían cabilderos para detener, suavizar o modificar a conveniencia las reformas de Ley al comprar el voto de los diputados para detener toda iniciativa que lesione los intereses de sus clientes; para nuestra desgracia, normalmente solo alcanzamos a ver los pequeños vicios del burocratismo, que las élites han aprendido a aprovechar en su favor.

Ahora bien, dado que no existe un remedio universal ni bastan las “buenas intenciones” hay que intentar, por primera vez en nuestra historia, escuchar al mayor número de interesados en participar en el diálogo y obedecer su mandato en las urnas, no porque se posea una sólida formación académica o teórica, sino porque esa mayoría es quien padece los males y, a partir de sus problemas es como hay que edificar la superestructura legal; de no hacerlo así o negarle al ciudadano común el acceso a la discusión porque no domina el derecho equivaldría a amputarle las extremidades inferiores a la reforma judicial, pues no podría sostenerse sobre los pies y su ausencia sería una aberración que dejaría sin soporte lo que se acuerde.

Por otro lado, hay que tener presente que bajo la expresión “sociedad mexicana” no se incluye solamente al Gobierno, la oligarquía y los intelectuales, es decir, la iniciativa privada nacional, los empresas y la inversión extranjera, los profesionales del derecho, los “comentócratas” y opinionistas de los medios, también forman parte de la población del país los obreros, campesinos, empleados, jóvenes profesionista, la clase media, organizaciones defensoras de los derechos de las minorías, de los derechos humanos y otras muchas de carácter popular que reclaman ser invitados y que tienen mucho que aportar. Hay que aprovechar que México es en este momento un país altamente politizado y sensible a los grandes problemas nacionales, a los sufrimientos de la población marginada y consciente de las inequidades del neoliberalismo.

En conclusión, la perversión del Poder Judicial no es un defecto de carácter procesal o político, la causa principal es el sistema de mercado y sus efectos bajo la forma de  daños y perjuicios que le ha infligido la corrupción, la criminalidad, los delincuentes de cuello blanco, los intereses oligárquicos, los cárteles, los lavadores de dinero, etc., etc.; sin cambiar éste estado de cosas, que repito, no son defectos, sino vicios y males sociales producto de esa extraña relación de los jueces con sus prevaricadores, no se remedia sino extirpando de raíz las causas que lo hicieron posible, incluyendo las leyes. Condición que sólo puede revertirse cuando el Estado y el pueblo organizado se vean y traten como iguales, en que el Estado se vea como organizador de la sociedad y como el mandatario de un pueblo mandante.

Melvin Cantarell Gamboa
Nació en Campeche, Campeche, en 1940. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es excatedrático universitario (Universidad Iberoamericana y Universidad Autónoma de Sinaloa). También es autor de dos textos sobre Ética. Es exdirector de Programas de Radio y TV. Actualmente radica en Mazatlán, Sinaloa.

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