LECTURAS | “Cinta Negra”, de Eduardo Rabasa

03/06/2017 - 12:03 am

Cinta negra es una parodia tremendamente divertida sobre el mundo de la gran empresa y el ascenso social. Un croquis de cómo algunas corporaciones impulsan en su seno estructuras de secta en las que el acceso a lo más alto de la cadena de mando es sinónimo del ascenso a los cielos.

Ciudad de México, 3 de junio (SinEmbargo).- La cinta negra —o cinturón negro como se dice en España— es el máximo reconocimiento profesional al que se puede aspirar en Soluciones, una empresa moderna como la que más, que se dedica a solucionear soluciones por encargo. Toda una dedicación —un servicio en alza— en esta época de inventiva sin límite.

Los personajes que cobran vida en Cinta negra—moldeados con la arena de un mundo de despiadada competición profesional y emocional, repletos de carencias afectivas— y las situaciones en las que desarrollan sus capacidades —los métodos de trabajo de Soluciones, el taller de amaestramiento de pobres por medio del arte, etc.— tejen una historia lúcida, ágil e irónica que disecciona con gran tiento el mundo empresarial y la vida cotidiana.

Cinta Negra, de Eduardo Rabasa. Foto: Especial

Fragmento del libro Cinta negra, de Eduardo Rabasa, publicado con autorización de Pepitas de calabaza

Si con su primera novela —La suma de los ceros, editada por esta misma casa editorial (y por surplus); y ya traducida a francés, inglés y alemán— Eduardo Rabasa dejó claras sus grandes habilidades como escritor, Cinta negra es la prueba de que estamos ante una nueva y poderosa voz en la que si bien resuenan los clásicos (Orwell, Swift…) su visión del mundo es única.

Cada vez que la megafonía de Soluciones emitía la tonada que anunciaba los mensajes de su director, el señor Sonrisa, los asociados entraban en un trance de anticipación. De manera coreográfica, procedían a anotar su interpretación del ulular mediante el cual se les comunicaban los principios que conformaban el credo de la empresa. Una mañana confundible con cualquier otra, Fernando Retencio salió del elevador durante la emisión de uno de aquellos mensajes:

—Uuuiiiaaooo biisphoorseee caattroollluuuu…

Conforme caminaba hacia la estación de trabajo que la pizarra electrónica colocada en el vestíbulo le había asignado para aquel día, gozaba para sus adentros al contemplar los esfuerzos fútiles de sus compañeros por descifrar las expectativas del señor Sonrisa:

—Mmaaaoooeebbrriii iiivuvuninooopeeel…

Saludaba con la cabeza a los asociados con los que habría de compartir espacio durante la jornada laboral. Hacía tiempo que renunciara al intento de aprenderse los nombres de cada uno. Tanto por razones prácticas como existenciales, era un gasto inútil de energía. Por una parte, la pizarra que computaba sin cesar la posición relativa en el escalafón de la empresa era tan implacable como caprichosa: Retencio no recordaba haber repetido alguna vez de manera consecutiva ni sitio ni compañeros de estación en los más de cinco años que llevaba formando parte de Soluciones. Entablar un vínculo estrecho con quien mañana podría mirarte con recelo o altivez, según lo que arrojara la lotería laboral matutina, podía resultar decepcionante, como lo atestiguaba la progresiva normalización de los asociados: la frescura del talento que los llevara a ser elegidos como solucionadores daba paso a una opacidad fundamentada en la envidia generalizada. En el momento menos pensado, alguno de los Pérez intercambiables, ya fueran hombres o algunas de las pocas mujeres que trabajaban en Soluciones, era susceptible de buscar ventajas que los ayudaran a ascender de rango, disfrazando la maniobra de una charla casual. No por nada Retencio se sabía más astuto que todos ellos combinados:

—Jjjaaauuurrriiiiii ceeeuuueeuuu aabrichtliii…

Plantado frente a la silla giratoria fabricada en serie, abarcó con la mirada el panorama correspondiente al nivel asignado por la pizarra, el del primer piso, lo cual le permitía suponer que se avecinaba un día de relativa calma. Aunque nunca podía saberse con certeza. Retencio había atestiguado la caída de solucionadores que creyeron haber descifrado el método patentado por el señor Sonrisa para procurar el mejoramiento continuo de la empresa. Aun si la experiencia le sugería que los clientes conducidos al primer piso suponían un rango menor que aquellos atendidos en el segundo, la incertidumbre constituía un pilar tan fundamental de los principios de Soluciones, que más valía estar atento de manera permanente.

Entre su lista de reglas absolutas, Fernando Retencio había aprendido que la solución más evidente jamás era la idónea, a pesar de que en casos específicos pudiera llegar a serlo. No para Soluciones. En ese caso, ¿para qué los contrataría el señor Sonrisa, si habrían de limitarse a realizar lo que cualquier otro podía ofrecer? Si acaso deseaban seguir formando parte de Soluciones, los asociados debían distinguirse, entre varias características esenciales, por una creatividad tan única que los clientes la encontraran adictiva: varios habían subestimado las necesidades de un cliente de rango menor, con lo que se veían repentinamente despedidos, finiquitando el trámite al recibir una copia de la carta de renuncia que firprensa maran al momento de ser contratados: desde el punto de vista jurídico, todo despido era en sentido estricto una partida voluntaria.

—Aaaaauuuulllllbbbrrrrrieieieieieie…

Con aire satisfecho, Retencio permanecía impasible mientras sus compañeros aguzaban el semblante en busca de una mejor comprensión de los designios del director. Para la inmensa mayoría se trataba de un esfuerzo vano. Sus días como solucionadores llegarían a su fin más pronto que después. Sólo unos pocos, los elegidos a cuya estirpe Retencio no tenía ninguna duda de pertenecer, continuarían avanzando hacia la eliminación de aquellos residuos falibles tan inherentes a la especie. Incluso al interior de esos pocos, había ciertos niveles reservados para aquellos con la capacidad de trascender las barreras que limitaban el destino del resto:

—Jjjssttpshuushuuushuuu jjssttpshuushuuushuuu…

Que los demás se apresuraran por anotar en balde aquello que fingían comprender. Fernando Retencio extrajo de su mochila la libreta donde llevaba un registro meticuloso de las máximas del señor Sonrisa. Tomó con delicadeza la pluma fuente alojada en el bolsillo de su camisa de cuadros multicolor y procedió a apuntar con esmero:

nuestra misión como solucionadores consiste en ayudar a los clientes

a encontrar su propia narrativa

Reprimiendo las ganas de subirse a efectuar un baile de la victoria encima de la estación de trabajo prefabricada, tomó asiento para entregarse a la siguiente bifurcación del camino que había sido llamado a recorrer. Cada nueva solución lo aproximaba otro tanto a la meta a la que había consagrado sus empeños. Cada segundo registrado por el reloj digital de números rojos dispuesto en las distintas paredes de la casona lo acercaba un milímetro más al cumplimiento de su más profundo anhelo: alcanzar el rango de cinta negra.

Como parte de su formación, Retencio procuraba mantener a raya las abstracciones sin ningún valor concreto. En alguno de los cursos había leído que toda mente contiene un enemigo interno, cuyo único propósito es sabotear el potencial de la existencia que lo aloja. Los expertos aún no conseguían ponerse de acuerdo sobre si su persistencia se debía a una inteligencia malévola, o simplemente a su instinto de supervivencia, pero en la práctica resultaba en extremo difícil de eliminar. Por ello la ciencia farmacéutica optaba por intentar silenciarlo. El demonio interior de Retencio mostraba una tenacidad particular, cuestión que lo obligaba a estar cobijado por una gama de pastillas proporcionadas por el Dr. Lao, médico del alma de Soluciones. Aun así, ante un mínimo descenso de la tranquilidad inducida, o alguna distracción por parte de Retencio, se abrían las compuertas que permitían la salida de ideas inútiles, recuerdos enterrados, gritos inaudibles y demás estrategias operadas por Retencio para impedirse a sí mismo llegar a ser el sí mismo que sabía debía ser. Particularmente por las noches, resultaba agotador.

Mientras aguardaba que su computadora portátil terminara de encenderse, entornó la mirada lo suficiente como para registrar un tumulto indeseable agolpándose. Por reflejo, palpó el frasco alojado en el bolsillo de su pantalón azul marino. Por si acaso, lo destapó sin mirarlo y vertió un par de pastillas sobre el cuenco que formaba con la otra mano. Como buen tipo duro, Retencio se preciaba de no requerir líquido alguno para tragárselas. Acentuó el movimiento de su garganta para asegurar que no se quedaran adheridas a medio camino. A los pocos minutos se presentarían los efectos: bendito Dr. Lao. Envalentonado por la solidez del escudo, permitió la aparición de una de las incomodidades que se colaba de manera más recurrente:

¿QUÉ ES LA CINTA NEGRA?

Retencio disponía de un arsenal de respuestas apegadas a los procedimientos detallados en los manuales para solucionadores, autoría del señor Sonrisa. Sin embargo, esa mañana se encontraba dispuesto a permitirse una pequeña escapada filosófica. Abrió de nuevo su libreta y zanjó la trampa con una frase contundente:

LA CINTA NEGRA ES ANTE TODO UN ESTADO ESPIRITUAL

¿Y si los cintas negras…? Basta. Había sido suficiente. Con un movimiento sorpresivo alzó la cabeza para sorprender a alguno de los Pérez adyacentes que pretendiera espiarlo. O no había sido tan veloz, o se encontraban absortos en las pantallas de sus respectivas computadoras, tecleando inanidades que jamás estarían a la altura de las soluciones ideadas por Retencio. Los contempló de reojo en busca de un patrón que los definiera. Pese a la manifiesta diversidad de los seis Pérez que compartían con él la estación de trabajo poliédrica, Retencio se vio bañado por una serie de reflejos caleidoscópicos idénticos entre sí, que destilaban cada uno a su manera ese brillo tan específico de lo plástico.

Antes de comenzar con las soluciones del día, recordó que había olvidado algo en su coche, y se levantó para ir al estacionamiento subterráneo. De camino al elevador, escuchó a sus espaldas el sonido de los pompones y las matracas que provocaban sudor frío hasta en el solucionador más seguro de sus capacidades. Se trataba de las chicas que conformaban el escuadrón habilitado para cada ocasión en la que Soluciones debía prescindir de alguno de sus asociados. El protocolo dictaba que Retencio retornara a su puesto de inmediato, para no desairar a las chicas en caso de que estuvieran precisamente buscándolo a él. Sabía que no era el caso. Sin el apetito de presenciar la caída de alguno de los Pérez, aminoró el paso para permitirse escuchar las primeras estrofas de “La canción del despido feliz”.

Al pulsar el botón del elevador, se divirtió recreando cómo las chicas ataviadas de porristas —con una minifalda blanca de pliegues que caía justo hasta el comienzo de la rodilla y un ajustado suéter con una S bordada en el pecho— rodeaban al Pérez elegido para brindarle una última experiencia inolvidable como miembro de Soluciones, bailando en sincronía conforme entonaban a coro:

Adioooós Adioooós

Ya no le sirves a Solucioneees

Good bye Good bye

Vete de aquí

No nos molestes yaaaa

Ciaooo Ciaooo

Pero no pongas carita tristeee

Au revooooiiir

Au revooooiiir…

Al cerrarse la puerta del elevador, Retencio continuó tarareando la tonada en su cabeza. Se sorprendió ligeramente al encontrarse solo, sin la habitual presencia del único empleado propiamente dicho de Soluciones, pues el resto tenían rango de asociados: José Dromundo, el conserje ancestral. Se encontraría realizando algún recado para el señor Sonrisa. El dedo de Retencio dio la orden para ser trasladado al estacionamiento. Seguramente en el trayecto hacia su coche recordaría aquello que se dirigía a buscar.

Al salir al estacionamiento quedó temporalmente cegado por el contraste entre la atmósfera de luz intrusiva, característica de las oficinas de Soluciones y la penumbra casi total del entorno, complicada por el hecho de que los cajones asignados no fueran fijos, sino que estaban divididos por zonas que agrupaban cada día a solucionadores de puntuación similar. Una de las múltiples tareas de José Dromundo consistía en vigilar que cada coche estuviera en su lugar. Retencio no tenía conocimiento de que alguna vez tuviera que denunciar a nadie. El único cajón inamovible correspondía al señor Sonrisa, quien estacionaba los distintos modelos de su colección de autos clásicos en un rincón del fondo, al lado del elevador particular que, relataba la leyenda, conducía directamente hasta su oficina, situada estratégicamente en el tercer piso de la casona. Retencio aún no conocía en persona ni la oficina ni a su dueño: sería una de las primeras prerrogativas que esperaba obtener tan pronto alcanzara el grado de cinta negra.

Cuando sus ojos azules procesaron la oscuridad hasta un punto que le permitiera moverse, avanzó en dirección casi opuesta a la de su coche. Lo guiaba un destello amarillento, que traslucía a través de una cortina de tela percudida y una ventana con un marco de cuadros que exhibía un cristal roto, remendado por un pedazo de cartón: Retencio se disponía a averiguar si el holgazán de Dromundo seguía postrado en alguna de las dos habitaciones que componían su hogar. Se aproximó por el lado de la cocina, para corroborar que su mujer no estuviera en casa, y después avanzó con paso firme hacia la fachada de la estancia principal. Tanto la cama matrimonial como la litera se encontraban hechas, señal de que la familia Dromundo había comenzado sus obligaciones de la jornada. Con la palma abierta, Retencio comenzó a golpear el marco de la ventana con una fuerza que hacía retumbar la casa entera. Tras breves segundos de pausa, emprendía los golpes con renovado vigor, como increpando a la ventana por la ausencia del inquilino, hasta que advirtió el abrirse hacia fuera de la puerta del baño: ahí se encontraba Dromundo, sentado en el escusado con los pantalones hasta los tobillos, dispuesto a atender el estridente llamado.

—Pinche Dromundo huevón, ¿qué haces aquí a estas horas? —saludó Retencio con un dejo de alivio—. Que trabajen los burros mientras tú te das la buena vida, ¿no, cabrón?

—Muy buenos días tenga el ingeniero maestro —reviró con buen ánimo el conserje—. ¿Cómo cree? Si ya sabe que aquí desde que sigue oscuro hay que ganarse el pan. Nomás bajé rápido a atender un asunto urgente.

Déjeme termino y ahorita salgo a saludarlo.

—Siempre te sales con la tuya —añadió Retencio en tono regañón—. Aquí te espero, así que no te tardes. Lávate bien las manos o ya sabes…

—No se preocupe, que los viruses se van con lo demás.

La puerta del baño volvió a cerrarse.

A través de la cortina sucia, Retencio escrutó la recámara donde dormía el matrimonio Dromundo, junto con sus dos hijos pequeños. Se conmovió al percatarse de su doble fortuna: a diferencia de la gente como él, los Dromundo vivían únicamente con lo necesario, evitando las angustias producidas por anhelos artificiales que jamás conocerían. Encima, la pareja contaba con la suerte de poder vivir en el mismo sitio donde trabajaban, ahorrándose los inconvenientes asociados con el tráfico de la metrópolis que habitaban. Y los niños aún eran muy pequeños para ir a la escuela, así que podían pasar el día entero con su madre, jugando a hacer la limpieza en la planta baja de la misma casona que en los pisos superiores alojaba a Soluciones. Dentro de poco estarían en edad escolar, y entonces la familia Dromundo tendría que decidir sobre su futuro, caviló Retencio, pero de momento gozaban de una situación envidiable.

—Ora sí, ¿cómo van esas soluciones suyas? ¿Ya listo para quebrar ladrillos de un karatazo o cuánto le falta?

—Mira, no te hagas el chistoso porque hoy no estoy de… ¡Uf! ¡Qué asco! Ahora sí traes más llagas en la calva que ni Cristo en la cruz. ¿No le dan ganas de vomitar a tu señora?

—Ya sabe que aquí abajo la humedad está bien canija. Y pues tenemos que esperar a la quincena para comprarme mis pomadas. Pero como siempre le digo a mi mujer, el día que mis ampollas me dejen de salir es porque voy a estar guardado bien abajo, así que más vale que les tengamos cariño, ¿o cómo la ve usted?

—Estás bien güey, Dromundo. Ven, acompáñame.

—A las órdenes del ingeniero maestro.

Desde que Retencio ingresara a Soluciones, había establecido un vínculo inmediato con Dromundo, quien como digno factótum, era capaz de resolver al instante las problemáticas más diversas. También atendía solícito cualquier petición personal formulada por Retencio, que siempre le retribuía con una propina que consideraba generosa. Lo que más disfrutaba eran las charlas en las que Dromundo invariablemente contaba con una respuesta ingeniosa para cualquiera de sus insultos. Le quedaba la duda de si había encadenado sus dos grados académicos para dirigirse a él como muestra de respeto, o en un despliegue de ironía. En el fondo le daba lo mismo. Aunque jamás lo admitiría, Dromundo era lo más cercano a un amigo que tenía en Soluciones.

—¿En qué planta le tocó trabajar hoy?

—En la primera.

—Uy, no me diga que cayó de la gracia de la sonrisa.

—No digas pendejadas. —Retencio alzó la mano para descargarla sobre Dromundo, cambiando de opinión en el último instante, pues las ampollas de su cráneo parecían a punto de reventar. Retencio sintió un escalofrío al imaginar el derramamiento del líquido viscoso—. Mejor vamos primero al vestíbulo. Quiero revisar qué dice la pizarra.

—Como usted mande. Así de pasada saludamos a nuestras señoras, ¿no cree?

Permanecieron quietos frente a la puerta del elevador, Retencio aguardando a que Dromundo pulsara el botón para llamarlo, y éste acomodando con esmero el único mechón de su cabello, pegando la punta con saliva justo encima de la oreja del lado contrario, de modo que trazara un tenue arco a lo largo de la cabeza entera. Retencio se desesperaba contemplando las muecas que Dromundo le dirigía al reflejo que apenas proyectaba la puerta plateada del elevador, envuelta por la oscuridad del entorno. Como solía suceder, de pronto Dromundo adquirió un semblante de sorpresa ante su olvido y extendió la mano con lo que a Retencio le parecía una lentitud un tanto insolente.

—Después del ingeniero maestro —le dirigió en cuanto se abrieron las puertas.

—De verdad que soy un santo contigo.

Una vez en el vestíbulo, Retencio se dirigió hacia la aseada recepcionista, hipnotizado por el trajín de la pizarra que abarcaba parte de una de las paredes laterales. Ahí, al lado de su nombre, se encontraba el puntaje que hasta con tres decimales condensaba su desempeño como solucionador, según el sistema concebido por el señor Sonrisa. Los asociados de Soluciones intuían vagamente algunas de las categorías de medición, aunque ni remotamente podían controlarlas, pues lo específico del método residía en la imposibilidad de manipularlo: el camino hacia la cinta negra era todo menos lineal. Durante sus ensoñaciones, Retencio se veía a sí mismo conduciendo un vehículo todoterreno, blindado, polarizado, de doble tracción, avanzando por una pendiente rocosa, escarpada, evitando minas y cuerpos mendicantes regados por ahí. A lo lejos se apreciaba una fortaleza inexpugnable, colmada de todos los lujos posibles, poblada por gente que había sorteado las dificultades necesarias para conseguir el acceso: ahí se encontraba la cinta negra. Lo sinuoso de la carretera volvería en su momento más gloriosa la investidura…

Su puntaje permanecía igual. Era natural, pues ese día aún no había solucionado nada. Notó sin embargo que se encontraba un peldaño por encima, lo cual sólo podía significar que el Pérez despedido había gozado de un rango mayor al suyo. Experimentó una punzada de rabia. Habría preferido derrotarlo uno a uno, demostrar la superioridad en acción, revelarle a la pizarra la injusticia de su valoración relativa. No importa, se consoló Retencio: un gusano menos por aplastar. Al contemplar la magnitud de la pizarra, con su incansable cómputo de cifras que desaparecían a cada instante, incluso para volver a materializarse idénticas, cobró conciencia de su pequeñez: ¿quién podía cuestionar los designios del trayecto? Ante la mirada expectante de la recepcionista, pronunció en voz alta:

—La cinta negra nos elige por razones misteriosas.

—Buenos días, señor Retencio —respondió la chica con cierto azoro—. ¿Quiere que lo anuncie con su esposa? Me parece que se encuentra en una reunión.

—No hace falta. Tengo que irme. Me espera un día muy ocupado.

Permaneció inmóvil, mirando hacia ambos lados, descartando diferentes rincones de la planta baja, hasta encontrarla en una habitación esquinada, la puerta semicerrada, al parecer hablando con un hombre. Consciente de no mostrar ansiedad, Retencio creyó discernir la figura ágil de su mujer, Karla Alvarado, enredándose el cabello con un dedo mientras discutía algo importante con su característica formalidad juguetona. Retencio apenas alcanzaba a ver un fragmento del pantalón y los zapatos del interlocutor, un hombre interesante a todas luces. Con un salto se apartó del campo visual de su esposa cuando ésta giró la cabeza en su dirección, pues no quería interrumpirla mientras trabajaba. Además, así podría ponerla a prueba: por la tarde constataría si la versión de su mujer concordaba con su vislumbre. Sin decir nada más se dio la vuelta para volver a su estación de trabajo.

Esta vez Dromundo se encontraba al mando del elevador. Ascendieron en silencio, y antes de salir Retencio le dirigió:

—Un día se te va a salir por esas llagas el poco cerebro que tienes.

—Aquí voy a andar para lo que se le ofrezca —le devolvió Dromundo con una pequeña reverencia.

Al llegar a su estación de trabajo, Retencio notó que faltaba uno de los Pérez. Mierda: se había perdido un despido en primera fila. Regresó en el tiempo hasta verse entonando al lado de las chicas “La canción del despido feliz”. Abrazándolas, flexionaba las piernas rítmicamente, haciendo el paso del can-can mientras la víctima los observaba con la quijada temblorosa. De vuelta en su sitio, contempló a los demás Pérez con satisfacción secreta: de ninguna manera se perdería la ocasión de cantarle al siguiente en turno.

Encendió de nuevo su computadora portátil para revisar sus correos electrónicos. Un dispositivo le recordó que en unos minutos debía recibir a un nuevo cliente, el señor Luis Marmolejo. Retencio revisó el expediente para empaparse con los generales del asunto. En realidad lo hacía un tanto por ajustarse al procedimiento, otro tanto por costumbre: cada historia detrás de una cinta negra exhibía un cierto rasgo en apariencia poco ortodoxo que a la postre resultaba decisivo para el encumbramiento: el suyo sería una habilidad sobrenatural para permitir que las soluciones se manifestaran sin fricción alguna, por generación espontánea, como si fuera una de esas historias que los hombres primitivos se creían capaces de atrapar con una red mientras revoloteaban por el aire. Por ello prefería no dedicar demasiado tiempo previo al análisis del expediente: un vicio común a los solucionadores de poca monta consistía en aferrarse a una solución preconcebida, que ninguna circunstancia posterior era capaz de modificar. En eso —entre otras cosas— se diferenciaba él, Fernando Retencio: en el desarrollo de una creciente sintonía espiritual con las soluciones adecuadas, que gustosas se dejaban seducir por su canto. En ocasiones, la comunión le proporcionaba un goce casi erótico…

Repasó por última vez el expediente a fin de impregnarse de ciertas palabras clave antes de dirigirse a la sala de juntas: Luis Marmolejo… tandas… microfinanciamiento… exprimir… bien común… estrangularlos… Retencio estaba listo. Bloqueó el acceso a su computadora para ahorrarles tentaciones innecesarias a los Pérez y se dirigió adonde ya lo esperaba con diligencia puntual su cliente.

Apoyándose en su técnica de las primeras impresiones, Retencio identificó los rasgos necesarios para permitir que la solución comenzara a ensamblarse: papada particularmente gelatinosa. Semblante afligido, parapetado tras un talante de autosuficiencia. Mordeduras en el vaso de poliestireno vaciado de café. Camisa blanca de vestir con las iniciales bordadas en el bolsillo. Calcetines de rombos púrpura, seguramente elegidos por la mujer, o por la madre, difícil decirlo. Antes de presentarse, Retencio ya había decidido utilizar la estrategia que había bautizado como “La culpa al cuadrado deviene virtud”.

—Buenos días, señor Marmolejo, ¿cómo le va? ¿Bien? Me alegro. Sé que está muy ocupado. Yo también lo estoy. Usted busca una solución. Yo tengo esa solución. Para ahorrar tiempo, permítame que le exponga su problema. Si me equivoco, corríjame con toda confianza. Aunque le anticipo que no me voy a equivocar.

“Todo comenzó cuando aceptó participar en una tanda con los colegas de la empresa de auriculares donde trabajaba como agente de ventas. Ya sé, ya sé. A usted la tanda le parecía un mecanismo de ahorro sumamente estúpido, pero accedió por razones de camaradería, pertenencia al grupo y tonterías por el estilo. A la tercera quincena, un colega le pidió prestado para realizar su pago. A cambio le prometió que cuando fuera su turno de recibir el monto total se lo devolvería con una ganancia. Se corrió la voz y terminó por prestarle el dinero a más de la mitad de los participantes. Cuando terminó la tanda, se dio cuenta de que había ganado casi el doble de su aportación. Acallaba la culpa repitiéndose que lo hacía por ayudar, que usted no era un avaro mezquino agiotista abusivo… Realizó averiguaciones hasta que encontró otra tanda a punto de comenzar. Sin darse cuenta, volvió a suceder prácticamente lo mismo.”

“Adelantemos muchos años la película. Usted es el flamante socio mayoritario de un negocio de microcréditos, enfocado principalmente en personas de bajos recursos, de esas que no saben que una tasa del 5 % mensual, con interés compuesto, naturalmente, equivale a una tasa anualizada de casi el 80 %. Su negocio ha ido cumpliendo con los requisitos de las agencias de calificación más estrictas. Se encuentran a un solo paso de acceder a las grandes ligas del financiamiento. No se apene, señor Marmolejo, yo estoy aquí para ayudarlo, no para juzgarlo. Y créame que lo entiendo. ¿Quién despreciaría las líneas de crédito millonarias, otorgadas en condiciones blandas por los organismos financieros internacionales? Los paseos en yate con los presidentes de los fondos de inversión. Señor Marmolejo, los hombres no somos de palo, ¿a poco cree que yo le haría el feo a las bellezas contratadas para amenizar a la concurrencia? Déjeme que le comparta un principio básico de los que rigen a esta empresa: “Lo que pasa en Soluciones, se queda en Soluciones”. Vamos. No sea tímido. En el suelo no va a encontrar ninguna de las respuestas que está buscando. »

“¿Dónde estábamos? Ah, sí. Las edecanes. El champán. Las portadas de revistas que lo colocan entre los hombres de negocios del momento. El club de golf. La suegra comemierda para la que usted ya no es el simple vendedor de auriculares sin futuro. ¿De quién dijo Luisito que se había hecho amigo en el colegio? Así es, ahora usted es uno de ellos, señor Marmolejo, uno de ellos.

“¿Hasta aquí vamos bien?

—Sí, pero… pero…

—Momento. No hemos terminado. Ya sé, ya sé. “Pero… pero…”. La vocecita. La puta vocecita que resiste las pastillas más potentes. No hay banquete que la calle. No hay cogida que la canse. No hay cuenta bancaria que la impresione. Incluso lo contrario. Cada vez más desinhibida. Más ruidosa. Más chillona. Más moralina. Más insobornable. Todo el día chingando. No le permite disfrutar nada. ¿O me equivoco, señor Marmolejo? Engañándolo con fantasías rosas sobre cómo en realidad usted no quería nada de esto. Eran tan felices cuando vendía auriculares de puerta en puerta. Un trabajo duro, pero honesto, sí señor. Sólo que ya no hay marcha atrás. Tanta gente depende de usted para su sustento. Y quitarle a la señora Marmolejo y a los niños —¡a los niños!— este tren de vida. Eso sí que no. Si fuera por usted, lo mandaría todo a la mierda. La felicidad se encuentra en otra parte, pero ellos, ¿qué culpa tienen? No, de ninguna manera. Así le cueste la paz interior por el resto de sus días, y hay veces que es tan insoportable que desearía que fueran pocos, se sacrificará por ellos, siempre por ellos… »Ahora, que si hubiera alguna manera de que todo fuera compatible… ¿O acaso me equivoco? En un estado bastante similar a la catatonia, el señor Marmolejo apenas conseguía negar de manera casi imperceptible con la cabeza. Fernando Retencio lo tenía justo donde quería.

Saboreó un instante más la indefensión absoluta en la que se encontraba sumido su cliente, antes de asestar el arponazo definitivo, aquel que alejaría otro peldaño más a Retencio de los Pérez que aguardaban con envidia para leer en su rostro, cuando volviera a la estación de trabajo, si había ofrecido al cliente una solución que colmara las expectativas del señor Sonrisa.

—Como habrá visto, no soy alguien que utilice las palabras a la ligera. Así que ponga mucha atención porque sólo se lo voy a decir una vez: Usted es un héroe.

—¿Perdón?

—Como lo oye, usted es un héroe contemporáneo. Quedan ya pocos como usted.

—¿En serio?

—No lo creo, lo sé. Dígame una cosa, señor Marmolejo: ¿los jodidos nacen o se hacen?

—Bueno, hay personas que enfrentan situa… —Guárdese esas estupideces para la confesión de los domingos, que aquí nos encontramos entre hombres. Usted mismo ha superado circunstancias difíciles, ¿o no ha sido así? Sabe bien…

Eduardo Rabasa. Foto: SinEmbargo

¿Quién es Eduardo Rabasa? (Ciudad de México, 1978), estudió Ciencias Políticas en la UNAM, donde se tituló con una tesis sobre el concepto de poder en la obra de George Orwell. Escribe una columna semanal para Milenio y ha traducido libros de autores como Morris Berman, George Orwell y Somerset Maugham. En 2002 fue uno de los miembros fundadores de la editorial Sexto Piso, donde trabaja como editor desde entonces.

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