Jorge Javier Romero Vadillo
03/02/2022 - 12:04 am
Soldados en la tribuna del Congreso
No es “normal” que un grupo de soldados en uniforme de campaña ocupe la tribuna del Congreso, aunque sea solo para tocar el himno nacional.
Fue solo una banda de guerra para hacer honores a la bandera; no estaban tomando la tribuna ni era la escena de un golpe. Sin embargo, la imagen resulta ominosa en un momento de suplantación militar de las tareas civiles del Estado. Por supuesto, ante la crítica, de inmediato el coro de quienes pretenden normalizar la presencia castrense en todos los ámbitos de la vida nacional desplegó su cacofonía: “dejen de exagerar”, “es súper normal”, “es solo una banda tocando el himno”, “ustedes odian a los militares”, “la gente se siente cercana al ejército”. La cantaleta justificadora del despliegue verde olivo hasta el último rincón de la vida institucional de México.
Desde luego, no es la primera vez en la historia en la que una banda de guerra interpreta en himno nacional en el recinto parlamentario. Cada 1 de septiembre, en la apertura de las sesiones anuales del Congreso, se le rendían honores al Presidente de la República que acudía a presentar su informe, pero nunca ocupaba la banda la tribuna ni se instalaba entre los legisladores. Siempre los músicos uniformados tocaban afuera del salón de sesiones y solo vestía uniforme en la tribuna el jefe del Estado Mayor Presidencial, mientras que los secretarios de la Defensa Nacional y de Marina ocupaban sus lugares entre los demás integrantes de gabinete.
Ni siquiera en los tiempos de los generales presidentes, acudían estos al Congreso en uniforme. Tampoco iban uniformados los legisladores con grado militar, pues tanto unos como otros observaban el mandato legal de pedir licencia a la fuerza armada a la que pertenecieran. Incluso en aquellos tiempos de espadones en el poder se guardaban las formas que subrayaban el carácter civil del Poder Legislativo.
Sí se veían uniformados, emperifollados y compuestos, los militares de alto rango en la tribuna de invitados en la sesión solemne del informe presidencial, grupo compacto que recibía una gran ovación cuando el Jefe del Ejecutivo se refería ritualmente al patriotismo de las heroicas fuerzas armadas durante su discurso. Pero siempre en su lugar, convidados de piedra en un acto cívico.
Así, no es “normal” que un grupo de soldados en uniforme de campaña ocupe la tribuna del Congreso, aunque sea solo para tocar el himno nacional. En el contexto actual, donde cada vez más tareas correspondientes a la administración civil del Estado están siendo usurpadas por las fuerzas armadas con el aval del Presidente de la República, a pesar de constituir una clara violación del orden constitucional, no es posible voltear a otro lado cuando los soldados interpretan un número estelar en la sesión de apertura de las sesiones legislativas, pues ahora van solo con trompetas, pero pronto podrían ser otros los instrumentos que portaren.
La cantaleta presidencial, repetida por los corifeos que amplifican sus dichos, es que los militares son pueblo uniformado, tópico sacado de la retórica cardenista, cuando se pretendía subsumir a los soldados en el proletariado, gran base de apoyo del proyecto transformador; el Ejército surgido de la Revolución debía forjar una conciencia de clase que lo alineara con los obreros y los campesinos en la lucha de clases contra la explotación capitalista. Sin embargo, la mayoría de los oficiales del Ejército, incluso los que habían ascendido a partir de la ruptura de Cárdenas con el callismo, no compartían esta visión clasista del papel de las Fuerzas Armadas ni estaban dispuestos a renunciar a sus negocios.
La diferencia es que ahora la fórmula del pueblo uniformado solo aplica para los soldados rasos, mientras que el espíritu empresarial que siempre ha caracterizado a los altos mandos militares mexicanos ahora se reconoce y se incentiva cuando se les otorgan los jugosos negocios de las grandes obras de infraestructura o se les abren nuevas oportunidades en los campos donde ya tienen larga experiencia como administradores de mercados clandestinos al asignarles tareas como la gestión de las aduanas.
La presencia de los soldados en la tribuna del Congreso es un paso más en la escalada de la militarización que adquiere ya tintes de militarismo, donde la presencia de la soldadesca se normaliza como algo cotidiano y la cultura castrense, con sus dinámicas y rituales, aparece en todos los ámbitos de la vida pública. En lugar de desterrar los uniformes y las armas de la convivencia social, estos aparecen hoy por todos lados: en las calles y en los actos cívicos, incluso en espacios dedicados a los niños, a los que se invita festivamente a subri a carros de guerra o a conocer armamento altamente destructivo.
Los rituales del régimen del PRI conservaron resabios castrenses, como las cursis ceremonias escolares de los lunes, con escolta marcial de la bandera y coros infantiles desafinados entonando cantos patrióticos. Todavía en mi infancia el uniforme de los alumnos varones de secindaria era caquí, de corte cuartelario. Por fortuna, ese disfraz de soldaditos se abandonó en la década de 1970. Lo ocurrido en San Lázaro el martes parece no un retorno en el tiempo sino el presagio de algo mucho peor: el reconocimiento de los políticos civiles de su fracaso y el retorno por sus fueros de unos militares que nunca se han ido del todo de la vida política del país. Esa ya es la lamentable herencia adelantada del actual gobierno.
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