Sandra Lorenzano
02/12/2018 - 12:00 am
Me quemo los labios
María Zambrano cruzó la frontera el 28 de enero de 1939, huyendo, como tantos otros republicanos, de la violencia de la Guerra Civil. Iba en coche con su madre y su hermana Araceli.
Creo que el exilio es una dimensión de la vida humana, pero al decirlo me quemo los labios porque yo querría que no volviese a haber nunca más exiliados.
María Zambrano, Los bienaventurados.
María Zambrano cruzó la frontera el 28 de enero de 1939, huyendo, como tantos otros republicanos, de la violencia de la Guerra Civil. Iba en coche con su madre y su hermana Araceli.
En el camino encontraron a Antonio Machado. Cuando lo invitaron a subir al coche respondió que prefería cruzar la frontera a pie junto a los vencidos. Entonces María decidió caminar junto a su amigo. Él tenía 64 años. Ella 35. Los unía el amor a la poesía. Y ahora el exilio.
Juntos llegaron a la frontera de Portbou. Esa misma frontera en la que apenas un año y medio después se quitaría la vida Walter Benjamin. El horror recorría Europa y los caminos estaban sembrados de muerte. ¿Qué guardaba el filósofo alemán nacido bajo el signo de Saturno (como dice Susan Sontag) en esa maleta con la que buscaba llegar a Estados Unidos?
En 2017, la exposición La maleta de Walter Benjamin. Dispositivos migratorios convocó a treinta y ocho artistas jóvenes a imaginar esa valija. Hay una con juguetes (una de las pasiones de Benjamin), otra llena de piedras, tan pesada, dicen, como el camino hacia la libertad, una más con arena y un reloj.
Hay una brutal hecha con alambre de púas: “cocida con el miedo, llena del vacío desolador de aquel que deja atrás todo lo que quiere, todo lo que es. Benjamin abandonaba Berlín, ahora abandonaría Mosul, Alepo o Kunduz”, asegura su autora, Agnes Wo, una de las participantes”[1]. Yo agregaría hoy: o Tegucigalpa, o El Salvador, o Apatzingán, Michoacán.
Tampoco sabemos qué llevaba Antonio Machado en sus maletas, pero sí que cuando murió -en Collioure un mes después de haber dejado España-, se encontró, en un “bolsillo de su gabán, un trozo de papel en el que había garabateado su último verso, un canto al pasado, una rememoración de la niñez perdida: ‘Estos días azules y este sol de la infancia’.”[2]
Y ese verso guardado en un bolsillo me recuerda otras historias como la de Viktor Frankl, con su libro El hombre en busca de sentido cosido al forro del abrigo con el que llegó a Auschwitz. O la del padre del colombiano Héctor Abad Faciolince, en cuyo bolsillo había, en el momento de ser asesinado en Medellín, un papel en el que había escrito unos versos de Borges: “Ya somos el olvido que seremos”. Y ése es el título de la excepcional novela en la que el hijo cuenta la historia del padre al que tanto amara: El olvido que seremos.
La poesía entonces como equipaje, como talismán frente a la muerte. Como los versos de Robert Desnos, escritos en el campo de concentración en que murió:
Tanto soñé contigo que pierdes tu realidad. ¿Habrá tiempo para alcanzar ese cuerpo vivo y besar sobre esa boca el nacimiento de la voz que quiero? Tanto soñé contigo que mis brazos habituados a cruzarse sobre mi pecho abrazan tu sombra, quizá ya no podrían adaptarse al contorno de tu cuerpo. Hace algunos meses hablamos de este poema en este mismo espacio. En esos versos, decíamos, no se refiere a la violencia, ni al dolor ni al hambre, sino que creó en esas circunstancias de muerte uno de sus más delicados poemas de amor.
Las últimas líneas de Machado tampoco hablan del horror sino que, memorioso y nostálgico como suelen ser los desterrados, escribió “Estos días azules y este sol de la infancia”. Se iba como siempre había deseado: ligero de equipaje.
María Zambrano llevó consigo el recuerdo de su amigo poeta que caminó junto a aquellos que nada tenían. Eso guardaba en su maleta la filósofa, esa imagen, ese sentido ético de la creación y de la vida misma, ella que vivió la mayor parte de su existencia fuera de España e hizo de la condición de exiliada uno de los núcleos de su pensamiento.
Fui alguien que se quedó para siempre fuera y en vilo. Alguien que se quedó en un lugar donde nadie le pide ni le llama. Ser exiliado es ser devorado por la historia. Y su lugar es el desierto. Para no perderse, enajenarse, en el desierto hay que encerrar dentro de sí el desierto. Hay que adentrar, interiorizar el desierto en el alma, en la mente, en los sentidos mismos, aguzando el oído en detrimento de la vista para evitar los espejismos y escuchar las voces. (Los bienaventurados)
Qué es lo que nos puede salvar de la sensación de ajenidad, de desarraigo.
Material, pero sobre todo simbólicamente, el equipaje del destierro es aquello que logramos salvar del naufragio de la vida; aquello que nos da identidad y pertenencia en su esencia más pura. ¿Qué cargan en él los exiliados, los desterrados, los migrantes? ¿Qué es lo que elegimos llevar con nosotros al abandonar nuestro hogar?
La “nodriza del pensamiento”, llama María Zambrano a la memoria. Perderíamos nuestro ser y nuestro rostro, nuestra historia y nuestros pasos si no tuviéramos memoria. Perderíamos el sentir y la razón, la luz y la poesía. Pero, ¿cómo guardarla en unos cuantos bultos? La memoria es nuestro hogar, como lo era para ese pequeño hijo de españoles que de noche, en el campo de concentración francés, dormía en la maleta de sus padres vuelta cuna, protegido orgullosa y entrañablemente por la bandera de la República.
Me gusta esta historia que la querida Tere Miaja me regaló alguna vez (“Soy contrabandista de historias propias y ajenas”, escribió Jacques Hassoun, y yo suscribo la frase completamente): una familia de republicanos cruza a pie los Pirineos huyendo del franquismo. Después de varias jornadas agotadoras logra llegar a Francia. Allí, la mujer les dice a su marido, a sus hermanos, a sus cuñadas, con tono entre eufórico y misterioso: “Es el momento de celebrar”. En la bolsa que cargó durante días y días había puesto una botella de champán. El único problema era que… ¡la botella estaba vacía! Las carcajadas de todos se mezclaron con las lágrimas que, en el fondo, nunca abandonan a un refugiado.
Vivir con lo que salvaríamos de un naufragio.
O pienso en los baúles de los inmigrantes, ésos que guardan entre las sábanas bordadas que serán para la nena el día que se case, algo de la tibieza del sol del Mediterráneo, tal vez un álbum de fotografías en sepia —“¿esa chiquita con el moño en la cabeza es la abuela?”—, algún cubierto de plata… toda la memoria en unos pocos bultos. Mira qué llevo: nada aquí verás, sólo tristeza, escribió Ovidio en “Las tristes”.
O las llaves como las que cargaron los judíos expulsado de España en 1492. Y Sefarad fue para siempre la tierra de la nostalgia.
Y al hablar de naufragios pienso hoy en los refugiados africanos llegando a las costas de Italia, en los sirios a las puertas de Turquía, en el mar, las balsas, la violencia, pero pienso también en nuestras fronteras, en las y los migrantes de Centroamérica subidos en la Bestia, o en nuestros compatriotas asomándose por esa barda de la ignominia que Trump se está encargando de volver cada vez más violenta. Con la ayuda de nuestra policía, como vimos hace un par de días en Tijuana. Pienso en las bolsas o mochilas que cargan con apenas lo indispensable para sobrevivir: un par de camisetas, una sudadera, algo de dinero guardado en una bolsita de plástico… ¿Y qué más? “Le robaron la cadena de mamá que se había traído para que nos diera suerte”, dice uno de los muchachos hondureños que buscan llegar a Estados Unidos, en la novela Amarás a dios sobre todas las cosas, de Alejandro Hernández.
¿Qué llevan estos refugiados? ¿Qué hay en esos bultos que cargan?
Dicen los investigadores que no hay quien no recuerde qué llevaba en su equipaje en el momento de migrar.
“Centrarnos en el momento de la preparación del viaje migratorio, en el momento de ‘armar las maletas’, nos puede ayudar a entender las aspiraciones, sueños y motivaciones de los proyectos migratorios.”[3]
El fotógrafo italiano Emanuele Satolli realizó un proyecto de registro del equipaje de los migrantes centroamericanos: historias que se cuentan a través de los objetos.
“Me interesé en las pequeñas cosas que los inmigrantes traían consigo en este viaje largo y peligroso’ dijo el fotógrafo. Entre los objetos empacados, se puede ver que un hombre lleva consigo una figura pequeña de la Virgen, gel, papel de baño, mientras otro sólo carga unos lentes.”[4]
Qué poquito, qué nada casi, qué tristeza la de esas mochilas. Y a la vez qué inmensos los sueños que las alimentan.
¿Qué llevaríamos nosotros? ¿Se lo han preguntado? Yo tengo listos la cadenita de mamá, como el muchacho hondureño, algunas fotos, un dibujo que hizo mi hija cuando era chica, una piedrita de ese paisaje al que quizás nunca vuelva, y un libro de poemas.
Porque, como lo sabía María Zambrano, el exilio es una dimensión de la vida humana. Quien ha sido desterrado, migrante, nómada, sabe que puede volver a serlo en cualquier momento. O, mejor dicho, que nunca dejará de serlo. Y al decirlo también yo me quemo los labios.
[1] “Maletas llenas de historias para Walter Benjamin”, en El País, 24 de julio de 2017
https://elpais.com/ccaa/2017/07/24/catalunya/1500925577_513573.html
[2] “Antonio Machado, la poesía murió en el exilio”, en La Vanguardia, 22-02-2014
[3] (PDF) De objetos y migraciones: “hacer las maletas”. https://www.researchgate.net/publication/321363658_De_objetos_y_migraciones_hacer_las_maletas [accessed Nov 18 2018].
[4] “¿Qué es lo que llevan? El equipaje de los migrantes” http://www.garuyo.com/arte-y-cultura/inmigrantes-equipaje-fotografias#imagen-2
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