En una semana regresa Daniela. Cuando llegue, le pediré que me ejecute con una ráfaga de palabras, que haga malabares con mis ojos mientras la observo desnuda. Me invitará a vivir bajo su falda e inundará mi garganta con sus besos. Le ladraré a su cintura que la amo, pronunciaré de rodillas frente a sus muslos la oración que me dicten los tronidos de sus dedos.
Después me hará despertar, se inventará un calendario y marcará una fecha inexistente para volver a vernos. Me hará quererla más que a mi familia y después se irá de mi vida.
Por Sismaí Guerrero Osorno
Ciudad de México, 2 de noviembre (SinEmbargo).- Ella es dueña de un par de ojos grandes y profundos como los lagos de Noruega, casi no sonríe pero, cuando lo hace, su boca parece un puñado de perlas. Se llama Daniela y cuando se enfada se da mordiscos en el labio inferior; mide uno setenta y tres, pesa setenta kilos y podría tener cincuenta orgasmos seguidos, claro, si yo fuera una máquina o por lo menos aguantara llegar al segundo.
Yo, en cambio, soy un hombre con muchos proyectos importantes inconclusos; sé muy bien que nunca seré capaz de escribir un libro y que la única persona que ha pensado que valió la pena conocerme fue devorada por gusanos en un deprimente cementerio.
Sin embargo, cuando Daniela abre las piernas y me señala la entrada al paraíso, el resto del mundo no importa nada. Y mi patética existencia tampoco, sólo me importa ella. Porque el amor es así desde mi concepción: si le das más de lo que te pide, te acabará exigiendo más de lo que tienes. Y yo no tengo nada, ya no la tengo a ella. Ella sólo es de ella y yo soy de ella, de todas y de nadie.
Recuerdo cuando las mujeres no eran una prioridad, cuando podía conversar con una de ellas sin enamorarme, y también cuando aquella pelirroja con nombre de piedra preciosa convirtió mi corazón en una roca. Y me duele.
Pero en una semana regresa Daniela y vendrá para agitar su dedo índice, como si de una varita mágica se tratara y con ello me hará perder la memoria. En una semana, eso dijo con aquella voz que me hipnotiza. A las ocho, sí, eso dijo con esa voz de "sé que te duelen los ojos de no mirarme". Me preocupa no tener nada para ofrecerle si viene con hambre porque, entonces sí, será la última vez que escriba sobre ella.
Cuando llegue, le pediré que me ejecute con una ráfaga de palabras, que haga malabares con mis ojos mientras la observo desnuda en aquella lejanía. Ella me hará lamer el suelo que pisa y después me arrancará la lengua con los dientes. Si confundo su nombre mientras la sueño, lo tatuará con sus uñas en mi espalda junto al camino más corto a su cintura.
Me impregnará el aroma de su cabello en la ropa, me invitará a vivir bajo su falda e inundará mi garganta con los mares de sus besos. Le romperé las medias con los dientes, le ladraré a su cintura que la amo, saciaré mi fetichismo en sus talones y en sus plantas, pronunciaré de rodillas frente a sus muslos la oración que me dicten los tronidos de sus dedos. Y nuestras lenguas bailarán sin descanso la interminable canción de sus gemidos.
Después me hará despertar, se inventará un calendario en las ojeras y marcará una fecha inexistente para volver a vernos. Habrá un retraso en mi cita con su piel, hará sufrir cada uno de mis poros con su ausencia, me hará quererla más que a toda mi familia y después se irá para siempre de mi vida.