Jorge Javier Romero Vadillo
02/09/2021 - 12:04 am
¿Estamos aquí, o en Jauja?
De ser un día de loas al Augusto, el 1 de septiembre pasó a ser el día para mentarle la madre al tirano, hasta que se evitó la comparecencia del Jefe del Ejecutivo en la sesión de apertura anual de las sesiones del Legislativo.
Desde que tengo conciencia, cada 1 de septiembre México se convierte en Jauja, ese lugar imaginario donde todo es abundancia y prosperidad. Cada año, desde mi recuerdo más remoto de un informe presidencial –creo era 1966, pues el Presidente Díaz Ordaz se refería a la huelga de los médicos– he escuchado la larga lista de logros en infraestructura y en bienestar social de la que han alardeado los sucesivos encargados del Poder Ejecutivo.
La irrigación, las carreteras, la electrificación, la industrialización y el desarrollo rural o la siempre creciente cobertura de los derechos sociales eran los temas recurrentes de los mensajes presidenciales año tras año. Ya fueran los inacabables discursos de Echeverría, los mensajes cursis y grandilocuentes de López Portillo, los burocráticos recuentos de De la Madrid o las arengas triunfalistas de Salinas, siempre el país narrado era un dechado de prosperidad, con carreteras impecables, nuevas plantas hidroeléctricas que bañaban de luz a las zonas antes en tinieblas, con escuelas bien edificadas, con todos los servicios hasta en el último rincón del país.
Al día siguiente, en el camino a la escuela en el primer día de clases del ciclo escolar, después del feriado por el día de la celebración de la presidencia imperial, las calles seguían llenas de baches, la basura seguía por todas partes, los vendedores ambulantes pululaban y el país seguía siendo el mismo mosaico de desigualdad que el 31 de agosto. La fantasmagoría duraba tan solo un día, durante el cual el salvador de la patria en turno celebraba los logros que lo elevaban a la altura del arte.
Después vino una época de impugnación y conflicto. El Congreso dejo de ser la caja de resonancia de la grandeza presidencial para convertirse en el escenario de la impugnación del poder autocrático. Desde que en 1988 el recién elegido Senador Porfirio Muñoz Ledo interpeló al Presidente saliente, en un acto herético para quienes veían la “investidura presidencial” como algo sacro, el informe dejó de ser un ritual consagratorio para convertirse en el momento en el que se expresaba el encono y se exacerbaba el protagonismo de una oposición hasta entonces condenada a la trastienda de la política nacional.
De ser un día de loas al Augusto, el 1 de septiembre pasó a ser el día para mentarle la madre al tirano, hasta que se evitó la comparecencia del Jefe del Ejecutivo en la sesión de apertura anual de las sesiones del Legislativo. La separación de poderes se había consumado materialmente y los presidentes se tuvieron que ir con su música a otra parte. De cualquier manera, el discurso presidencial anual siguió siendo el momento para presumir logros mientras apenas se reconocían los errores. Un acto concebido como momento crucial de rendición de cuentas, acabó convertido en un momento de consagración de la simulación sin recato.
Ese ritual acedo ha sido retomado con entusiasmo por López Obrador, al grado de no conformarse con uno al año. Cada tanto, el Presidente informa, además de que todas las mañanas nos sorraja sus invectivas de andar por casa. El discurso de ayer no fue otra cosa que la versión condensada de las peroratas cotidianas: una retahíla de frases hechas y mentiras sin recato. El país de López Obrador es una arcadia imaginaria en la que desde el Gobierno manan ríos de leche y miel para los más favorecidos, la paz reina por todo el territorio, el petróleo nos irriga con prosperidad y la felicidad inunda el alma popular.
Ayer oímos al Presidente hablar de la pandemia en pasado, de la corrupción como prueba superada, de todos los males del país como una herencia de sus antecesores malévolos. Se ufanó del respeto a la autonomía de los jueces y la Fiscalía y negó la militarización, mientras alardeaba de un respeto a la Constitución que no resiste ser contrastado con la realidad de la Guardia Nacional descaradamente militar, para citar tan solo un ejemplo, del compromiso con los derechos humanos en un país donde cotidianamente se cometen crímenes de lesa humanidad con absoluta impunidad.
Sin pudor, López Obrador presentó su Gobierno como un éxito bien encaminado hacia su alardeada cuarta transformación. Nada importan las cifras oficiales a quien siempre tiene otros datos y ve triunfos donde quienes queremos evaluar el desempeño público con base en evidencias vemos resultados mediocres cuando no malos o muy malos. El mismo día en el que para el Presidente la pandemia ya era recuerdo, su propio Gobierno registraba mil 177 muertes más de COVID.
En el país minado por fosas clandestinas, donde hay casi 30 homicidios por cada 100 mil habitantes, donde la pobreza se ha exacerbado durante los últimos 20 meses, donde la recuperación económica se da trompicones, sin expectativas serias de atracción de nuevas inversiones productivas en el largo plazo que no estén vinculadas al tratado comercial con América del Norte, donde los principales proyectos de inversión pública parecen no tener ni pies ni cabeza, donde el sistema de salud es incapaz de garantizar siquiera el abasto de medicamentos esenciales, el Presidente de la República festeja logros imaginarios con cínica desfachatez, a menos de que lo suyo sea un delirio de creyente convencido de su propia fantasía.
Lo que sigue necesitando una explicación profunda es cómo un charlatán consumado sigue seduciendo a una mayoría amplia de la población, aunque esta perciba correctamente que las cosas no marchan bien. Las encuestas muestran a un gobierno reprobado encabezado por un Presidente de popularidad incombustible. Pareciera que la sociedad mexicana se aferra a sus ganas de creer, a pesar de las experiencias reiteradas de gobiernos redentores que acaban en la ruina. A mí esta historia me suena repetida.
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