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Antonio María Calera-Grobet

02/09/2017 - 12:00 am

Come como quien come al llover

Una suerte de saudade resultante de la memoria pasada por agua, que nos inunda poniéndonos a veces tristes, otras alegres, atentos, circunspectos, sensibles, y no nos queda más que esperar a que se escampe ese estado de ánimo cruzado por las flechas del pasado.

“Óyeme como quien oye llover,
ni atenta ni distraída,
pasos leves, llovizna,
agua que es aire, aire que es tiempo.”
Octavio Paz

La lluvia como el escenario para sentirnos vivos. Foto: Juan Sotelo, Cuartoscuro

La lluvia nos alacia el espíritu, lo mese, lo acicala: su preticor, la claridad de la luz que deja al limpiar nuestros paisajes, el olor a hierba mojada que nos regala, pareciera nos acercan al mar. Quizá eso sea lo que suceda con la lluvia: que el mar acorta las distancias, toca nuestra puerta, toma los parques, las arboledas, las calzadas.

Esa nostalgia es la que la lluvia nos manda. Una suerte de saudade resultante de la memoria pasada por agua, que nos inunda poniéndonos a veces tristes, otras alegres, atentos, circunspectos, sensibles, y no nos queda más que esperar a que se escampe ese estado de ánimo cruzado por las flechas del pasado (las estampas del pasado remoto, fotografías que son sensaciones de lo que se ha ido) y las querencias o apetencias del presente, como un ejercicio de recuperación de lo que queremos de nuevo con nosotros.  La lluvia como el escenario para sentirnos vivos.

Así, la lluvia nos regala, nos cala, nos atrapa con un menú de gustos que nos hacen viajar por las viejas recetas, heredadas por nuestro árbol genealógico, por nuestros amores primeros, por las amistades más señeras, los viejos epicentros de lo que nos hace ser como somos, en fin, por nuestra escuela sentimental, todos los sentimientos, nuestros más íntimos senderos.

Con los torrentes dando contra la ventana, enfundados en esos abrigos viejos o enfermos en pijama, se nos hace también agua en la boca al recordar los viejos platillos que hicieron de barquitos de papel en el gusto familiar, los que nos explotan la hiel de las historias pasadas. Un café es más que un café, se trata en realidad ese café de un café “original”, el chocolate es una suerte de argamasa de la noción de hogar. Esa sopa, ese caldo caliente, humeante, es entonces un resabio del calor primigenio.

Comienza así, Jorge Luis Borges en su poema “La Lluvia”: “Bruscamente la tarde se ha aclarado /Porque ya cae la lluvia minuciosa. / Cae o cayó. La lluvia es una cosa / Que sin duda sucede en el pasado. / Quien la oye caer ha recobrado / El tiempo en que la suerte venturosa / Le reveló una flor llamada rosa. / Y el curioso color del colorado”.

La rosa y el colorado. O la historia y el pasado. O los viejos tiempos anclados al presente, revividos.  Lo que cada uno de nosotros queramos pueden ser la rosa y el colorado: San Andrés Tuxtla y Catemaco. Vértiz y Cuemanco. Chapultepec y “El Rosario”. Madrid y Ontario. Eso es lo de menos. Todos los lugares y personas, acontecimientos que hayamos guardado en nuestra memoria son mágicos. Ese es el menú que trae la lluvia al plato. Los que queramos nosotros los que más añoremos y queremos de vuelta. Los sabores que más nos recuerden a otros y en ese juego también querernos y recordarnos.  Un fideo seco, un caldo de pollo, un Caldo Tlalpeño. Unos churros sopeados, unos bolillos con cajeta, un pocillo con atole humeando. Unos tamales verdes frente al televisor. Cada quien sabrá sus platillos más íntimos, cada quién los cocinará o pedirá, en tiempos de lluvia. Y en cada caso será distinto. La comida del alma, del “abracadabra” de nuestra vida y que en tiempos de aguas nos viene de la más profunda intimidad culinaria.

Un mango verde con chile, un plato de frijoles de la olla acompañadas de un cerrito de tortillas untadas en aceite, una torta de jamón, un arroz con huevo, unos molletes. Habrá quien dirá Pozole, habrá quien dirá un espinazo, un entomatado, unas ricas enchiladas verdes. Lo que nos lleve hacia adentro. A nuestro mero adentro, a eso que sabemos es nuestro “mero mole”.  ¿Qué es lo que nos hace comer como comemos cuando llueve? ¿Por qué es que comes, querido lector, como quien come al llover, lo mismo aterido y afectado? ¿Goloso y meditabundo? ¿Dando sonrisas y a veces hasta enfadado? Comemos así porque la lluvia nos hace vulnerables. Porque estamos franca y profundamente afectados. Por eso comemos lo que comemos y de esa manera. Porque comemos como un ritual, como un ejercicio espiritual, como una sesión espiritista, como una sesión sacrificial, para traernos de nuevo de lo importante, lo verdadero. Por eso, querido lector, come como quien come al llover: lo mismo atento que distraído, lo mismo hacia adentro que hacia afuera, donde llueve y hace frío.

Termina Borges su poema, escribiendo: “Esta lluvia que ciega los cristales / Alegrará en perdidos arrabales / Las negras uvas de una parra en cierto / Patio que ya no existe. La mojada / Tarde me trae la voz, la voz deseada, / De mi padre que vuelve y que no ha muerto”.

De mi padre que vuelve y no ha muerto. De los momentos que se fueron y no han vuelto. Tal el poder de comer con la lluvia en el patio trasero para Borges y para cualquiera que haya sentido, con la piel china y los pelos de punta, el sentirse vivo al comer un platillo. No sólo recordar lo que comimos cuando éramos niños, lo que comimos cuando todos los del apellido aún estaban vivos, lo que depositamos y luego engullimos en las ofrendas para todos nuestros muertos. No solamente eso. Traerlos de nuevo a la vida. Regresar a la mesa a nuestros muertos y volver a comer, en risas por todo lo alto, o inundados por un íntimo y entrañable silencio.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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