Antonio Salgado Borge
02/08/2019 - 12:05 am
El Presidente y la democracia
En este escenario, dos preguntas estrechamente interrelacionadas se imponen. La primera es: si existen explicaciones disponibles, ¿por qué sustituirlas por descalificaciones repetitivas como las mencionadas arriba? La segunda pregunta es: si es bien sabido que el discurso en estos términos representa un daño a la imagen del actual Gobierno, ¿por qué entonces no se ha corregido este discurso?
Uno de los aspectos que más se ha criticado al Gobierno de AMLO es su tendencia a recurrir a un catálogo de descalificaciones al verse confrontado con información incómoda. Pocos parecen escapar de estas descalificaciones, que suelen ser empleadas indiscriminadamente y sin reserva. Así, medios críticos o progresistas pasan, de la noche a la mañana, a ser referentes de las etiquetas “fifí” o “chayotero”, los diagnósticos de expertos se convierten todos en opiniones elitistas desligadas de la realidad, o los datos duros son puestos en duda con la frase “tengo otros datos”.
En algo tienen razón quienes aplauden el uso de estas descalificaciones. La existencia de prensa o medios financiados principalmente por gobiernos federales o estatales, y por ende cómplices de los mismos y desesperados por su regreso, está fuera de duda. Tampoco es muy difícil ver que diagnósticos como los de las calificadoras, las instituciones bancarias extranjeras o los de algunos organismos como el FMI han operado en el pasado, principalmente, en beneficio de grandes capitales nacionales o extranjeros. Finalmente, es igualmente evidente que en ocasiones datos duros con sesgos o descontextualizados han sido empleados con fines políticos o electorales, por lo que no es descabellado cuestionarlos.
Estas descalificaciones, entonces, no han sido sacadas por el Presidente de la nada; si tienen cierto eco es porque existen motivos muy reales para desconfiar de algunos de sus blancos. Pero las frases recurrentes del Presidente adquieren otra dimensión cuando se reconoce que no es irrelevante de quién vienen ni los efectos que esto puede producir, que su uso es normalmente selectivo y que éstas han reemplazado las explicaciones complejas sobre situaciones reales y sobre las estrategias que se emplearán para hacerles frente. Este último punto es el que me interesa subrayar en el presente texto.
El empleo de descalificaciones en lugar de explicaciones desde el Gobierno federal no ha pasado desapercibido en algunos sectores. Por ejemplo, cada vez que el Presidente afirma tener “otros datos”, esto radicaliza más a su ya de por sí radicalizado sector de haters, y aleja, un poco más, a un sector de la población que votó por él esperando un gobierno capaz de justificar convincentemente cómo hará frente a los problemas nacionales; es decir, los por qués detrás de cada cómo.
La trama se densifica cuando se considera que una dinámica muy similar ha sido empleada por el actual Gobierno al momento de anunciar cambios institucionales. En estos casos, la estructura recurrente parece ser la siguiente: (1) se detecta vicios en una institución, (2) se hacen explícitos estos vicios, (3) se vilifica a la institución viciada, (4) se anuncia el desmantelamiento de esa institución. La premisa oculta aquí es la idea de que si algo no funciona como tendría que funcionar entonces la única alternativa es arrasar con ello. Pero esto claramente no es verdad. Sobre la mesa, cuando menos, está la opción recomponer o perfeccionar -o incluso de reemplazar- lo que actualmente no opera adecuadamente. Como mínimo se tendría que explicar con claridad por qué no es necesario considerar estas opciones. Pero estas explicaciones no han llegado o han sido escasamente articuladas. En su lugar, el Presidente suele redoblar sus críticas a la institución en cuestión y, si es necesario, a quienes critican a su crítica.
En este escenario, dos preguntas estrechamente interrelacionadas se imponen. La primera es: si existen explicaciones disponibles, ¿por qué sustituirlas por descalificaciones repetitivas como las mencionadas arriba? La segunda pregunta es: si es bien sabido que el discurso en estos términos representa un daño a la imagen del actual Gobierno, ¿por qué entonces no se ha corregido este discurso?
Una hipótesis aceptada en algunos círculos conservadores es que AMLO y su Gobierno no tienen idea de lo que están haciendo y son incapaces de articular un discurso coherente. En esta narrativa, AMLO es una surte de ignorante que no puede más que repetir las mismas frases ante la falta de recursos más sofisticados. Si este fuera el caso, tendría sentido que el Presidente intente evadir a como dé lugar la explicitación de sus estrategias o las respuestas específicas.
Sin embargo, cuando se revisa cabeza fría esta lectura simplista resulta insostenible. Y es que puede gustar o no, pero es claro que existe un proyecto de Gobierno reconocible y que hay personas capaces – desde luego, también incapaces- que buscan implementar este proyecto. Lo importante aquí es que la presencia de un proyecto y la presencia de personas que saben lo que hacen, vuelven improbable que el AMLO no cuente con mejores explicaciones que las que suele articular. Para ser claro, al Presidente le podrían incluso “soplar” las respuestas adecuadas si fuera necesario.
Pero más relevante todavía para efectos de descartar la lectura de la ignorancia es el impacto en términos de imagen, mencionado arriba, que estas frases han generado. Suponer que el Presidente y su Gobierno no cuentan con información sobre este efecto al implicaría una buena dosis de ingenuidad. Por ende, es sensato suponer que AMLO tiene mejores respuestas disponibles, pero que suele optar, a pesar de los costos, por repetir la misma batería de descalificaciones y generalidades. Que cuando el Presidente, por ejemplo, repite la frase “tengo otros datos” lo hace intencionalmente, perfectamente consciente de los efectos que esto generará y calculando que los beneficios obtenidos serán superiores a los costos.
Esto último cobra especial relevancia cuando se considera que las herramientas que usa el Gobierno de AMLO parecen copiadas del recetario empleado los populistas derechistas del momento. La apariencia de improvisación, el desprecio a los datos y a los expertos o la desacreditación general a la prensa crítica, son todas estrategias evidentemente exitosas actualmente. Por alguna razón, AMLO ha optado por replicar las tácticas discursivas de derechistas duros como Donald Trump, Mateo Salvini o Boris Johnson, y no las de quienes tendrían que ser sus análogos en la izquierda -como Elizabeth Warren, quien es siempre detallada y clara en la explicación de sus políticas y sus estrategias-.
Existen al menos dos formas de interpretar esta selección intencional por parte del Presidente. (a) La primera es que el Gobierno de AMLO esté empleando la metodología de la derecha para manipular en su intento de empoderarse a cualquier costo de la mano de una élite privilegiada. En este escenario, la diferencia entre nuestro actual gobierno y los gobiernos de los populistas de derecha mencionados arriba es menor de lo que se supone. SI este fuera el caso, estaríamos ante un intento bien planeado de un puñado de oligarcas y de sus alfiles políticos de reemplazar el sistema protodemocrático que tanto les ha beneficiado por uno que les beneficiaría aún más. Sin embargo, dado el ímpetu redistributivo del actual Gobierno, y considerando sus intento de contener a grandes capitales o el perfil de parte importante de las personas que le integran, se antoja difícil que esto sea lo que está ocurriendo en México.
(b) Una segunda posibilidad, más probable que la primera, es que el Gobierno de AMLO haya decidido tomar “prestadas” las estrategias de la derecha populista con el fin de frenar los embates de las élites que se resisten o que le temen a su proyecto; esto es, que esté usando estas estrategias para contener, mediante el apoyo popular, al grupo que se ha beneficiado enormemente de los espacios abiertos por la transición democrática en México. La idea aquí es que, con tal de evadir lo que podría ser una lucha asimétrica contra quienes han mandado en nuestro país en las últimas décadas, el actual Gobierno habría optado por cancelar por completo la posibilidad de que estas élites puedan moldear la opinión pública en su contra.
Así, cuando, por ejemplo, los nombres de medios independientes y críticos son manchados por el Presidente por resultar incómodos, alguien podría decir que estamos ante daños colaterales que vale la pena absorber; o, por ponerlo en otros términos, que estamos ante una instancia del pago de “justos” por “pecadores”. El llamado del Presidente a los medios a “portarse bien” o sumarse a su proyecto es consistente con esta lectura, pues representa una convocatoria explícita a hacer frente a esta cargada o, de lo contrario, aceptar ser etiquetados como parte de la misma. Esta lectura también brinda sentido al intento de reducir o desaparecer instituciones que pueden dar herramientas a los críticos del actual Gobierno.
Quienes aceptan esta dinámica suscriben implícitamente que el fin justifica los medios y que las buenas intenciones del Presidente garantizan que, en el último término, llegaremos a buen puerto. Lo único que queda entonces es al público es cerrar los ojos, tomarse la mano del Gobierno y brincar confiando en que se aterrizará en un lugar seguro.
Sin embargo, este brinco es sumamente problemático. En primer lugar, porque por el momento no hay señales de cómo podría ser éste el caso. Sí las hay, en cambio, de que el tono o la erosión democrática generados por el Gobierno de AMLO podrían volverse en su contra y ser utilizados por los mismos grupos a los que busca despojar del control del país.
Pero el brinco al que se nos invita es problemático, sobre todo, porque la confianza ciega es esencialmente incompatible con la democracia. Y porque, más allá de la simpatía que a uno pueda generar determinada visión de Gobierno, la idea de que para salvar la democracia es necesario recurrir a herramientas fundamentalmente antidemocráticas abre la puerta a riesgos que no México no tendría por qué enfrentar.
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