Te curas las heridas con tu saliva añejada y sales de la cueva. El Sol, aún invernal, te obliga a cerrar los ojos y así, medio ciego, te estrellas contra el primer árbol que se te cruza. Un sauce llorón, tenía que hacer, y tú, para combinar, te pones a llorar mientras te arrastras de vuelta a la cueva. Pero esta vez te quedas en el recibidor y asomas de cuando en cuando un dedo del pie a ver si la estación ha cambiado y, una tarde, resulta que así es y que el blanco de afuera ya es verde, como tú te acordabas. Más animado, sales y pruebas las plantas de tus pies en la superficie irregular. Después de un rato, es como si nunca hubiera nevado; corres como cervatillo alocado, sin darte cuenta de que estás salpicando los tulipanes nuevos de sangre, y cuando la primavera ya es todo lo que tiene que ser, de pronto estás compartiendo el aire con alguien más, el aire, las hierbas y la sombra, preguntándote porqué te habías ocultado en aquella cueva, en primer lugar.
Intercambian ojos y eres el esquimal que aprende a reconocer veinte nuevos colores para el blanco, veinte para el azul y tan extasiado estás que olvidas que el negro también tiene tonos, y que lo que le gusta es atomizarse y pintar tus colores de milímetro en milímetro, huidizo, tramposo, secretista. Intercambian pasados y entonces, sin que lo notes, del tuyo se escapan un par de duendes barbones, musgosos, que azuzan al presente común y le truenan las burbujas de jabón antes de que cumplan su cometido de tocar las nubes. Y tú creías que los habías matado, pero los duendes son inmortales.
Gira el planeta de los dos e inevitablemente llega, de nuevo, el otoño. Se anuncia con días más cortos y noches más largas y frías. Les eclipsa la decepción, y las hierbas pisoteadas se mezclan con pétalos caídos, sucios de lodo y baba de duende. A ti también te han metido el pie sus haditas malévolas, y si antes te parecían lindas esas alas traslúcidas, hoy quisieras quebrarlas o clavarlas con alfileres a la pared de otra casa, la del pasado, y que se queden ahí donde pertenecen. Llega la recolección previa al invierno y cada uno se guarda sus nueces en rincones distintos. Las haditas le tejen una manta con sus agujas diminutas y sabes que no alcanzará a cubrirte los pies. Tus duendes redactan canciones cálidas, en un idioma que el otro no entiende, y así parece que los alcanzará el invierno, juntos, solos, tristes.
¿Tendrán que ser siempre idénticos los ciclos? ¿Para qué salir de la cueva entonces? Se abrazan para pasar la última noche bajo las estrellas y hay un silencio de hielo entre los dos cuerpos estirados e inmóviles, entre los dos pares de ojos que quisieran encontrarle poesía a la luna llena de allá arriba. ¿Eres uno nuevo o eres el mismo de siempre?, quisieras preguntarle, pero no te escucha. ¿Sabes quién soy o es que me intercambias con tu reflejo en el lago?, quisiera decirte, pero no le escuchas. Sabes qué viene: ese muro, como un árbol estrenando anillos, se ensanchará con el paso de los días, de los meses. Hoy no se escuchan; mañana no se verán. Después serán sombras del otro lado y aunque estén espalda con espalda y pensando en cómo es que permitieron que se tornara tan gélido el invierno, no habrá verano que derrita el glaciar y estará el bosque partido en dos. Irreversiblemente.
Es la hora más fría de la madrugada, perfecta para rendirse y llorarle a esa luna ciega un par de lágrimas. No tienes puños contra el muro, el otro tampoco. Pero hay quien sí, y el ruido los saca de su apesadumbrado letargo y se encuentran con mucha diminuta actividad en todas las esquinas de la pared de hielo que con tanta facilidad había germinado. Y es que las hadas, con sus pequeñas agujas, taladran el cristal, enfurecidas, y los duendes, cantando sus tristes odas, derriten el hielo con sus alientos hirvientes. Pronto ese muro es tan frágil que se ha convertido en una lluvia portentosa, en un desplome de estalactitas transparentes, y ustedes dos tienen que correr a refugiarse. Antes de que te des cuenta, están en tu cueva. Pasaron de largo el recibidor, por la prisa, y están en el fondo más oscuro. ¿Qué encontrará el otro ahí? Le parece linda y acogedora, tu cueva. Habitada y humana, como sólo podía ser. Afuera llueve, ustedes se abrazan y resulta que siguen sangrando. Quizá sangrarán para siempre, quizá se aprenderán a suturar uno al otro: algunas heridas se curan mejor cerrándolas con agujas de hada, otras sanan cantándoles, como a los niños insomnes.
Mientras tanto, mientras llueve, mientras invierna, afuera, en el bosque, los duendes enseñan a las hadas a cantar y ellas, con paciencia, les muestran a ellos dónde están sus alas.