Héctor enciende la sirena y entre volantazos se abre camino en medio del tráfico de la capital mexicana para llegar al domicilio: un conjunto habitacional donde una de las vecinas nada más de verlo entrar para estacionar el vehículo lo intimida.
Por Cristina Sánchez Reyes
México, 2 de julio (EFE).- Ernesto Sánchez y Héctor Velázquez abordan desde temprano su ambulancia, la 042 de la Cruz Roja Mexicana, sin saber si habrán de enfrentar un apuñalamiento, una caída en el metro o un paciente con coronavirus. “Amamos salvar vidas”, dicen con orgullo.
En la sede nacional de la Cruz Roja, ubicada en el barrio de Polanco, ambos son reconocidos por su temple y el carácter que muestran al desempeñar un trabajo que, reconocen, es solo para aquellos que tienen “carácter de acero”.
Sin embargo, la pandemia por coronavirus, que suma ya más de 220 mil casos y rebasa las 28.000 muertes en México, ha cambiado la dinámica que tenían en su trabajo.
“Al principio teníamos seis traslados diarios, mínimo. Ahora han bajado, pero es porque solo llegamos a verificar la muerte del paciente”, afirma a Efe Ernesto, un joven que a sus 22 años ya le tocó ser héroe en sismos y hasta en el atentado al secretario de Seguridad Ciudadana, Omar García Harfuch, el pasado viernes.
Apenas pasa del mediodía y ya han tenido que dejar a dos pacientes en dos hospitales.
El último, un señor de 94 años que cayó de unas escaleras del metro capitalino, será atendido en la Cruz Roja.
ALERTA COVID
Pero el trabajo no termina. A la ambulancia ha entrado una llamada para auxiliar a un paciente diagnosticado con coronavirus que apenas oxigena en un 20 por ciento.
Héctor enciende la sirena y entre volantazos se abre camino en medio del tráfico de la capital mexicana para llegar al domicilio: un conjunto habitacional donde una de las vecinas nada más de verlo entrar para estacionar el vehículo lo intimida.
“Quítate que vas a estorbar la entrada de coches”, le grita ella. “Vengo a una emergencia, no a venderte dulces”, contesta un enojado Héctor, mientras su compañero empieza a cuestionar al familiar del paciente.
“Hay que valorar al enfermo”, sostiene Ernesto y en cuestión de segundos se enfunda en el traje tyvek -de máxima protección-, un par de botas quirúrgicas, un cubrebocas especializado y dos pares de guantes.
Apenas minutos después, el joven paramédico sale y avisa a su compañero que habrán de trasladar al paciente. Ha recomendado a los familiares que le acompañen en la ambulancia porque “quizá es la última vez que vean a su familiar vivo”, lamenta.
Entonces empieza un complejo protocolo en el que los paramédicos deben avisar a los hospitales cercanos. Si alguno tiene lugar podrán trasladar al paciente por lo que hay que esperar.
Eso, reconocen ambos, es lo más agotador. La espera. “A veces nos toma hasta cinco horas dejar al paciente en un hospital. Muchos ya están saturados”, aseveró Héctor.
Y, lo que más frustra, dicen, es que todavía hay mucha gente que no confía en la existencia de la COVID-19.
“Queremos que crean, que se cuiden, no salgan, que se laven las manos. Es una enfermedad que está matando a muchas personas, no es invención”, afirma enfático Héctor.
AMOR A LA VOCACIÓN
Julio César Hernández Cárdenas es el jefe de guardia del turno matutino. Tiene a su cargo a 30 paramédicos, entre ellos Héctor y Ernesto. Y todos ellos, afirma contundente, están ahí por amor a su profesión.
“Ser paramédico es una forma de vida. Lo que nos mantiene aquí es la humanidad, se convierte en una vocación”, explica.
Es justo eso lo que los hace seguir trabajando y ayudando a la gente pese a que muchas veces son víctimas de agresiones.
“La gente a veces nos agrede verbal y físicamente. Me ha tocado que me empujen”, comenta Héctor.
Y asegura que ahora, durante la pandemia, esta situación se ha agudizado. Incluso, en una ocasión, no le permitieron entrar a un establecimiento por miedo a ser portador del coronavirus.
“Acabábamos de salir de un servicio pesado, llevábamos calor, estrés, queríamos refrescarnos y nos cerraron la puerta. Estamos para servirle a la gente y la gente no lo entiende”, lamenta.
Pese a ello no se desanima y no se arrepiente de haber dejado su trabajo de oficinista para dedicarse a ayudar a la gente. “Estamos mal pagados, pero lo que vivimos en esta profesión no tiene precio”, asegura.
Héctor y Ernesto coinciden en que es un trabajo duro. Apenas a unos minutos de empezar este turno, tuvieron que auxiliar a un joven que se había apuñalado a sí mismo. “34 puñaladas”, dice Ernesto.
Para ambos, lo más difícil ha sido atender a personas cercanas o que les recuerdan a un ser querido.
“Una de las más impactantes es cuando tuvimos que rescatar a los padres de un compañero paramédico que fueron baleados”, manifiesta Héctor, mientras Ernesto afirma que lo que más le afecta es atender a niños y personas de la tercera edad.
Es por ello que la Cruz Roja les proporciona terapias psicológicas, individuales y en grupo, pues enfrentarse todos los días a la muerte requiere de una gran estabilidad emocional.
Orgulloso, Héctor asegura que si algo le caracteriza es su temple fuerte “por eso me dicen El Perro”, afirma, mientras se monta nuevamente en su ambulancia. Hay emergencias que atender.