En el prólogo de El libro rojo. Continuación, compilado y editado por Gerardo Villadelángel –que publicamos por cortesía del Fondo de Cultura Económica como adelanto exclusivo para los lectores de Puntos y Comas- el antropólogo, sociólogo y académico reflexiona sobre lo que puede significar la exposición de la violencia sanguinaria en la sociedad mexicana
Ciudad de México, 2 de julio (SinEmbargo).– La nota roja es como un hilo de sangre que se escurre por los intersticios de la sociedad. Seguir su curso nos enfrenta a las dimensiones monstruosas, marginales, violentas o enfermas de la vida social, pero también nos ayuda a entender sus aspectos característicos y “normales”.
Susan Sontag dijo que la fascinación por las monstruosidades expresa una tendencia encaminada a subvertir la inocencia humana y a observar sin clemencia a la sociedad, desde una perspectiva exótica, para mostrar el horror de sus deformaciones. Ella temía que la exhibición de monstruosidades aumentase la resignación ante lo terrible, con lo cual se auspicia una enajenación que anquilosa reacciones comunes frente a la vida real. Esta idea no me parece ajustada a lo que ocurre en nuestro entorno social.
La exposición de monstruosidades y perversidades está ligada a tendencias históricas profundas de una gran complejidad. No hay nada que permita creer que la representación y descripción de anormalidades sociales, psíquicas o físicas —como si se tratase de una droga— aumenten la tolerancia ante fenómenos malignos y dañinos.
Al bajar el umbral que define lo monstruoso o lo maligno, en muchos casos, se estimula una inclinación crítica ante la modernidad, pues la exposición de anomalías nos invita a entender que la supuesta normalidad es más monstruosa de lo que se suele admitir. Pero, por otro lado, el vértigo frente a un abismo muy cercano a nosotros, en el fondo del cual hay un hervidero de monstruosidades y hechos sangrientos, puede desencadenar fenómenos de cohesión, de afirmación de la identidad y de conservación del statu quo normal.
Al abatir el umbral de tolerancia ante el terror que inspiran las violencias, deformidades y anormalidades se hace con frecuencia un llamado a comprender que detrás de la extrema monstruosidad puede haber una humanidad que pocos son capaces de reconocer y apreciar: tal es el mensaje del monstruo creado por el doctor Frankenstein.
He explorado este problema en mis estudios sobre el mito del salvaje en la tradición occidental. Aquí quiero reflexionar brevemente sobre lo que puede significar la exposición de la violencia sanguinaria en la sociedad mexicana, tal como la presenta El libro rojo. Continuación, compilado y editado por Gerardo Villadelángel.
En esta obra el lector encontrará muy diversas expresiones de criminalidad, de catástrofes y de acontecimientos sangrientos. Desde luego, están los casos de extraños y a veces espectaculares asesinos o bandidos. Pero aparecen también los incidentes ligados a la política, a la corrupción, al narcotráfico.
Para ejemplificar la dramática dimensión humana que hay detrás de la criminalidad, es sintomático el caso del robo a un banco en Los Mochis, en 1988. Allí se observa una curiosa transmutación: los asaltantes acaban siendo más humanos y simpáticos que los policías que los tienen rodeados. La multitud que presencia el asalto apoya a los ladrones que están atrapados en el banco, con rehenes.
Otro caso que permite entrever con ternura los aspectos trágicos detrás de un horrible asesinato es el de Elvira Luz Cruz, la madre que mató en 1982 a sus cuatro hijos empujada por la miseria y la desesperación. Más difícil de digerir es la acción de Alejandro Braun, alias el Chacal, quien en 1986 violó y estranguló a una niña de seis años de edad en Acapulco. Su cómplice, que era su sirviente, acabó en la cárcel, pero el Chacal, gracias a la corrupción laberíntica del sistema judicial, quedó en libertad. Aquí se reúnen la perversión del sistema y la del criminal.
Fascinante es también la historia de los llamados Narcosatánicos encabezados por el cubano-americano Adolfo de Jesús Constanzo, nombrado el Padrino; en realidad no los animaba el satanismo sino el culto al Palo Mayombe, propio de la santería caribeña. El Padrino ordenó que otro miembro del grupo de santeros lo matara cuando la policía lo rodeó en un edificio de la Ciudad de México. Los detalles espeluznantes de las aventuras de esta banda no ocultan las desventuras de quienes cayeron en el caldero (nganga) para ser cocinados y devorados durante el ritual.
En otra historia ocurrida durante los meses de enero, febrero y marzo de 1989 en Guadalajara, un asesino serial mató a balazos, siempre con una pistola calibre 7.65, a nueve indigentes; conocido como el Mataindigentes, el misterioso personaje nunca fue encontrado: desapareció sin dejar rastros.
El folclore de los casos espectaculares y monstruosos parece diluirse cuando el hilo de sangre fluye por los corredores de las oficinas de gobierno o de la policía. Allí donde reina la corrupción aparece la bestial sordidez de casos como el de Bernabé Jurado, famoso abogado que en 1951 logró liberar de la cárcel al escritor William Burroughs, quien había disparado contra su esposa Joan en un juego de borrachos ocurrido en su departamento de la colonia Roma.
Bernabé Jurado se ligó estrechamente a la corrupción que caracterizaba al sistema político mexicano. Solía enamorar a las mujeres que divorciaba para quedarse con su dinero, mientras se daba tiempo para defender con éxito a la escoria de la sociedad. Terminó su vida en 1980 asesinando a su vez a su propia mujer, para suicidarse enseguida. Los celos por los cuales mató a su esposa revelan que no solamente era una pieza de la máquina judicial corrupta, sino también un ser devorado por pasiones.
Otro ejemplo paradigmático es el de Aureliano Rivera Yarahuán, policía judicial sinaloense dedicado a secuestrar niños y jóvenes, a los que torturaba y violaba y que tenía por costumbre nunca devolverlos vivos después del pago por su rescate. Él y su amante cayeron acribillados en una celada que les tendió la policía federal cerca de la Ciudad de México en 1983.
Por su parte, el comandante Alfredo Ríos Galeana, hoy preso, se declara arrepentido, se acoge a los Evangelios y pide perdón a sus víctimas. Comandó el famoso Batallón de Radiopatrullas del Estado de México y, una vez desaparecido este cuerpo, se dedicó al asalto a bancos y a los secuestros. Varias veces fue detenido y siempre se fugó de la cárcel. Después de veinte años de vida tranquila como hombre aparentemente arrepentido y piadoso, Ríos Galeana cayó preso en Los Ángeles en 2005 y fue deportado a México, donde purga su condena.
A estas historias se agrega la de los policías Arturo Durazo Moreno y Francisco Sahagún Baca, entre cuyas muchas tropelías se hallan los famosos muertos del río Tula descubiertos en 1981.
Como se sabe, de la corrupción a la política sólo hay un paso. El asesinato político es una de las expresiones más deleznables de la corrupción. No es casual que pocos días antes de las elecciones presidenciales de 1988, en las que peligraba la hegemonía del PRI, fueran asesinados Francisco Xavier Ovando y su secretario Román Gil, encargados de recolectar información electoral en la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas. Fueron víctimas del antiguo régimen autoritario.
Por otro lado, un periodista que se distinguió por sus denuncias de la corrupción gubernamental fue víctima también, en 1984, de la represión. En este caso sí fue encontrado un culpable, el director de la policía política del régimen, José Antonio Zorrilla, aunque probablemente actuó por órdenes de instancias superiores. El asesinato de Buendía, que posiblemente fue un crimen de Estado, revela una macabra red de corrupción y complicidades en las más altas esferas del poder. Constituye, además, uno de los ejemplos más elocuentes de la narcopolítica.
Otro asesinato en 1987 destapó también el inmenso basurero político. Ahora el muerto era un dirigente del PRI, muy conocido por ser “el zar de la basura”, el inmensamente rico líder del gremio de pepenadores. Su esposa, que ya no lo aguantaba, lo mandó matar.
Y un basurero más quedó al descubierto en 1981, cuando fue asesinado el maestro Misael Núñez Acosta, crítico de las mafias que dominaban el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, que es hasta nuestros días un verdadero albañal.
Un capítulo aparte merece la violencia que emana de grupos de la izquierda fanática radical: el método de los pistoleros del Partido Revolucionario Obrero Clandestino Unión del Pueblo (PROCUP) sería ridículo si no fuera porque en 1990 mataron a dos guardias del diario La Jornada creyendo que luchaban contra su enemigo de clase, aunque en realidad se trataba simplemente de un malentendido.
El tema del narcotráfico claramente se encuentra en el centro de la nota roja en México. Los grupos ligados al control de drogas son los responsables de una inmensa carnicería que genera miles de asesinatos. La vida cotidiana y la cultura política han sido profundamente marcadas por la violencia de los narcotraficantes.
Por supuesto, Rafael Caro Quintero es una figura emblemática en este rubro y su implicación en la muerte del agente de la DEA Enrique Camarena lo colocó en el centro de un lóbrego espectáculo. Su vida criminal y rocambolesca lo llevó a pasar veintiocho años en la cárcel, de la que salió en 2013 gracias a errores de procedimiento durante el juicio. Es buscado, pero no ha sido localizado.
El episodio del cardenal Posadas es otro símbolo de la presencia de los narcos en todas las esferas de la sociedad: para muchos sigue siendo un enigma su forma de intromisión en el tiroteo que abatió al prelado. Y el asesinato de periodistas permanece como uno de los males que aquejan a México, uno de los países donde este gremio corre más peligros: como aquí se revisa, los informadores del semanario Zeta por largo tiempo han sufrido múltiples agresiones y amenazas de distintos núcleos de poder, los cárteles en primer término.
La comunidad cultural suele desarrollar sospechas ante los crímenes que ocurren en su ámbito. Se ha supuesto, con buenos fundamentos, que la escritora Nellie Campobello fue secuestrada durante años y su muerte ocultada para apropiarse de sus bienes.
En distinto caso, en algunas voces también hubo dudas sobre la responsabilidad de Pablo Molinet, un joven poeta de familia intelectual que según los indicios mató a su sirvienta. Antes, la misteriosa muerte, aparentemente un suicidio, del artista Melecio Galván sembró desconfianza en muchos. ¿Sus actitudes contraculturales y radicales provocaron que fuese asesinado? ¿Su inestabilidad emocional lo llevó a inmolarse?
Las catástrofes y los accidentes dejan igualmente su huella profunda en la nota roja, no sólo por el elevado número de afectados que suelen causar, sino además por las dimensiones no azarosas que los rodean.
Las explosiones de Guadalajara en 1992 revelaron omisiones del gobierno, errores de construcción y redes de caciquismo político que viciaron su investigación. En años previos, en 1984, una fuga de gas en las instalaciones de Pemex en San Juanico, dentro de la zona metropolitana de la Ciudad de México, ocasionó explosiones extraordinariamente intensas. Algo debió fallar en la vigilancia del buen funcionamiento de las válvulas y en el control de fisuras en las tuberías.
Todos los casos que he mencionado reciben atención en este libro y el lector encontrará en los diferentes capítulos descripciones, análisis y comentarios que no lo dejarán indiferente ante la tragedia y los actos monstruosos.
Comprenderá que además del interés que puedan despertarle las historias comentadas aquí hay acaso un punto de atracción morbosa difícil de explicar y de reconocer. Es un impulso que podemos ver a nuestro alrededor, como cuando se reúne una multitud en torno de un accidentado o frente a un edificio que se incendia. Es una especie de vértigo que nos hace sentir, más que pensar, que nosotros mismos podríamos estar encerrados en la casa que se quema o tirados en la cuneta, inconscientes. El miedo ante los desastres y los accidentes genera una incómoda atracción.
Podemos comprobar que versiones muy atenuadas de lo salvaje y lo monstruoso están presentes a nuestro alrededor y, a veces, dentro de nosotros mismos. El impulso criminal se conecta con la envidia por los bienes ajenos, el odio a los enemigos, los efectos desastrosos de la desesperación y el sufrimiento de celos. ¿Dónde se halla escondido el mal? ¿Se encuentra ya en forma larvaria en la envidia, el odio, la desesperación y los celos?
Los robos, las estafas, los actos corruptos, la aniquilación de contrincantes, el extremo fanatismo se ligan con hechos frecuentes en nuestro contexto: los pequeños sobornos que se admiten fácilmente, los objetos de poco valor que desaparecen de las oficinas, el chismorreo que daña reputaciones y las banales creencias en la mala suerte. Sabemos de áreas extensas de la sociedad que se encuentran empapadas en ocultas corruptelas y malos manejos, aunque no llegan a ocurrir allí crímenes espectaculares y alarmantes todos los días. ¿Dónde termina lo “normal” y comienza lo escandaloso? Podemos intuir que hay flujos ocultos que conectan el lado oscuro de las esferas gubernamentales con los asesinatos políticos, el fanatismo religioso con los rituales sanguinarios, la incivilidad con el robo en gran escala, los odios cotidianos generados por molestias en el entorno con acciones de exterminio y la atracción por la aventura con la formación de pandillas de secuestradores.
Pero la comprensión de que los males extremos están conectados con males menores no suele conducir a tolerar las sucias pequeñeces que empapan la vida social y política. Más bien puede (y debe) ocasionar el efecto contrario: comprender que la raíz del mal no se encuentra sólo en las profundidades oscuras de mentes perversas sino también en la vida cotidiana de la sociedad en la que ocurren las atrocidades.
La nota roja no sólo es el reflejo de lo inaudito, extraño y anormal. Expresa a su vez la cultura y las peculiaridades del tejido social que rodea al acontecimiento extraordinario y al personaje insólito. El perfil de un pueblo y el color de una época quedan inscritos en la anatomía del hecho sangriento excepcional con tanta fuerza o más que en el carácter de sus héroes. En torno a los acontecimientos brutales y atroces se tejen con frecuencia mitos de larga duración que modelan la memoria de las personas y orientan su percepción del escenario en que viven. Estos mitos influyen en los juicios morales y en las actitudes hacia la vida cotidiana. Vale la pena que reflexionemos sobre ellos.