Una lágrima se escapa del ojo derecho de Alejandra, de 27 años, pero de inmediato la reprime. Dice que no le gusta llorar frente a los extraños. Su sueño un día fue ser enfermera para ayudar, pero la vida es cabrona y ahora, en medio de una pandemia global, ella pasa las noches sentada en algún rincón del Jardín San Fernando, en la Ciudad de México, esperando por algún cliente para poder llevar el pan a casa.
Ciudad de México, 2 de junio (SinEmbargo).- “¿Vamos al hotel?”, pregunta Alejandra entre dientes. Luego se sienta en una banca verde del Jardín San Fernando y saca un celular dañado. “Se me bloqueo la cuenta”, explica. “¿Sabes cómo arreglarlo?”, cuestiona. Se lleva las manos a la cabeza y sonríe. El móvil que carga tiene la pantalla estrellada, no funciona desde hace tiempo, pero sirve de pretexto para alargar las charlas con extraños ahí, uno de los tantos espacios de la Ciudad de México a los que el confinamiento jamás llegó. “Creo que se le daño el software”, dice la joven. Luego vuelve a cuestionar con la voz atropellada por los dientes: “¿sí vamos al hotel?”.
Alejandra tiene moretones en el brazo izquierdo y a una Santa Muerte tatuada en el derecho. De lo que pasó en el izquierdo no habla, y del dibujo en el derecho cuenta que es a quien le pide salud y paz para ella y su familia. Hoy más que nunca. Sólo así se mantiene alejada del miedo a toparse con “un loco” o a contagiarse de la COVID-19. Dice que un día quiso ser enfermera, pero la vida es “cabrona” y tuvo que optar por el sexoservicio para llevar pan a la casa.
Durante los 70 días de la Jornada Nacional de Sana Distancia, Alejandra, de 27 años, pasó horas y horas en el transporte público. Tuvo que trasladarse de Atizapán de Zaragoza, Estado de México, al Jardín San Fernando, en la periferia del Metro Hidalgo, zona de alto contagio en la Ciudad de México. Y ahí se aventó más horas y horas, aguardando por algún cliente. Se quedó noches completas, arropada por un café y un cigarro, para ver si juntaba unos pesos para seguir ayudando a su carnala (hermana) y mantener a sus tres hijos. Fueron 10 semanas complicadas, dice.
“A veces te encuentras cada loco. Nos tratan mal. Y luego las chicas que no te dejan trabajar aquí, ya te quieren cobrar piso y acá. Yo me he enfrentado con unos (tipos locos), pero es aventarle huevos, ¿no? Sí me han llegado a pegar, pero también les he pegado. Yo soy madre soltera y yo saco a mis tres hijos adelante. Veo por ellos, nadie más va a ver por ellos”, dice. Luego guarda el celular de la pantalla rota en una bolsa que carga desde el Estado de México.
Alejandra dice que se tiene que arriesgar a acercarse a sujetos desconocidos. Que no hay de otra. Si no lo hace, no hay para la renta. Ya la han amenazado de muerte, y ya le han contado de mujeres que son asesinadas por los clientes, pero dice que Dios y la Santa Muerte la van a seguir cuidando. También se pone en manos de Jesús, un carnalito (hermano) al que le mataron. “No tengo estudios, a mí a los siete años me sacaron de la escuela. Sin saber escribir ni leer… No te aceptan, te piden papeles, te piden experiencia. ¿Qué te queda? Pues venir aquí”, dice.
A la violencia a la que se expone (golpes e insultos de clientes, cobros de piso de compañeras y robos en la zona), se suma el riesgo a enfermar, hoy por el SARS-COV-2, ayer (y todavía hoy) por el VIH. “A veces también que se llega a romper el condón, a mí no me ha pasado pero sé de chicas que sí les pasó. Les pegan el SIDA. Imagínate: con 300, 500 pesos, lo que te esté pagando el cliente, pues no te va a curar esa enfermedad. Son muchas cosas. A muchas compañeras las han matado, apenas mataron a una muchacha”, relata. También asegura que hasta a los policías hay que darles dinero para que dejen trabajar. “Se prestan a la mamada”, lamenta. “Nos dicen que está prohibida la prostitución y nos sacan una feria”, agrega.
La mujer dice que desde marzo procura no acercarse a sus hijos. No los abraza ni los besa. Precisamente por el miedo a ser portadora del SARS-COV-2 y contagiarlos. “Sí me da miedo, me da pánico tener que enfrentar una situación así, poder contagiar a mis hijos, pero trato de cuidarme mucho, lavarme, asearme, lavarme las manos. Ya no le doy beso a mis hijos con esto del virus. Quiero abrazar a mis sobrinos, jugar, pero ya, ya no. Como le digo a mis hijos: ‘ahorita no podemos convivir mucho’, luego eso te pone mal porque son mi motor”, relata.
“Hay veces que estoy harta de esta situación, pero hay que aventarle huevos. Le pido mucho a Dios, le pido mucho a mi Santa (se señala el brazo derecho). Le pido a Dios, le doy gracias por un día más de vida y por mi familia, que esté bien yo, para llevar un pan a mis hijos y mi mamá. […] Casi vengo al día. En una semana 500 pesos. Imagínate: no te alcanza para nada. Pañales, leche. He tenido que pasar aquí toda la noche, y pura robadera y robadera, y robadera. Aquí y en todos lados, donde te pares”, agrega.
En el Jardín San Fernando, donde Ale pasa jornadas completas, la Sana Distancia brilló por su ausencia durante los más de dos meses de la Jornada Nacional. Una pareja, por ejemplo, se sienta en una de las bancas a echarse unos taquitos de chicharrón. Agarran y distribuyen los nopales y las cebollas en la tortilla con las manos con las que tocaron el respaldo del asiento metálico. Los adultos mayores, en otro ejemplo, van y vienen sin cubrebocas. Los jóvenes, lo mismo. Y son decenas los que visitan el Jardín en minutos, cientos en un día. Es un lugar en el que el tiempo se detuvo.
El día en que Alejandra habló para este texto, el domingo 31 de mayo, México se aproximaba a los 100 mil casos confirmados acumulados de COVID-19, de acuerdo con las cifras de la Secretaría de Salud federal. Eso, sin embargo, no frenó el flujo de personas en el Jardín San Fernando. Y es que se tiene que salir a la calle, aun arriesgando la vida, para ganarse una sorjuana (expresión usada coloquialmente para los billete de 200 pesos).
Antes de levantarse de la banca verde para seguir tratando de alargar pláticas con su celular estrellado, Alejandra dice que le gustaría ir a un psicólogo. Las huellas que le dejaron los golpes de su padre y la muerte de su carnalito no se curan nomás así, asegura. Una lágrima se escapa de su ojo derecho, pero de inmediato la reprime. Dice que no le gusta que otros la vean llorar, y menos los extraños. Agrega que cada día lucha para no caer en los vicios, pues porque esas madres te acaban. Asegura que los apoyos que dio el Gobierno a las sexoservidoras no son suficientes para vivir. Luego se levanta. Sonríe. “Voy a estar por aquí”, dice. Vuelve a checar que la lágrima se haya extinto. Se marcha.