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Julieta Cardona

02/06/2018 - 12:00 am

Carta a mi futura esposa

Con ella atravesé arboles despelucados, gatos moribundos, océanos partidos; certezas que más bien eran fragmentos de nada; alas libres, sueltas y sin cuerpos pegados; color acantilados entregados al océano, arena desértica, cortezas imposibles; libros prestados; quesos –montones de quesos, ovejas, cabras–; peras y chabacanos; algos disfrazados de conejos o estepas desteñidas; corazones hervidos de lo rojos; pozos inmensos de aguas termales.

Y en las piedras de los ríos nos lavábamos el pasado. Imagen: Pinterest.

Camino a encontrarte, me enamoré de otra mujer que no eras tú.

Con ella atravesé arboles despelucados, gatos moribundos, océanos partidos; certezas que más bien eran fragmentos de nada; alas libres, sueltas y sin cuerpos pegados; color acantilados entregados al océano, arena desértica, cortezas imposibles; libros prestados; quesos –montones de quesos, ovejas, cabras–; peras y chabacanos; algos disfrazados de conejos o estepas desteñidas; corazones hervidos de lo rojos; pozos inmensos de aguas termales.

Juntas viajamos al sol, al cambio infinito del cuerpo de las nubes, al verde musgo, a la luminiscencia del plancton, a los túneles de los cangrejos, al relieve de las montañas dibujadas por un dios desconocido, al canto de las mariposas. Y, sentadas al fuego, tomábamos café, té, pinole, amor o cualquier otra cosa que nos calentara primero los pies y luego la garganta.

Todo lo nuestro era fértil: el suelo, la verdad y la vida. Le rezábamos a la Tierra y crecíamos menta, árboles de mangos, limones y ajos africanos. Nos hablábamos sin adornos ni historietas chuecas y nos acariciábamos las manos como si ese fuera el único camino al cielo.

Y en las piedras de los ríos nos lavábamos el pasado; con los destellos de las libélulas nos sacudíamos los deseos por otras que no fuéramos nosotras. Éramos leales y nos burlábamos del miedo a la par, del miedo a cualquier cosa porque no éramos valientes: éramos libres.

Pero después de todo eso: de mudarnos de mundos, de leer todos los libros prestados, de –incluso– cosernos las alas y de dormir pegadas al fuego; después de todo eso, como es natural, ambas cambiamos. Yo me convertí en esta versión satírica, pues, de mí. Y ella, mujer infinita, te volviste tú.

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