Susan Crowley
02/03/2024 - 12:04 am
Los demonios de Rothko
La obra de Rothko se expande hacia la profundidad de su propio tiempo y se abre hacia el espacio del espectador. Una especie de perspectiva invertida que nos invade. Un ritual de iniciación constante sin Dios, o cuyo dios es Rothko. Una forma de ver el arte, la vida y la muerte.
Texto a propósito de la magna exposición: “Rothko” en la Fundación Louis Vuitton de París, 2024.
Los demonios suelen habitar en la mente de un ser sensible que atisba en ellos con la esperanza de mitigar su fuerza. La ciencia ha encontrado una forma de estudiar el espacio donde les gusta alojarse. Los métodos terapéuticos son una herramienta poderosa para pacificarlos. El don del artista, o tal vez su maldición, es que lidia con ellos de frente. La creación es una forma de batalla contra lo indecible, con eso que no podemos explicar y que vive agazapado en el inconsciente.
Nuestro privilegio, como espectadores, es poder adentrarnos a esos ámbitos ominosos usando al artista como vehículo. Markus Rothkowitz (1903-1970), sabía que su labor era mucho más que la de un pintor de cuadros. Tomó como suyo el desafío de redimir la condición humana frente a la presencia de las cosas que no tienen cabida en una mente racional. En cada una de sus obras bregó con “las emociones humanas fundamentales: la tragedia, el éxtasis, el destino, la muerte”. El poder de su arte es obligarnos a pensar y sentir a la altura de sus ideas; ponernos en riesgo, obligarnos a mirar desde un horizonte al que no estábamos acostumbrados delante de un lienzo.
Uno de sus más agobiantes derroteros, fue la angustia de no poder llegar a transmitirlo y por eso era incansable y obsesivo en su trabajo. Quien simplificó su nombre a Rothko, para ser más americano, aunque odiando al capitalismo galopante de Estados Unidos, era primordial hacernos cómplices de sus fobias, de sus debilidades y fortalezas. Tal vez eso es lo que reverbera en cada una de sus obras, una especie de diálogo silencioso al que penetramos en su compañía. Ciertamente es un diálogo de música y poesía.
El artista entró al mundo del color no por el deleite del color; a la luz, no para jactarse de ser un iluminado; a las texturas amplias, vigorosas y llenas de materia efervescente, no para alardear de maestría y técnica. Su verdadera misión fue la de llevarnos por los caminos desconocidos hasta ese momento en la pintura, abrir ámbitos de exploración y experimentación que permitieran nuevas formas de concebir el arte.
Nacido judío, dentro del imperio ruso; migrante establecido en Nueva York, donde vio florecer su carrera, Rothko fue un diletante de la actuación y la psicología, del jazz y del beat americano y, paradójicamente, toda su vida fue marxista. Maestro de niños en los que descubrió el poder primitivo y la libertad para expresarse. Para él la modernidad del arte y su estrella, la abstracción, estaban atrapados en ceñideros tan rígidos como el criticado arte figurativo. Por eso, durante su primera etapa, fue el artista de las figuras evanescentes, de los personajes apenas bosquejados en el underground neoyorkino. Fugaces visiones que no alcanzan a advertirse, si acaso una delgada columna.
Su también ambiguo y vertiginoso paso por el sobrevaluado Surrealismo, cuyo único asidero fue Arshile Gorki. Los dos con un pasado crudo, de persecución y exilio. Uno de Armenia, el otro de la oprimida Rusia. Los dos, víctimas de la historia desde pequeños. Ambos encontraron en la pintura una vía para redimir su tristeza. Gorki para hablar de su origen, de las entrañables horas en aquel Jardín de Sotchi en el que celebraba la vida al lado de su madre antes de que ella muriera de hambre en sus brazos. Rothko para desatar su furia mítica y escarbar en ella, gracias a Nietzsche y a Esquilo.
Y es aquí donde se establece la gran transición y abandono de todo elemento conocido para convertirse en el Rothko que hoy reconocemos. Enormes paneles en los que se penetra y que nos obligan a exponer-nos. Como un guía espiritual, nos vehicula por la vía física invitándonos a asistir a una experiencia sensual en todos los sentidos. Acudir al acontecimiento. Contemplar para dejar brotar nuestras pulsiones. Descubrir sus volcanes y nuestros volcanes en erupción perpetua, infinita. Fuerzas de la naturaleza en movimiento que jamás dejan de transformarse. Ese es el gran encuentro posible. El uso de materiales como el óleo desde el más espeso hasta diluirlo, la introducción del tempera, herencia de la más antigua forma de pintura religiosa; los pigmentos y en pocas ocasiones el acrílico, todo esto combinado con la intención de hacer poesía, filosofía, música. Todo, menos pintura formal.
Rothko persona, ego de quien se consideró el salvador de la humanidad. El que rompió con las jerarquías del arte. Al que no interesaba el espacio sino como una vía de acceso a la profundidad de un pensamiento trágico, a un tiempo que irrumpe en el lienzo como anuncio de algo por venir. ¿Qué sería? Ni él mismo lo sabía. El que rompió con los efectos lumínicos para ir en busca de la verdadera luz. La que emana de un fondo desconocido, que penetra en la tela a través de los colores, que los traspasa y los lleva a volverse cuerpos, unas veces densos otras ligeros. El color tampoco era la misión de Rothko, salvo como posibilidad de explorar otros horizontes. ¿Con qué fin? Ensayo y error, la eterna experimentación. ¿Hasta cuándo termina? ¿en qué momento el artista decide detener su obra? ¿dónde poner el punto final a una práctica que parece no tener principio ni fin?
La obra de Rothko se expande hacia la profundidad de su propio tiempo y se abre hacia el espacio del espectador. Una especie de perspectiva invertida que nos invade. Un ritual de iniciación constante sin Dios, o cuyo dios es Rothko. Una forma de ver el arte, la vida y la muerte.
Rothko admiró a Turner y su violenta paleta, sus paisajes envueltos en torbellinos destructivos que arrasan a su paso con pueblos tranquilos, con naves mitológicas. Antes de morir pidió que sus murales fueran colocados en la Tate Britain, a un lado de la sala del artista inglés, incomprendido como él mismo siempre se sintió. El fracasado proyecto Seagram´s en el que invirtió buena parte de su última etapa, fue su Waterloo. Consideró una falta de respeto a su obra el que fuera colgada en los muros en un restaurante para gente rica. Renunció, devolvió el dinero y salvó al arte, lo puso en resguardo un segundo antes de que estallara la bomba atómica de los mercados voraces.
Rembrandt fue su otro dios. El descubridor de la luz interior, esa que emana del ser de la pintura. En Rembrandt eran personajes revelados, incluso él mismo. En Rothko son los pasajes por la intimidad en la que la luz irrumpe como un suspiro y pasa, se mueve sinuosa.
“Si quieres encontrar lo sagrado en mi obra, lo encontrarás. Si quieres encontrar lo profano, lo encontrarás”.
Centro violento, la erupción de los volcanes que se activan a nuestro paso. Rothko es incandescente, es furia y es tragedia, la griega, la que debe de completarse con la anagnórisis. En cada una de sus obras descubrimos algo de lo que somos en lo más profundo de nuestras entrañas, nuestros abismos, escisiones y grietas, miedos, pavor, horror, muerte, pero también posibilidad de renacer. Porque en su obra también está Matisse y sus agudas observaciones del plano pictórico. Rothko los tomó prestados y los vació de la figuración para adentrarse en las arias de Mozart y sus juguetones y tramposos personajes que tanto le gustaban y que escuchaba mientras pintaba. Pero también está Wagner y sus amores infinitos, míticos que rebasan la vida y la muerte. Ahí, en alguno de sus cuadros, para ser más precisa en el No. 14, 1960, están los amantes cuya infinita capacidad de pasión no puede detenerse en un cuerpo. Así, en Rothko, los deseos infinitos de arte no pueden ser contenidos en una obra. Rothko decidió interrumpirla a los sesenta y seis años poniendo fin a su vida arropado por sus cuadros en su estudio en el número 157 de la calle 69 en Nueva York.
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