Alma Delia Murillo
02/02/2017 - 12:00 am
De la estupidez a la locura
El progreso no consiste necesariamente en ir hacia delante —Umberto Eco Creo que llegó el momento de asumir que pasamos de la tragedia a la farsa, de la estupidez a la locura. Por allá del año 40 después de Cristo, el emperador Calígula nombró cónsul a su caballo Incitatus, le vistió con elegantes ropas y […]
El progreso no consiste necesariamente en ir hacia delante
—Umberto Eco
Creo que llegó el momento de asumir que pasamos de la tragedia a la farsa, de la estupidez a la locura.
Por allá del año 40 después de Cristo, el emperador Calígula nombró cónsul a su caballo Incitatus, le vistió con elegantes ropas y le destinó una esposa, eligió una mujer para que el caballo copulara regularmente con ella.
Calígula era —cuentan los historiadores— un tirano demencial, pervertido, extravagante. Cruel, autoritario y con una ansiedad sexual desbordada, se deleitaba en la sangre y los intercambios carnales con sus hermanas.
Resulta difícil comprender que Calígula actuó con la complicidad y aprobación del senado, que los miembros de la asamblea dejaron que un enfermo mental de ese calibre gobernara y dispusiera según su voluntad. ¿Por qué un grupo mayoritario de personas cuerdas permitiría que se materializaran los delirios de un loco?
En Psicología hay un mecanismo que se conoce como “locura a dúo”, es un trastorno psíquico compartido en el que un individuo aparentemente sano, se deja contagiar por otro desequilibrado y dominados ambos por la psicosis, cometen actos aberrantes, convirtiéndose cada uno en el síntoma de la enfermedad mental del otro.
Ya saben por dónde voy.
Antes de seguir, quiero aclarar que el título de esta columna está tomado del libro póstumo del lúcido Umberto Eco De la estupidez a la locura (Lumen, 2016), el cual recomiendo con absoluto entusiasmo.
Y ahora sí, creo que vale la pena el ejercicio de detenernos a mirar cuánta de nuestra locura colectiva está depositada, representada, reflejada en ese demente llamado Donald Trump. Porque sí, desde luego el hombre es un enfermo mental y hacen falta dos dedos de frente para darse cuenta, pero no podemos negar que antes de que él apareciera esto ya era un manicomio. No vamos a ocultar ahora que la administración de este país ya era un fracaso que le había explotado en las manos al gobierno que ya nos resignábamos a llamar estado fallido desde hace un par de años. Antes de las amenazas de Trump contra el tratado de libre comercio y la deportación de los migrantes esto ya no tenía pies y, mucho menos, cabeza. Ya éramos huérfanos de líder desde hace tanto tiempo que nuestra carencia no hizo más que evidenciarse en el simbólico momento en que Carlos Slim —ese cabronazo que ha ejercido la violencia económica de sus monopolios contra generaciones de mexicanos— se puso a tirar un discurso en el que, ni cómo negarlo, demostró tener más sentido común e incluso más intuición estadista que todos los políticos mexicanos juntos.
En lo dicho: locura, locura, locura.
Aún así cabe una pregunta, ¿estaríamos mejor preparados para lo que viene si la corrupción que ha devastado al país en los últimos veinte años no hubiera derrochado el presupuesto federal en las fauces de gobernadores, presidentes municipales, secretarios y un interminable etcétera en el que caben todos nuestros funcionarios públicos corruptos?
La crisis humanitaria que se avecina, si deportan a los millones de mexicanos indocumentados en EEUU, será dantesca pero dantesco ya es el nivel de corrupción y violencia en que la indivisible clase narco-política ha sumido a este país, dantesco ya es saber que bajo el suelo mexicano hay centenares de fosas clandestinas con muertos que no le importaron a nadie.
Ahora bien, dejemos el asunto de los que tienen cargo político un rato y miremos hacia nosotros. Los desequilibrados somos todos desde que firmamos un contrato social en el que, como bien advertía Freud, elegimos negar el instinto y fundar una sociedad bajo la peligrosa premisa de que somos seres exclusivamente racionales. No hemos aprendido la lección si insistimos en la hipocresía civilizatoria de negar nuestra locura porque así sólo la empoderamos y le permitimos que nos empuje a tomar decisiones equivocadas.
Abonamos al desvarío el día que empezamos a pelear por causas de compasión selectiva según la clase social y a sacralizar nuestra neurosis personal —bien enraizada en el miedo a los diferentes—, el día que dejamos de pedir justicia para los 43 estudiantes desaparecidos pero recorrimos kilómetros de carretera para llegar a los 15 años de Rubí. Ya, usted pensará que soy maniquea, que mis comparaciones son absurdas. Tal vez, lo que intento es que miremos un año atrás, dos, cinco, diez. Hace ya rato que perdimos la sensatez, el rumbo de las prioridades, hace tiempo que dimos lugar a escalofriantes parámetros que llevan a concluir que vale más la vida de un perro que la de un ser humano pues mostramos solidaridad y empatía sin límites a estos entrañables animalitos pero no a nuestros congéneres.
La comunicación entre mandatarios y secretarios a través de Twitter es parte de la locura que todos retroalimentamos. Un tweet es un pequeño espectáculo de ciento cuarenta caracteres que enloquece al mundo entero: nos pone de cabeza, nos sentimos urgidos a jugar el juego de la inmediatez y, abrumados, reaccionamos antes de siquiera haber comprendido lo que está ocurriendo.
Si bien Trump es el hombre espectáculo por excelencia, ya se sabe que esos personajes proliferan porque nos fascinan: desde Vicente Fox, Hugo Chávez, Silvio Berlusconi hasta el coprotagonista de la farsa Vladimir Putin; lo que digo es que amantes del espectáculo somos todos, somos la civilización espectáculo, y en estos tiempos el show digital es una suerte de alucinógeno que nos hace confiar más en la ilusión virtual que en la realidad. Cuidado. Llámenme amargada pero insisto: hacer política para el festival inmediato de twitter, abona al miedo, a la reacción convulsa, a la psicosis. No veo la parte positiva cuando lo que está en juego es algo crucial y estructural.
¿Por dónde empezar a levantar el tiradero? Se me ocurre que así como queremos desinventar el plástico pues nos hemos dado cuenta de que todas las propiedades que en su día consideramos positivas—impermeable, resistente, duradero— ahora están devastando al planeta, deberíamos desinventar la democracia como actualmente la conocemos. Piénsenlo dos, tres, cinco veces: hoy el azote de todos los países y los continentes es el sistema electoral, no hay plaga del Apocalipsis que no haya venido por el voto, un voto que está secuestrado y pervertido dentro de unas reglas “democráticas” que deberíamos replantear por completo.
Sostengo que la serpiente se mordió la cola, que caímos en nuestra propia trampa de barbarie civilizatoria. Umberto Eco lo dice de otro modo: las dos curvas se cruzaron, la del progreso que iba de atrás hacia delante con la de la regresión que viene en sentido contrario, hoy las dos líneas se intersecan. Tal vez por eso nuestra locura y desconcierto es tal.
Pero a la locura sigue la iluminación, es así, la inteligencia humana no generaría tanta belleza ni arte ni vida si no fuera de esta manera. Así como la destrucción, nuestra salvación está dentro de nosotros mismos ¡Eureka! La psique es tan mágica y admirable porque se autorregula. Cifro mi esperanza en ello. Y en el deseo, que también cabe en esta pasmosa realidad, cómo chingados no, de que nuestra parte luminosa como seres humanos vuelva a imponerse.
Pienso en la sentencia de Primo Levi, el escritor judeo-italiano sobreviviente del Holocausto: “It happened, therefore it can happen again” (Ocurrió, por lo tanto puede volver a ocurrir). Y sí, la tragedia puede volver a ocurrir pero también la valoración divina de cada vida humana, la paz, el camino a la equidad en todos los sentidos.
No sé qué más decir, por ahora. Y si usted cree que aquí la única loca soy yo, lo admito sin pudor. Acaso en mi defensa diré —parafraseando a Tom Waits— que the computer has been drinking, not me. Y me parece que bebió más de lo que debía.
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