Julieta Cardona
02/01/2016 - 12:02 am
Vivir con poquitas expectativas
La mayoría de las personas tiene un montón de expectativas que no entiendo y no, no es la fiebre optimista del año nuevo, es peor: es la fiebre optimista con la que se manejan todos los días, algo así como: usted espera algo de mí y yo de usted, pero yo no le cumplo ni usted a mí y, aún así, seguimos esperando algo del otro con la fuerza de la primera vez.
Yo antes era de las que, divertidas y expectantes en la cena familiar de Año Nuevo, masticaba con premura y en las primeras campanadas del año naciente, la uva de cada mes para tragarme –llena de dicha– mis propósitos que más bien eran deseos.
Tarde me di cuenta de que estas costumbres occidentales en las que no hay maldad –pero sí un montón de esperanza– calentaban mi alma a cambio de vulnerar mi sentido común. En serio, la mayoría de las personas tiene un montón de expectativas que no entiendo y no, no es la fiebre optimista del año nuevo, es peor: es la fiebre optimista con la que se manejan todos los días, algo así como: usted espera algo de mí y yo de usted, pero yo no le cumplo ni usted a mí y, aún así, seguimos esperando algo del otro con la fuerza de la primera vez. Llámeme usted pesimista o como quiera, pero yo sostengo que el exceso de expectativas entorpece los sentidos, sobre todo el sentido común. Lo reafirmé aquella vez que la mujer que tanto amé, iba y venía de mi vida hasta que una noche, con las manos llenas de flores llegó a la puerta de mi casa a pedirme perdón porque no cambiaría: no es que recaiga contigo, mi amor, es que estoy enamorada de esa parte de la historia que se repite, me dijo, se puso cómoda en mi sala, me metió la lengua en la boca, se desnudó y se evaporó –tal como mis expectativas– al amanecer.
La cosa es que comencé a tener un solo deseo por año, un deseo que no era expectativa ni propósito, sino un deseo de verdad, una obsesión: un nombre a veces repetido en años consecutivos porque para mí casi todo tiene que ver con mi parte más torcida: el amor. Entonces, llena de convicción al pensar que el resto de lo que llena la vida camina solito y en modo más o menos automático: el trabajo, los amigos, la familia y etcétera, me esmeraba más en cuidar lo que tanto se me rompía, por eso lo rompí más.
Y este año –ayer– después de varios al hilo, por fin lo sentí distinto: no me dije ningún nombre y, aunque estaba graciosamente bebida, recuerdo haber ido a encerrarme en mí unos minutos para prometerme algo que no tuviera mentiras, ni nombres propios, ni tanto dolor sino algo distinto. Recuerdo, pues, haberme quedado con esta certeza: si es algo con menos mentiras lo acepto, si es un nombre propio sin tanto dolor lo acepto, todo lo que sea distinto lo acepto. Ja, será que al final de cualquier deseo no permanecen las cosas tan distintas porque las personas cambiamos lento.
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