Cuando tenía cuatro años, Carlos, del jardín de niños me anunció que él era un sultán y yo una de sus esposas. Después, en primero de primaria, el niño más alto de mi clase, Pepe, me pidió que fuera su novia y yo dije que sí porque en ese momento simplemente era mejor tener que no tener. Nuetro noviazgo consistía en que él me traía juguetes rotos de regalo. No recuerdo haber cruzado palabra con él durante nuestro noviazgo o en los 10 años posteriores. En segundo la cosa se puso más seria: tuve un novio que me llevaba bolsitas de dulces al colegio y hasta fui a jugar a su casa en una ocasión. El dulce amorío terminó con las vacaciones de invierno sin dejar secuelas, y para tercero volví a las andadas.
Al igual que uno aprende a borrar las estupideces de su currículum a medida que va adquiriendo experiencia real (“Trabajo como asistente personal y secretaria ejecutiva” era código para “le paso a mi papá sus cosas a máquina”), las relaciones de un par de semanas y los besos antreros van desapareciendo de los recuentos mentales que a las mujeres nos gusta hacer para categorizar, evaluar nuestras vidas amorosas y decirnos que nos hemos divertido. “¿Con cuántos has estado?”. No sé cómo contestar. Siempre fui una muchacha muy noviera, como se decía en los noventa, y tuve un noviecito por año (menos en cuarto, que me enamoré de un chico que nunca me hizo caso y que después se convirtió en rabino). ¿Empiezo a contarlos desde ahí?
Los adultos solemos burlarnos de los niños que se dicen enamorados porque asumimos que no entienden nada y que usan la palabra para emular cualquier cosa: una película de Disney, el matrimonio de sus padres, una fantasía abstracta. Pero en algún momento estos ensayos comienzan a forjar nuestras ideas de lo que son las relaciones. En algún momento empiezan a hacer mella en nuestra cosmovisión. ¿Cuándo empezamos a elegir realmente y por una razón que tiene que ver con nuestro ser? ¿Cuándo empezamos a arriesgar algo, a entender algo? ¿Cuándo, entonces, empieza el amor?
Creo que para mí fue en quinto de primaria, cuando el segundo niño más popular de mi clase se me declaró a la salida del colegio. A los dos nos gustaban los Beatles, así que había, por primera vez, algo real. Se acercó, sus mejillas hirviendo de rubor, animado por sus amigos, y me hizo La Pregunta. Le dije que sí, me dio una carta y se esfumó, tremendamente avergonzado. La carta, pulcramente escrita, estaba adornada con calcomanías de las más caras y decía que yo era la niña más bonita, yo, con mi fleco que daba doble vuelta, con mi fama de estudiosa, con mi estar lo más lejos posible de la popularidad.
Aquella fue la primera de muchas cartas que intercambiamos. Él, incluso, consiguió que le prestaran una cámara y nos tomamos una foto usando las medallas de los Beatles que él había comprado para los dos. En el recreo, a veces, nos tomábamos las manos, y en el 14 de febrero me tocaron, por primera vez, muchas rosas. Era idílico. Yo dibujaba nuestras iniciales en mi diario y él me regalaba plumas, libretas y otros artículos de papelería, como si supiera. En las tardes nos llamábamos por teléfono y escuchábamos la nerviosa respiración del otro en silencio. Pero era idílico. “Te amo”, escribí en mi diario. Él escribió lo mismo en una de sus cartas y rodeó su declaración con uno de esos corazones chuecos que hacen los hombres.
Un día pasó lo peor. La pecosa que había reprobado dos años y que por lo tanto tenía trece y medio, tetas y malicia, llamó una tarde a mi casa y anunció que hablaba en nombre de él, para terminar conmigo. “Beto ya se dio cuenta de que sólo lo estás usando por su popularidad y ya no quiere ser tu novio”. No es cierto, quise gritarle, pero ya había colgado. Lloré en mi almohada, rompí la foto planeando desde el principio pegar los pedazos en mi diario representando el fin del amor y de todo lo bueno del universo, y escribí que ella era una víbora, él un cobarde y yo una idiota por haberlo querido. Entonces, lo había querido. ¿Qué se quiere a los 11 años? ¿Cómo se quiere? No hay futuro, no hay sexo, no hay nada real, ¿no? ¿Qué había hecho que Beto, a los 11 años, se me declarara a la salida del colegio? Lo más puro y simple: había visto algo que le gustaba y había querido llamarlo suyo. Luego, claro, había entrado la tercera en discordia, aquella manipuladora a la que hoy en día aún me negaría a saludar. ¿Y por qué tengo yo que empezar a contar desde ahí? Porque fue la primera vez que me rompieron el corazón.