De acuerdo con el Centro Universitario de Investigación sobre Sida, la primera vez que una mujer fue diagnosticada como portadora del Virus de Inmunodeficiencia Adquirida (VIH) fue en 1985, dos años después de que en el país se reportara el primer caso confirmado de esta enfermedad, descubierta a principios de los ochenta, cuando en Estados Unidos, el Center for Disease Control (CDC) de Atlanta (Georgia) se pusiera en alerta por “una extraña infección pulmonar”.
La alta tasa de mortalidad que aparentemente afectaba sobre todo a homosexuales varones, logró crear un estigma mal entendido sobre este virus que en realidad, hoy se sabe que no respeta ni géneros, ni edades ni orígenes raciales.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) lo califica actualmente como una “epidemia global”, que afecta a más de 33 millones de personas en todo el planeta y para la cual, a casi 30 años de su descubrimiento, todavía no se ha encontrado una vacuna.
El informe denominado “Estado Mundial del Sida 2009”, elaborado por la OMS y el Programa de Naciones Unidas para el Sida (ONUSida), expone que durante los últimos ocho años se ha logrado una reducción de 15% en las muertes vinculadas a este padecimiento, que destruye a su paso las defensas de sus víctimas, y los deja a merced de enfermedades que en pacientes normales no resultan letales.
Sin embargo, todavía son pocas las buenas noticias que giran alrededor del VIH-Sida en el mundo, puesto que a pesar de la mayor distribución de los medicamentos que pueden paliar sus efectos (los llamados “anti-retrovirales”), actualmente los patrones de contagio han cambiado debido a diversos factores, entre ellos, el de las migraciones, y a las prácticas sexuales sin la protección adecuada tanto en hombres como en mujeres.
La llamada “feminización del VIH-Sida”, empero, reporta un doble reto para los sistemas de salud nacionales e internacionales, puesto que muchas mujeres infectadas transmiten el virus cuando están embarazadas, de modo tal que miles de niños están condenados a sus efectos desde el momento mismo del nacimiento.
Actualmente se calcula que en todo el mundo hay aproximadamente unos 2.1 millones de menores infectados, la gran mayoría de forma perinatal.
La enfermedad no respeta edades… el estigma, tampoco
Los últimos reportes de la Secretaría de Salud, informaban que hasta septiembre de 2009 había en México unas 220 mil personas adultas infectadas con VIH-Sida. El caso de los niños es aparte, pues en nuestro país, más de 85 % de los casos acumulados de Sida entre menores de 15 años –entre 1983 y 2008– se debieron precisamente a la transmisión de madre a hijo.
Según datos del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), a pesar de que la tasa de infección es comparativamente baja en relación a otros países, la situación es especialmente preocupante en el caso mexicano debido a la alta proporción que significa la población de menores de 18 años en el país.
Y si para un adulto resulta difícil convivir con esta enfermedad, en el caso de los niños la situación empeora, pues muchos de ellos mueren a temprana edad sin haber comprendido nunca ni el origen ni las causas de su afección, la gran mayoría –aunque no hay datos estadísticos sobre el tema– son rechazados incluso por sus propios padres, y en el mejor de los casos, abandonados o entregados a instituciones de salud u orfanatos.
Porque a casi tres décadas de que el mundo convive con este virus, el estigma aún prevalece: la enfermedad causa miedo, aversión, discriminación y segregación, razón por la cual algunas organizaciones como MEXSIDA estiman que hay una cifra negra de menores enfermos de VIH-Sida que no son reportados por vergüenza o por el temor de los padres a que sus hijos sean discriminados.
De acuerdo a los datos oficiales, en nuestro país hay actualmente más de 2 mil 800 menores que padecen el virus, (aproximadamente mil 500 niños y mil 300 niñas) y apenas una ínfima minoría de ellos recibe el tratamiento adecuado, no sólo la dosis de retrovirales necesaria, sino también –y sobre todo– el acompañamiento psicológico y espiritual que esta enfermedad tan socialmente marcada requiere.
Vida para sangre infantil enferma
La sal es un componente indispensable para la vida. La sangre de todo ser humano requiere de una cantidad de este compuesto. Quizá por este motivo la doctora Rosa María Rivero Velasco decidió usar este simbolismo para nombrar a su refugio para niños infectados con VIH-Sida, un padecimiento que ataca precisamente a la sangre de sus víctimas: Casa de la Sal…. Casa de la Vida.
Esta organización sin ánimos de lucro nació oficialmente en 1986 –hace 25 años– un año después de que la primera mujer fuera diagnosticada con esta enfermedad. Rivero Velasco había emprendido años antes una labor altruista visitando a enfermos de VIH-Sida adultos en los hospitales públicos.
Antes de morir, uno de aquellos pacientes donó a la doctora Rosa María sus bienes y sus propiedades para que aquella labor que ella realizaba con sus visitas se profesionalizara. Y así fue, y su ayuda tomó un rumbo inesperado pero atinado, puesto que al poco tiempo, Rosa María Rivero Velasco, pedagoga de profesión, recibiría a los dos primeros pacientes oficiales de La Casa de la Sal: Jonathan, un niño de tres años, y Azucena, de cuatro, ambos hijos de dos matrimonios que también padecían la enfermedad, que se la habían transmitido a sus pequeños y que estaban en fase terminal en busca de un lugar donde dejarlos antes de morir.
Al recibirlos, la misión de esta fundación cobró un sentido que se mantiene hasta ahora. Muy en sus inicios el lugar era una suerte de hospicio, pero con el tiempo se han transformado en una de las instituciones más reconocidas por cuanto a atención de menores huérfanos con VIH-Sida que hay en México.
Actualmente, a 24 años de su fundación, La Casa de la Sal puede presumir de tener un Centro de Atención Integral para niños seropositivos único en su género en toda Latinoamérica: tiene un área médica, un área psicopedagógica, espacios para actividades extra curriculares, un comedor y un pequeño gimnasio.
A un cuarto de siglo de su fundación, La Casa de la Sal, A.C., cuenta con los servicios de un equipo permanente integrado 43 especialistas en diversas disciplinas, además de la colaboración de 220 voluntarios, quienes a través de los años, han desarrollado una red de apoyo, confiable, que ofrece servicios gratuitos, para quienes viven con VIH o SIDA, en diferentes grupos sociales.
Un eco al dolor callado
Casi podría decirse que La Casa de la Sal ha evolucionado junto con la enfermedad contra la que lucha: lleva los mismos años enfrentando a esta enfermedad que no sólo mata, sino que no deja de multiplicarse y de causar rechazo e incomprensión.
Y así como la mortalidad de los pacientes de VIH-Sida ha disminuido a nivel mundial, también La Casa de la Sal puede enorgullecerse de no tener decesos entre sus niños desde hace ya 10 años.
Es ciertamente comprensible por el aumento y la mejora de los retrovirales, cuya distribución corre a cargo del sistema de salud pública, pero no deja de tener un gran mérito, puesto que los niños son siempre más vulnerables a las enfermedades.
Pero esta organización hace mucho más que administrar medicamentos: sin contar con el suministro antirretroviral, la manutención de un niño huérfano y portador del VIH-Sida cuesta mensualmente alrededor de 15 mil pesos; es decir que para mantener la institución a flote, cada 30 días son necesarios por lo menos 360 mil pesos, sin contar con los gastos del personal, los materiales, y un largo etcétera, al que se suma la ayuda a los otros 60 niños que no viven en la casa, y a unos 50 adultos seropositivos a quienes también atienden de manera externa.
Y esta “ayuda externa” no es poca, pues implica visitas hospitalarias, ayuda psicológica y tanatológica (acompañamiento en fase terminal de los enfermos) grupos de apoyo, terapias especializadas individuales, grupales y familiares, así como una campaña permanente de sensibilización del tema que más preocupa a quienes luchan contra el VIH-Sida: la prevención.
La organización fundada por la doctora Rosa María Rivero Velasco se ha impuesto, cada año, a la tarea de recabar más fondos, pues tienen como meta duplicar a los niños que atienden, pero para ello es necesario –afirman en la organización– reforzar el sistema de padrinazgo y buscar más donadores.
El lema de La Casa de la Sal: “Hacer eco al dolor callado” ha cumplido hasta ahora su misión, aunque los tiempos exigen que esta enfermedad, con la que el mundo ha convivido por 30 años sin llegar a comprenderla, tenga un rostro más humano, un rostro que no tiene edades ni raza, y que en cambio tiene mucho de soledad y de silencios obligados.
¿CÓMO AYUDAR?
Cuando las voluntades se suman y los hombres dicen sí con sus acciones, una rendija de luz se asoma entre los tabiques de una sociedad que vive entre sombras”.
Rosa Ma. Rivero
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