La de arriba se parece a alguna de las fotos de matrimonios arreglados que hemos visto y condenado, en que niñas de hasta ocho años son prácticamente vendidas por sus padres a hombres que les llevan más de dos décadas de edad. Pero no se trata de eso, querido lector. En realidad, es una hermosa imagen que simboliza la belleza de la relación padre-hija en la nueva moda gringa que son las Galas de Pureza. A los gringos les encantan las princesas y los grandes bailes, y en esta ocasión se reúnen para que sus hijas de entre ocho y 18 años de edad se vistan de blanco y hagan el juramento público y dedicado exclusivamente a sus padres, de mantenerse puras hasta el matrimonio, cuando sea que este ocurra. Si ocurre.
Por su lado, los progenitores prometen solemnemente “cubrir a mi hija como su autoridad y protección en el área de la pureza”. Generalmente les dan una pieza de joyería, un “anillo de pureza” con la leyenda “el amor verdadero espera”, que tiene como objetivo recordarles el pacto, o un dije en forma de corazón con una cerradura cuya única llave guardan los padres en el fondo de su cajón más preciado, hasta el día en que el hombre digno de la pureza de sus hijas reciba la batuta y pueda abrir, con esa llavecita, el cinturón de castidad. Por supuesto, muchas empresas dedicadas a la joyería ya se benefician de esta ola de proms que empezó en 1998 y ahora se ve en 48 estados de EU. Mientras les ponen el anillo, los padres les recuerdan que, desde ese momento y hasta el día de su matrimonio, “Dios es tu esposo y tu padre tu novio”. Desde aquí puedo sentir el temblor de la tierra por cómo Freud está revolcándose en su tumba.
¿Qué es la virginidad? ¿Qué es la pureza? Podríamos entrar en una extensa discusión para definirlas, pero algo me queda claro: en este contexto, las dos tienen que ver con la vagina de alguien. Para empezar, una niña de doce años no puede tener la menor idea de qué es aquello que está prometiendo; todo el asunto es una maquiavélica manipulación que vende, en forma de fiesta y merchandise, la antediluviana idea de que la virtud, la pureza y el valor de una mujer tienen que ver con su decisión de tener o no tener sexo. Repito: SU decisión. Y una cosa es segura: la asociación mental de su padre a cualquier acto le arruinará la vida sexual, tanto antes como durante el matrimonio.
Es alarmante que la actividad y condiciones de los genitales de una niña vuelvan a ser una especie de moneda de cambio que, a todas luces, sólo pasa por manos masculinas: las del padre, el hipotético marido y, claro, Dios. Ah, y no olvidemos las de los respetables médicos que, en ocasiones, extienden certificados de pureza que los padres entregan a sus yernos el día de la boda de sus hijas. No, no es broma. Esto está pasando. Y, de nuevo, me sorprende el doble estándar que permite que en una ocasión solemne como una boda, se hable tan abiertamente de vaginas. Sin albur. ¿Dónde está la pureza de los padres, que están pensando tanto en las vidas sexuales de sus hijas? ¿Qué implica ser un “guardián de la pureza”? ¿Dónde están las madres durante estas “celebraciones”, y quién está salvaguardando la pureza de los varones?
Y bueno, del otro lado del espectro tenemos a mujeres como Catarina Migliorini, la brasileña de 23 años que hace tres subastó su virginidad como parte de la filmación de un documental australiano llamado Virgins Wanted, y obtuvo una oferta final de 780 mil dólares. Catarina no fue la primera en tener esta idea; muchas chicas de diferentes edades y orígenes han puesto sus territorios inexplorados en el mercado. A primera vista estas mujeres están vendiendo su cuerpo, prostituyéndose, incluso, y perpetuando la misoginia, pero viéndolo de otro modo, tal vez decidieron simplemente entrar a la bolsa de valores y sacar provecho de la tasa de cambio actual, beneficiándose del desmedido valor que algunos hombres le ponen a lo que es un concepto bastante ambiguo. Porque la virginidad no “se pierde”, no es un objeto, algo que la mujer pierde y el conquistador gana; es algo que sólo tiene valor porque el patriarcado nos ha convencido de ello. De cualquier modo, inmorales o no, respetables o no, al menos estas mujeres están decidiendo lo que quieren hacer con sus propios cuerpos, y a la luz de las galas purificantes, ya vamos de gane.
Yo, por mi lado, me quedo con nuestras fiestas de quince, en que se celebra ruidosa y coloridamente que la niña se convierte en mujer, en que los invitados sonríen en las fotos y el padre baila con su hija para después dejarla bailar con otros, sabiendo que no le pertenece. A nivel interpretativo, los XV resultan infinitamente más evolucionados que aquellos aberrantes bailes que simulan bodas tribales entre hombres mayores y niñas menores de edad. Y en cuanto a joyería, me quedo con “un anillo para gobernarlos a todos, un anillo para encontrarlos, un anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas” (Tolkien, 1993). Antes el fuego de Mordor que la cara de mi padre cada vez que mi virtud se ve amenazada. Pero bueno, cada quién.