Peniley Ramírez Fernández
01/10/2017 - 12:00 am
Lo que queda de nosotros
Supimos que aún somos capaces de mirar a los otros a los ojos, que la violencia y la barbarie durmieron, pero no aniquilaron nuestra humanidad, que juntos somos más que el descaro, más que el robo, más que la muerte.
Voy bajando la escalera de la nueva casa. Se me resbala de las manos mi estuche de maquillaje. En el suelo repica el plástico, se desparrama todo, brinca en todas direcciones. Grito, de nuevo me tiemblan las manos, lloro, grito otra vez. El sonido de los objetos chocando contra el suelo es otro terremoto en mi corazón trémulo.
Han pasado diez días. Estoy sentada en un café de una esquina por la que pasé algunas veces, de un barrio que siempre me fue ajeno. Por primera vez he comido algo que me apetecía.
He abrazado a más personas en los últimos días que en la última década. He dicho más veces te quiero, más veces gracias. He preguntado más veces que nunca si cualquiera junto a mí, así sea un desconocido, necesita algo. He dicho te amo a aquellos con quienes no hablé durante meses, he dicho basta a lo que no quiero, he reivindicado mi profesión y mis hijos como el centro de mi vida.
Estoy viva. Ahora sé que esta sensación de probar un té de menta con miel por primera vez, de untarme crema en la piel, de fotografiar los primeros rayos del sol detrás de un edificio, de veras es la primera vez.
El 19, desperté sonriendo. Escuché una canción sobre la primavera. Besé a mi esposo y a mis niños, encontré datos inéditos para una investigación que me ha marcado durante años, leí un poema, me puse mi vestido favorito sin saber que con ese vestido aparecería horas después en las pantallas de la televisión en muchas casas, que así mi padre sabría que estaba viva.
En estos diez días, la ciudad que amo se convirtió en mi ciudad. Los caminos del barrio, llenos de chiquillos, de viejos, de ricos y pobres con manos inquietas y tanto miedo como el mío, mutaron en un desfile de esperanza.
Supimos juntos que desde siempre debimos hacer más preguntas, supimos juntos que investigar la corrupción significa también salvar vidas, que puede cambiarse el mundo desde una computadora, desde un edificio derruido.
Supimos juntos que no estábamos tan locos por amar este país, que la naturaleza no es tan mortal como un empresario que encierra a sus empleadas, o como una mujer que se instala un jacuzzi sobre la vida de niños.
Supimos que aún somos capaces de mirar a los otros a los ojos, que la violencia y la barbarie durmieron, pero no aniquilaron nuestra humanidad, que juntos somos más que el descaro, más que el robo, más que la muerte.
Que juntos somos más que el tiempo en que nos tocó vivir y mucho más el tiempo que queremos hacer.
Volví a nacer cuando el techo no me cayó encima, y lo hice de nuevo cuando salí a la calle y supe que la vida es mucho más que discursos y hashtags, mucho más que el orden preconcebido en las fotografías oficiales, de hombres y mujeres hipócritas y bien vestidos.
Volvimos a vivir cuando supimos que somos fuertes para vencer a la muerte y para vencer a la vida. Con un hacha, con un teclado, con un beso.
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