El atardecer aquí es una sinfonía de colores como nunca antes había visto, tonos rojos, rosas, morados, azules y verdes se mezclan en un contraste fascinante entre la luz y la oscuridad, las nubes se extienden casi paralelas y los últimos rayos del sol se reflejan en la cara de Cleveland, aquel burrito mordelón con el que hemos pasado 13 años. Él parece saber que, efectivamente, son los últimos rayos del día y se posiciona estratégicamente para sentir su suave calor y recibir la frescura de la noche.
Cleveland ha explorado todo el espacio disponible, caminando como nunca antes. El terreno es plano y la tierra es suave, perfecta para las rodillas artríticas de mi querido Clev; dedica su tiempo a encontrar su lugar, su sombra favorita, por eso, he colocado piletas con agua por todo el santuario, para que siempre pueda refrescarse en su camino. Resulta que Clev es un explorador nato.
Para mis marranas, la adaptación ha sido más sencilla. Escogí un gran árbol y cavé alrededor de él, llenando el hueco con agua. Sally, Petunia y los Ramones pasan la mayor parte del tiempo allí, en su fresco lodazal, sólo entran a la casa para desayunar y cenar y exploran el lugar después de las seis de la tarde, cuando el sol ya no quema su delicada piel. Parece que les ha gustado mucho el sitio que elegí para ellas.
Los chivos y borregos fueron más prácticos al escoger su lugar. Se instalaron en la cerca junto a la casa de los humanos; nos saben su hogar, estamos sólo a cinco metros de distancia y puedo verlos desde casi cualquier ventana por la que me asome. Pasamos el día juntos.
Quemamos las naves y comenzamos de cero, todos juntos, acompañándonos los unos a los otros. Me aseguro de que estén cómodos todos los días. Finalmente, su estrés hacia lo desconocido ha desaparecido. Ha pasado menos de un mes y ya han hecho de este lugar su hogar; por la noche, todos, sin falta, duermen cerca de nosotros.
La noche es tranquila y fresca, muy agradable, con tecolotes que hablan en la cercanía y cientos de grillos cantando en todas direcciones. Aún así, el silencio es casi tangible. Dormimos profundamente en la paz de tener un hogar seguro nuevamente, aún nos queda mucho por construir para hacer de este lugar el mejor hogar posible para ellos.
En las redes sociales veo a muchas personas que ponen en adopción a su perro o gato porque van a mudarse, esto es algo que me resulta incomprensible. El ser humano, naturalmente un ser emocionalmente vinculado, parece que puede romper esos vínculos con sorprendente facilidad.
Nosotros no concebimos la idea de dejar atrás a nadie por una mudanza, no sólo por la responsabilidad y el compromiso que hemos asumido con cada una de estas vidas, sino también por el amor y los lazos particulares que compartimos con cada habitante. Sin afán de juzgar a quienes toman estas decisiones, mi reflexión se dirige a una noción firme sobre el concepto de familia y la fortaleza de los vínculos que la definen. No hablo de una familia impuesta por la sociedad ni de lazos de sangre; me refiero a una familia formada a través de experiencias y sentimientos compartidos, vínculos que nada debería romper. Este tipo de conexión se da fácilmente con un animal, sin importar las complicaciones que surjan en el camino, no se deja atrás a una familia que nos ama incondicionalmente, como lo hacen los animales.
A través de los desafíos que enfrentamos al mudarnos, aprendimos que el verdadero significado de hogar no está en un lugar físico, sino en los seres con los que compartimos nuestra vida. A pesar de las dificultades, nuestro compromiso con los animales nos ha mostrado que los vínculos más profundos se construyen con amor, dedicación y una firme voluntad de nunca abandonar a quienes dependen de nosotros. Ellos, con su lealtad y cariño incondicional, nos enseñan cada día lo que realmente significa ser familia. A medida que continuamos construyendo un nuevo hogar para ellos, reafirmamos nuestro compromiso de cuidarlos y protegerlos, recordando siempre que estos lazos son los que nos definen y nos fortalecen.