En estos días, los maestros han estado en el ojo público de forma destacada, y no para bien. Ya sea por la detención y el destino jurídico de Elba Esther Gordillo, por el conflicto en la UACM (y sus dos rectores), o los normalistas y docentes de Michoacán, Oaxaca y sobre todo Guerrero.
En este último caso, los maestros exigieron (y lograron después de cortar por nueve horas la autopista) la asignación automática de plazas, así como no tener que aprender inglés. La excusa parece que es la de siempre: luchar contra un intento –que únicamente existe en su imaginación– de privatizar la educación pública.
De tal forma que alrededor del tema educativo se está discutiendo de prácticamente cualquier cosa, menos de lo verdaderamente importante: de los alumnos y del nivel de la enseñanza en este país, de lo que realmente aprenden nuestros hijos y de si los estamos formando para el mañana que se van a encontrar.
Por ahora olvidemos el tema de la calidad y centrémonos exclusivamente en la permanencia en la escuela. De cada cien niños que ingresan a primaria, solamente 64 la terminan en seis años, de secundaria solo egresan 46 en el tiempo establecido (y 24 del bachillerato o equivalente). En la universidad solamente se gradúan diez de esos cien alumnos que iniciaron y únicamente entre dos y tres obtendrán un posgrado. Asimismo existe un claro sesgo por nivel económico: el 95 por ciento de los jóvenes en el quintil más pobre no asisten a la universidad.
A este fenómeno Mexicanos Primero lo llama, con total razón, “las generaciones heridas”.
Lo cierto es que entre los niveles de deserción y de reprobación (en gran parte, justamente por no asistir a la escuela) existentes, México y sus niños se están quedando atrás.
Hay que insistir una y otra vez. Más allá de las deficiencias y de los problemas en la calidad educativa, en México sigue siendo muy rentable permanecer en la escuela. Un año más de educación aumenta los ingresos de una persona en diez por ciento. Quienes terminan una carrera universitaria ganan, en promedio, más del doble que quien apenas acabó la secundaria.
Mayor educación implica también mejor salud y mayor calidad de vida, mejores oportunidades para los hijos, así como una serie de beneficios para la sociedad en su conjunto, como mayor participación política y cívica.
Sin duda, hay que dar la lucha por mejorar la calidad de la educación que reciben nuestros hijos, pero igualmente hay que insistir en que los niños se mantengan en la escuela. Hay que romper de una buena vez con el círculo vicioso que atenaza a millones de familias y al país en su conjunto.
Urgen programas para combatir la deserción escolar. En ello nos jugamos nuestro futuro.
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