María Rivera
01/03/2023 - 12:02 am
Ciudadano
Algunos de los convocantes, “preocupados por la democracia” son los mismos que cometieron acciones antidemocráticas para que López Obrador no llegara al poder, en 2006.
“Fanáticos” “hambreados” “comprados” “oficialistas” “mantenidos” “mediocres”, “esta sí fue una manifestación de gente trabajadora”, y más palabras les han dedicado los nuevos manifestantes de la oposición “ciudadana” a los otros ciudadanos (que no son “ciudadanos”) porque no coinciden con ellos, apoyan al presidente o no comparten su proyecto político.
Es importante, querido lector, que vaya entendiendo lo siguiente: la oposición partidista ahora se traviste de “ciudadana”. Es la narrativa que a partir de ahora usarán sistemáticamente, hasta simular la elección de un candidato “ciudadano” para las elecciones presidenciales. Es probable, también, que echen mano de sus expertos en marketing político para buscar una narrativa neutral que esconda sus odios y su clasismo y que los desmarque de su oscuro pasado: ya lo hacen. Grupos que se presentan como “ciudadanos”, pero que son formados, pensados y encabezados por políticos o simpatizantes partidistas. Se presentarán como plurales, diversos, conciliadores (contra la narrativa polarizadora del presidente) para tratar de atraer futuros votantes indecisos o decepcionados de este gobierno.
No importa que sean panistas, perredistas y priistas, o quienes apoyaron a los gobiernos anteriores, corruptos y asesinos. Entendieron ya que sus partidos perdieron cualquier rastro de decencia o incluso viabilidad, pero ansían regresar al poder, para reinstaurar el viejo orden que le permitió a esa élite beneficiarse a costa de todos. Son, en efecto, reaccionarios. El motivo es inocultable: la colusión criminal del PAN y la corrupción del PRI no es algo que puedan obviar, y lo saben. Pero no son solo los políticos, sino esa masa social que los apoyó y que no tiene rastro de vergüenza: esos que, durante la manifestación, retiraron indignados los carteles de García Luna, un ex funcionario-narcotraficante, como si se tratara de su amigo mancillado.
Es irónico, pero seguramente son los mismos que hoy gritan en redes sociales indignados por las víctimas, que este gobierno desprecia, usan la violencia como arma política, en un acto de cínica hipocresía. A ellos no les indigna el legado monstruoso de la presidencia de Calderón que dejó miles de muertos, sus policías y funcionarios corruptos, no solo García Luna, que cometieron horrores. Horrores: funcionarios del Instituto Nacional de Migración, entregando mujeres migrantes a criminales para que las violaran y destazaran frente a otros secuestrados, tras haberse escapado. Crímenes sin nombre, pero con responsables que no han sido juzgados por la política imperdonable de López Obrador de no llevar ante la justicia a quienes ensangrentaron, robaron, convirtieron este país en una fosa clandestina.
Es grosero, pero hay que recordarlo: cuando brillaba el imperio de García Luna, y la guerra del cartel estatal se encontraba en pleno, ellos estaban ahí, legitimando ejecuciones y masacres: “se matan entre ellos”, o escribían columnas sobre los hermosos paseos dominicales en el centro de la Ciudad de México, libre de violencia. Algunos de esos que rebosaban de sonrisas en la marcha, estuvieron sentados al lado del capo, con sus organizaciones de la “sociedad civil”, recibiendo contratos o puestos para sus familiares en la Secretaría de Seguridad Pública, se beneficiaban del narcoestado que el presidente Calderón instauró en México.
Algunos de los convocantes, “preocupados por la democracia” son los mismos que cometieron acciones antidemocráticas para que López Obrador no llegara al poder, en 2006, cuando violaron flagrantemente las leyes electorales: en ese momento les importaba más salvar al país de “un peligro para México” que a la democracia que dicen defender con tanto ahínco (las urgencias de la patria son caprichosas, se sabe). Y es que sabían, como lo saben ahora los lopezobradoristas, que podían mayoritear, imponer, definir, y decidir sobre las instituciones e incluso la Constitución, que cambiaron a su gusto, avalados por sus mayorías y acuerdos legislativos, democráticos, por cierto.
No son otros y claro, son ciudadanos, quienes compartían las pulsiones neofascistas de ese gobierno: tenían apoyo social, cómo no. No son otros, son los mismos, convertidos en oposición porque fueron desplazados del poder: ya no ocupan sus curules, o sus escritorios o portan sus togas. Ahora, han descubierto la plaza, la calle, desde donde hablan inflamados. No les pasarán las desgracias que juzgaron en la Suprema Corte, muy avezados, cuando votaron para que Peña Nieto y Medina Mora no fueran responsabilizados por la violencia de Atenco, cuando sus policías violaron mujeres en asientos de camiones, con los ojos vendados. Ellos no son pueblo, son “ciudadanos libres”, flamantes oradores de la manifestación donde no hay claro, machetes, ni golpizas, como cuando ellos gobernaban, sino camisas rosas.
Es una desgracia, hay que decirlo, querido lector, con todas sus letras, que esa clase política esté prácticamente impune, gracias al gobierno de López Obrador. No importa el latrocinio de Peña y socios, ni las miles de vidas que se perdieron bajo la responsabilidad criminal del narcogobierno de Calderón; ellos pueden ahora esconderse tras el membrete “ciudadano” para intentar regresar al poder, dándoles a la gente que los apoya una coartada de respetabilidad: no es lo mismo marchar “para defender la democracia de un tirano” que marchar para que “el orden corrupto y criminal anterior se reinstaure completamente.” Las señoras no rentarían camiones para asistir a la marcha con sus amigas (claro, ellas no se consideran acarreadas por viajar en camiones: ese adjetivo se lo reservan a los pobres que necesitan llevar una torta y un frutsi, no terminan comiendo en El Cardenal), ni presumirían sus fotos en el Centro Histórico, tan bonito.
Han convertido, pues, “lo ciudadano” en una forma de demagogia que busca combatir a la otra demagogia, la presidencial, su hermana. Es parte de la narrativa maniquea en la que estamos inmersos. Fíjese si no, en esta línea discursiva: los manifestantes que acudieron este domingo al zócalo son, en primer término, “libres”. Sí, libres, como si el resto de los ciudadanos no lo fuera. Claro, intentan implicar que los millones de ciudadanos que apoyan a López Obrador son unos cooptados, los desprecian con desdén clasista: van por el frutsi, van por la “bequita”, van porque los llevan. Es más, no van. No existen. Ellos son los únicos “ciudadanos” capaces de ser tomados en cuenta como tales.
Son una minoría, pero vea, son moralmente superiores a cualquier hijo de vecino, o usted o yo, porque ellos son, escúchelo, querido lector, “una parte sustantiva de la sociedad” (sustentada quién sabe en qué), “pueblo real, no retórico”, “ciudadanos contantes y sonantes”, “pueblo enorme, plural, diverso, democrático, multitudinario” y… ¡“de carne y hueso”!. Habrase visto.
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