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Carlos A. Pérez Ricart

01/03/2022 - 12:05 am

El Presidente va a la cárcel

“¿Qué significa el arresto y potencial extradición de Hernández a Estados Unidos? ¿Qué podría representar la captura de Lobo Sosa para otros expresidentes y congresistas de México y Centroamérica? Entre otras cosas, un cambio radical en el papel que juega el Gobierno de Estados Unidos, y más en específico, su aparato de justicia, en toda la región”.

Autoridades presentan al expresidente hondureño Juan Orlando Hernández (c), el 15 de febrero de 2022, en la dirección de las Fuerzas Especiales tras su captura en Tegucigalpa. Foto: Gustavo Amador, EFE

Era un Presidente todo poderoso.

Llegó al poder con la promesa de terminar con la corrupción y reducir la inseguridad rampante que se vivía —que se vive— en su país. Le duró poco la confianza de sus conciudadanos.  Apenas había pasado la resaca de los festejos cuando un grupo de valientes periodistas descubrió que parte de su campaña presidencial había sido pagada con recursos del Instituto de Seguridad Social. El dinero que debía ir a camas y hospitales se gastó en spots de televisión. Los ciudadanos de su país salieron a la calle. Protestaron —algunos fueron encarcelados. Volvió la calma. También las ganas de que terminara su Gobierno.

El Presidente construyó algunas obras; presumió avances en largos discursos; viajó por el mundo; hizo ricos a sus amigos. Nada nuevo. Lo normal. Le pareció que su tiempo en el Gobierno había sido muy corto y buscó la forma de quedarse en la silla presidencial por unos años más. Lo logró. Testaferros mediante ordenó la modificación de la Constitución y, en una elección teñida de irregularidades, se proclamó ganador después de que el conteo de votos se detuviera por 36 horas. Hubo protestas, críticas de fuera y dentro del país y una corta crisis poselectoral; después, la misma resignación de siempre.

Después de ocho años en el poder le llegó —ahora sí— la hora de partir; esta vez, de manera definitiva. Pensó que, como a sus antecesores, le esperaban mansiones, viajes a Miami y carretadas de dinero cultivadas por los favores prestados. Su país, como al inicio de su mandato, seguía siendo el más pobre de la región.

Hasta ahí todo normal. Hasta ahí la historia de cualquier Presidente de la zona — la historia de toda la región; la triste película tantas veces vista. De pronto, un giro en la trama: algo inesperado: Dieciocho días después de quitarse la banda presidencial, la policía toca la puerta de su mansión: le recuerdan que tiene derecho a guardar silencio. Al tiempo, le colocan unas humillantes esposas que unen sus pies y sus manos. El hombre fuerte, el todo poderoso, ahora mira encorvado a sus zapatos.

Hablamos de Juan Orlando Hernández, Presidente de Honduras hasta hace exactamente un mes.

¿Lo esperaba? ¿Presentía Juan Orlando Hernández el giro en la trama?  Probablemente sí. Hernández sabía —lo sabía él, y lo sabían los diez millones de hondureños— que llevaba varios años siendo investigado en Estados Unidos por narcotráfico y lavado de dinero. Al igual que su hermano, Juan Antonio (preso en Estados Unidos desde noviembre de 2018 y sentenciado a cadena perpetua en ese país) era sospechoso —entre otras linduras— de recibir un millón de dólares de manos de —ni más ni menos— Joaquín “El Chapo” Guzmán.

El circulo se había ido estrechando en los últimos meses. Apenas en verano del año pasado el nombre de Juan Orlando fue incluido en un listado de personas vinculadas al narcotráfico y hace apenas unas semanas el Gobierno estadounidense había decidido retirarle su visa. Finalmente, el pasado 14 de febrero, Estados Unidos pidió a la Cancillería hondureña la extradición de Hernández, misma que fue admitida por la Corte Suprema de Justicia de ese país. La acusación es tan seria —introducción de “miles de kilogramos de cocaína” a los Estados Unidos— que todo hace pensar que pronto Juan Orlando compartirá la misma suerte de su hermano en una prisión de alta seguridad en el país del norte.

La noticia fue celebrada por todos los hondureños. O casi todos. Quien no está durmiendo con tranquilidad es Porfirio Lobo Sosa, expresidente de Honduras entre 2010 y 2014. En la solicitud de extradición de Hernández se establece que su “aliado político”, Lobo Sosa, recibió dos millones de dólares de narcotraficantes locales en 2009. Las apuestas hoy no versan  sobre la probabilidad de una orden de extradición contra Lobo Sosa, sino cuándo.

¿Qué significa el arresto y potencial extradición de Hernández a Estados Unidos? ¿Qué podría representar la captura de Lobo Sosa para otros expresidentes y congresistas de México y Centroamérica? Entre otras cosas, un cambio radical en el papel que juega el Gobierno de Estados Unidos, y más en específico, su aparato de justicia, en toda la región.

Los fiscales estadounidenses se han convertido en una suerte de Ministerio Público con poderes extraterritoriales que, ante la disfuncionalidad y cooptación de los instrumentos de justicia en Centroamérica y el triste desmantelamiento de las iniciativas de justica apoyadas por la comunidad internacional (la CICIG en Guatemala y la MACCIH en Honduras), ofrecen un muro de contención a la feroz corrupción que se vive en la región. La paradoja —imposible no señalarla— es que mientras con la mano izquierda el aparato de justicia estadounidense mantiene a raya algunas de las peores prácticas en Centroamérica, con la derecha el Pentágono, la DEA y la misma Casa Blanca financian con ingentes cantidades de dinero la guerra contra las drogas y la militarización de la seguridad pública que se vive en países como Honduras.

Conviene no olvidarlo: la absurda prohibición de las drogas apoyada y respaldada por Estados Unidos es precisamente lo que permite que germinen dinámicas de corrupción en una región que cumple una función de puente para la cocaína que transita de Sudamérica hacia Estados Unidos: el mayor mercado de droga del mundo. En ese contexto, Lobo Sosa y Hernández no son solo manzanas podridas; sino el resultado natural de un ambiente que precisamente engendra corrupción y violencia sistemática. Así, la función que cumple el Gobierno estadunidense en Honduras resulta, cuando menos, contradictoria; cuando más, absurda.

Dicho eso, lo cierto es que esta noche, al menos esta, el expresidente dormirá en la cárcel. El guion de la película dio un giro dramático. Ya veremos si se repite en Centroamérica, o quizás —en un futuro no muy lejano— algo más al norte del Suchiate.

Carlos A. Pérez Ricart
Carlos A. Pérez Ricart es Profesor Investigador del CIDE. Es uno de los integrantes de la Comisión para el Acceso a la Verdad y el Esclarecimiento Histórico (COVeH), 1965-1990. Tiene un doctorado en Ciencias Políticas por la Universidad Libre de Berlín y una licenciatura en Relaciones Internacionales por El Colegio de México. Entre 2017 y 2020 fue docente e investigador posdoctoral en la Universidad de Oxford, Reino Unido.

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