Melvin Cantarell Gamboa
01/03/2022 - 12:05 am
Educar
El para qué de la educación en el Occidente moderno optó por saberes inseparables del poder económico y tecnológico, cuyo desarrollo hoy amenaza al planeta, la existencia, la convivencia de las sociedades y a la humanidad entera.
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El para qué de la educación
A Iris Murdoch, filósofa irlandesa, le preguntaron en una ocasión ¿qué es lo más importante para la mejora del mundo? Su respuesta fue contundente: educación, educación y educación. Nelson Mandela, por su parte, afirmó que “la educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo”. ¿Por qué cambiar el mundo? ¿Para qué mejorarlo? ¿Algo anda mal? Si es así, ¿qué tiene que ver la educación con eso?
El para qué de la educación en el Occidente moderno optó por saberes inseparables del poder económico y tecnológico, cuyo desarrollo hoy amenaza al planeta, la existencia, la convivencia de las sociedades y a la humanidad entera. Afortunadamente, se desarrolló, al mismo tiempo, un importante movimiento civilizador que permite gozar una vida pacífica con un mínimo de violencia.
Ahora bien, cuando Iris Murdoch otorgó a la educación la cualidad de ser una fuerza capaz de cambiar el mundo no se refería a un modelo único de enseñanza que todos habrían de adoptar, se refería a las posibilidades que el saber es capaz de desplegar para la mejora de la vida según las cualidades y las condiciones de cada país o región.
De cualquier modo, los saberes que se imparten actualmente, a través de la inmensa mayoría de las escuelas en todo el planeta, están orientados para ser útiles sólo al pragmatismo tecnológico y a la ciencia aplicada, por ejemplo: formación de mano de obra calificada, barata, disciplinada, ordenada y sumisa disponible para alimentar un sistema injusto y desigual.
Las sociedades en vías de desarrollo, como la nuestra, pagan un alto precio cultural, psicológico y político, cuando adoptan acríticamente estos modelos sin atender a sus necesidades reales, lo que se traduce normalmente en subdesarrollos y distorsiones en algunos de sus sectores productivos, economía, sectoriales que tienen un fuerte impacto en la organización de la superestructura, es decir, en el sistema político o subsistemas como el educativo e instituciones públicas, pues éstas son sometidas a intereses privados; fenómeno que genera pobreza, desempleo o empleos precarios, dictaduras, autoritarismos, oligarquías y conflictos sociales a causa de visiones erradas y confusas que han subsumido sus procesos de modernización a los dictados del neocapitalismo tecnológico-industrial.
En lo que corresponde a la educación, los profesores ya no son formadores, sino entrenadores de cursos que inculcan conocimientos ajenos a la vida. Dice Peter Sloterdijk: “Las universidades y las escuelas ejercen una labor esquizoide de sus funciones, en la que una juventud desesperadamente inteligente y sin perspectivas, pretende superar los estándares generales del absurdo ilustrado; efecto de una cultura esquizoide que tiende a una despersonalización, a una ilustración sin ilustrados que la encarnen”. Continúa el filósofo alemán: “La sabiduría no depende del estado de dominio técnico del mundo. Al revés, el dominio técnico presupone ya una sabiduría” (Crítica de la razón cínica. Editorial Siruela. 2014).
Ahora bien, la historia moderna muestra que el capitalismo inclinó el porqué de su educación al dominio de la naturaleza cuando hizo de sus recursos una mercancía dejando de lado la tradición griega de aprender a vivir sabiamente.
El cambio comenzó a perfilarse en los comienzos de los siglos XIV y XV en Europa hasta alcanzar su punto más álgido con el neoliberalismo que hizo de la educación una de sus empresas más productivas en términos financieros y su sustento ideológico, principalmente en el campo de los conocimientos científicos y tecnológicos en detrimento de la civilidad, la seguridad y la vida buena.
Este enorme yerro sumió al planeta en la crisis humanitaria vigente a causa de la injusticia y la desigualdad que hoy lacera a más del 99 por ciento de la población mundial. Fue sin duda la fallida idea de progreso, que hizo suya la modernidad, la que condujo a tal calamidad y que hoy nos conmociona y desorienta pues no se vislumbra ninguna solución posible de corto plazo.
La historia no ha tenido nunca una ruta predestinada, ni el capitalismo cumple una misión histórica por la virtud de sus instituciones y sus clases dirigentes, prueba de ello es que se han inventado herramientas inimaginables, máquinas asombrosas, robots, inteligencia artificial, pero la avidez, la avaricia y el egoísmo de los países y las clases dominantes han impedido emplearlas sabiamente. Manipulamos cosas, pero somos esclavos de ellas en beneficio de quienes las controlan y de sus dueños.
Adam Smith argumentó en su libro: El origen de la riqueza de las naciones (FCE) que el desarrollo económico y el progreso, como causa endógena al sistema capitalista, permite la acumulación de capital, la expansión de los mercados, el crecimiento de la producción, mayor productividad y empleo, factores que impulsarían de tal manera la riqueza social que traería de forma automática la mejora continua y generalizada de la existencia de las sociedades, algo que no sucedió.
Por otro lado, Pierre Lacoste en el siglo pasado, al estudiar los impactos de la educación en la productividad industrial descubrió que los obreros rusos, que tuvieron acceso a la escuela después del triunfo de la Revolución de Octubre en 1917 (en ese momento el 98 por ciento de la población era analfabeta), por cada grado académico sumado a su educación elevaban el rendimiento productivo en las fábricas exponencialmente (Geografía Económica. Editorial Ariel). Esto provocó que durante el siglo XX la educación escolar fuera disciplinaria (taylorismo), así se obtuvo una mayor producción y eficiencia en el trabajo; quien no se sometiera o se opusiera a este mandato se exponía a quedar a disposición del aparato represivo: la policía, la cárcel y el psiquiátrico, pues se consideraba que sólo un desquiciado podía oponerse al crecimiento económico; de ahí que complementaran estos dispositivos los hospitales, los cuarteles y los capataces de las fábricas. Cooperaban y preparaban para respetar este pacto de complicidad: la escuela, la familia, los educadores, los sacerdotes y otros entes sociales (ver M. Foucault. Los anormales. FCE.).
El siglo XXI modificó el escenario porque se acentuó el individualismo y una nueva forma de relaciones sociales substituyó a la sociedad disciplinaria debido al enorme avance de la tecnología y la inteligencia artificial; ahora se controla “el aparato psíquico del sujeto del rendimiento contemporáneo, que se violenta a sí mismo, que está en guerra consigo mismo… en una relación de autoexplotación” (Byung-Chul Han. La sociedad del cansancio. Herder. 2012).
El individuo actual se cree libre, pero se halla más encadenado que su obediente, dócil y disciplinado antecesor; a su inconsciente social le es inherente el afán de maximizar la producción a cambio de analgésicos: mayores ingresos, más consumo, deportes, espectáculos, modas, etc., pues tiene la obligación “de ser feliz” a la manera de la ultramodernidad. Adopta también una postura de rechazo al dolor mediante la motivación, la autooptimización y la autorrealización que alcanza creándose zonas de bienestar (turismo, cruceros, experiencias extravagantes, etc.) o recurriendo en última instancia a la felicidad bioquímica (drogas de origen natural o artificiales). Ver Byung-Chul Han. La sociedad paliativa. Herder 2021.
Sin embargo, ninguno de estos medios mejorará la condición de dominio establecida por el sistema; por lo contrario, la injusticia, la desigualdad, la violencia, la inseguridad crecen. Es hora, pues, de emprender una poda del sistema en el ámbito de la educación, de impulsar cambios que modifiquen el estado de cosas, pues las sociedades son como el cerebro humano: realidades plásticas, modificables, es decir, que pueden ser transformadas; esto sólo se vive cuando los pueblos, con conocimiento de causa, actúan sobre sí mismos. (Continuará)
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