Uno solo tiene un puñado de historias: la vida es muy corta y unidimensional. Esta vez, no hablo a nivel literario sino personal, familiar. Por eso escribo, reescribo, hago álbums de fotos, compendios de anécdotas, re-versiones de canciones de la infancia, poemas, calaveritas, retratos, columnas. Lanzo mi puñado de historias al suelo esperando que sea fértil, con la esperanza de que cada una germine y sea su propio árbol. Voy corriendo por la pradera con una red que, por exceso de uso, ya tiene huecos, y cazo a las mariposas de colores con cuidado. Me las llevo a mi cabaña en el monte y, cuando todo duerme, las suelto en mi cuarto y las analizo desde todos los ángulos. No soy de las que les entierran alfileres: el vuelo de la mariposa, su manera de planear, de utilizar el aire, de interpretar la luz con sus tonos, es justo lo que quiero mirar. Sólo la he tomado prestada; inmovilizarla podría dañarla para siempre y no es mía, lo sé. Es de la pradera, del aire, y después de admirarla abriré la ventana y ella migrará a zonas más cálidas, pero como todos los recuerdos, volverá.
Hermana mía, niña de colores, cuando salgo a nuestra pradera mejor me llevó para allá el cuaderno, porque las mariposas no caben en mi red: treinta el treinta, tres décadas de ser árboles que comparten raíz y cuyas ramas se van por todos lados, a veces entrelazándose, otras buscando su propio sol, hojas meciéndose al ritmo de canciones conocidas y sonriéndose desde sus ramas, cómplices. Yo queriendo enseñarte a leer y escribir, convencida de que eso, como a mí, tendría que hacerte feliz; tú huyendo al jardín para colgarte del trapecio, intrépida y llena de certezas y usando la peor ropa posible para tus acrobacias: una minifalda y, claro, tus zapatillas rojas. No pretendías enseñarme nada pero quizá, si hubiera podido poner atención, habría entendido que hasta en los salones de clase ficticios existen los recreos, y que en ellos hay que salir a colgarse y arriesgar la vida o bueno, los huesos, sin perder el estilo, sin quitarse las zapatillas rojas.
Mi madre cuenta cómo las buscó por toda la ciudad: era lo único que querías y lo único que importaba y ella entendía que cuando hay una certidumbre tan certera, más vale dejarla ser, hasta sus últimas consecuencias. Aunque las siguieras usando con los pies crecidos encogiéndose dentro, aunque constituyeran el peor calzado para correr, para caminar, para lo que sea, aunque hubieras decidido que las querías porque leíste un espantoso cuento de una niña que, al ponerse los zapatos, no podía dejar de bailar y que acababa cortándose los pies con un machete. Ya no recuerdo si, al final, resultaba ser un sueño o no. Yo te escondí ese cuento más de una vez, y otros cuentos también. Era yo la que te tapaba los ojos en las películas, tratando de guardarte el mundo para después, de dejarte pequeñita y con tu sonrisa de conejito por más tiempo, pues mi alma vieja percibió peligros desde muy pronto.
Siempre he querido protegerte y me ha costado trabajo darme cuenta de que tu sendero no está plagado de los mismos setos espinosos que el mío. ¿Por qué? ¿No era el mismo bosque? Lo es, pero tú no te dejas frenar, sigues el camino amarillo sin dejarte engañar por ningún mago, sin dejarte atrapar por ningún lobo feroz, cargando tu cestita de pastelitos sin preguntarte si es el camino correcto, como en los centros comerciales: tú SABES que es el camino correcto, y ni los letreros enormes ni los murmullos de las sombras te convencerán de lo contrario. Y muchas veces lo es. Y el aplomo de tus pasos aleja a los roedores y la luz de tu mirada te alumbra el camino y saltas, con ligereza, los troncos caídos, los nidos de serpientes, las trampas de arena movediza. Si llegas a un callejón sin salida es: “Pues no, no me equivoqué, necesitaba topar con esta pared para respirar un momento y allá, ése es el sendero, no tengo ninguna duda”. Y a seguir caminando, bailando, cocinando, diseñando, capacitando, lo que sea a lo que llegas es el destino deseado, aunque no lo supieras, aunque no lo hubieras planeado, porque pareciera que llevas en tu maleta un cambio para cada estación y siempre sabes cuál prenda usar para verte mejor, para trepar mejor, instintivamente, y no importa lo que te pongas: todo combina con tus zapatillas rojas.
Quizá tú conoces un secreto: que las fracturas sanan más pronto si sigues caminando. Les da el aire fresco, se mojan con el río nuevo, tus huesos entienden que no tienes tiempo para sentarte a llorarle al oráculo, y levantas tu cestita y sigues. Llegas entonces, tranquilamente sorprendida, al amor, al recreo, a la siguiente clase, con tu piel blanca y tus caireles espumosos. Porque si hay montaña, en vez de hacerle un túnel del que puedan salir gusanos con dientes, la escalas y parece que nunca te cansas. Cuando atardece, tienes tiempo de encender una fogata, intercambiar historias con amigas, reír a carcajadas, extrañar el origen, dormir el sueño de los justos.
Tu sendero y el mío son distintos, pero las mariposas vuelan en ambos y de ambos pueden escribirse hermosas canciones con las mismas notas, con ritmos distintos. Juntas hemos sido piratas desde nuestras camas con colchas de arcoíris, sirenas al atardecer, amigas por carta y coleccionistas de estampas, actrices de los cincuenta, arquitectas de los condominios para Barbies más completos, y diosas de un incomprensible imperio de canicas que conspiran, se enfrentan en épicas batallas y se queman unas a otras en la hoguera. Nos hemos quedado dormidas a la mitad de un concierto de rock, hemos compartido la pizza más espesa de todo el Universo, nos hemos abrazado, protegido, esperado y aprendido. Y hemos bailado, bailado, bailado. Como las zapatillas lo habrían querido.