Juan Pablo Escobar renunció a su nombre y se puso Sebastián Marroquín. Hijo del famoso narcotraficante Pablo Escobar Gaviria, tomó la decisión poco después del 2 de diciembre de 1993, cuando el Bloque de Búsqueda de las fuerzas armadas colombianas mató a su padre y los brazos del Cártel de Medellín fueron por él, por su madre y por su hermana. Querían que les pagaran por las deudas que el capo dejó. Huyeron de Colombia hacia Argentina.
Editorial Planeta lo convenció de que contara su historia. O, más bien, la historia de su padre, que es una historia familiar que ahora, en televisión, tiene un éxito impresionante. Su libro también. Y no es por poca cosa: contados los hombres como Pablo Escobar, que a sangre y fuego fundó un imperio de drogas y dinero al que se le atribuye la muerte de unas 10 mil personas en su país.
Este es un fragmento del libro Pablo Escobar Mi padre, de Juan Pablo Escobar. Es reproducido por SinEmbargo con autorización de Editorial Planeta Mexicana. Se cuenta la historia de Pablo Escobar y no la narra Sebastián Marroquín, sino el mismo Juan Pablo Escobar, quien ha recuperado el nombre por lo menos para esta narración…
Los orígenes de mi padre
—Mija, ¿usted está dispuesta a llevarle viandas a la cárcel toda la vida a Pablo?
—Sí, mamá, estoy dispuesta.
Esa corta conversación entre Victoria Eugenia Henao Vallejo y su madre Leonor, en 1973, habría de sellar el destino de quien pocos años después sería mi madre.
Leonor, a quien en la familia le decían Nora, le hizo la pregunta a su hija de trece años porque de alguna manera se había dado por vencida al no poder romper el noviazgo con Pablo Emilio Escobar Gaviria, un hombre once años mayor, mal vestido, mujeriego, de baja estatura y sin ocupación definida, que además no ocultaba su inclinación por el delito.
En realidad, a mi abuela Nora le hubiera gustado que Victoria, una muchacha bonita, alta, esbelta y buena estudiante, se juntara con alguien pudiente y de familia más respetable, pero no con Pablo, a todas luces el menos indicado para ella.
***
Los Escobar y los Henao llegaron al naciente barrio La Paz en 1964, pero solo habrían de conocerse varios años después. En aquel entonces a esa zona rural del municipio de Envigado se llegaba por una larga y estrecha carretera sin pavimentar.
En enero de ese año, el Instituto de Crédito Territorial (ICT) —la entidad del gobierno encargada de construir planes de vivienda para familias de bajos recursos—, les adjudicó a los Escobar una casa en la última de las tres etapas de la nueva urbanización, compuesta por viviendas iguales de un solo piso, con tejas grises y pequeños jardines arreglados con flores de vivos colores, pero sin servicios de agua y luz.
Con el arribo de Hermilda y Abel y sus siete hijos a ese barrio terminó un largo peregrinaje que se inició veinte años atrás, cuando ella fue contratada como maestra en la escuela de primaria de la vereda El Tablazo, un pequeño caserío, frío y brumoso del municipio de Rionegro, en el oriente de Antioquia, con extensos potreros cultivados con mora, tomate de árbol y gran variedad de flores.
Al cabo de varios meses, Abel, quien vivía con sus padres en una finca en la parte alta de El Tablazo, distante seis kilómetros de la escuela, se fijó en la profesora Hermilda porque le llamaron la atención su porte, cultura y carácter emprendedor. Entonces él, febril y solitario agricultor, le propuso matrimonio y aceptó de inmediato. Se casaron el 4 de marzo de 1946 y ella se retiró del magisterio porque así lo dictaban las normas de la época y se mudó a vivir con su marido donde sus suegros.
Diez meses más tarde, el 13 de enero de 1947 nació mi tío Roberto y el primero de diciembre de 1949 mi padre, a quien le pusieron el nombre de su abuelo: Pablo Emilio.
En abril de 2014 regresé a El Tablazo para recrear algunos pasajes de este libro y recorrí la finca del abuelo Abel, que se mantiene en pie aunque su deterioro es notable. Aun así, el paso de los años no ha borrado la huella que dejó mi familia paterna en ese lugar. Afuera, a la derecha, al lado de la entrada, está la habitación que ocupó mi padre, de dos metros de ancho por dos y medio de largo. La puerta de madera es la misma, pero me llamó la atención el color de las paredes porque pese al mugre y al desgaste todavía se veía el tono azul claro que habría de ser su preferido en varios pasajes de su vida.
Mi abuela se dedicó a criar a Roberto y a Pablo con abnegación, pero Abel no pudo sostenerlos porque la finca no daba lo suficiente y por eso no tuvo otra opción que buscar trabajo. Lo consiguió donde su vecino, el reputado dirigente político antioqueño Joaquín Vallejo Arbeláez, quien lo empleó como mayordomo de su hacienda El Tesoro.
Mis abuelos y sus dos hijos se fueron a vivir donde Arbeláez, quien se convirtió en su ángel protector. Mi abuela Hermilda, a quien le gustaba contar sus historias, dijo alguna vez que cuando llegaron a vivir donde Arbeláez le aclaró que su mayordomo era Abel y que de ninguna manera ella sería su empleada. Según el relato de mi abuela, Arbeláez fue muy buena persona con ellos y por eso le pidieron ser padrino de bautizo de Pablo. Él aceptó con gusto y el 4 de diciembre de 1949 asistió a la ceremonia con su esposa Nelly, en la parroquia de San Nicolás de Rionegro, Antioquia.
Pero mi abuela estaba lejos de aceptar las penurias diarias y la estrechez económica y un buen día, contra la opinión de Abel, solicitó su reintegro como maestra en cualquier lugar del departamento. Los burócratas de entonces aceptaron la petición, pero castigaron el hecho de estar casada y la enviaron a una escuela en el municipio de Titiribí, en el suroeste de Antioquia.
Allá fueron a dar y como era costumbre en aquella época, los profesores podían vivir en los planteles educativos y por eso los Escobar Gaviria se acomodaron en una pequeña vivienda anexa a la escuela. Mientras Hermilda enseñaba, Abel intentaba sin éxito acomodarse en algún trabajo como agricultor, pintor o jardinero.
Pero el largo brazo de la violencia partidista, desatada en el país tras la muerte en abril de 1948 del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, habría de alcanzarlos en aquellos inhóspitos parajes.
Era 1952 y la confrontación entre liberales y conservadores forzó a mis abuelos a esconderse varias veces porque los bandoleros llegaban a buscarlos para matarlos, armados con machetes. Durante esos años debieron cambiar de escuela en al menos cuatro ocasiones para huir de los ‘chusmeros’. Después de Titiribí se trasladaron a Girardota y a otros dos pueblos, donde el peligro era pan de cada día.
Años después, en un fin de semana en la hacienda Nápoles, mi abuela nos sentó a varios de sus nietos al lado de la piscina y contó detalles de esa horrible época en la que estuvieron a punto de morir. Todavía consternada, relató que una noche lluviosa y fría cuatro bandoleros fueron a buscarlos armados con machetes y tuvieron que esconderse en una de las aulas de la escuela luego de cerrar con llave para evitar que entraran a cortarles la cabeza, comportamiento común entre los liberales y conservadores de aquella época. Presa del pánico, mi abuela les dijo a mi abuelo y a sus hijos que hicieran absoluto silencio, que no se movieran del piso, ni se asomaran por las ventanas porque en las paredes veía proyectada la sombra de los asesinos. En ese momento y cuando veía todo perdido, mi abuela encomendó sus vidas a la única imagen religiosa que había en el lugar: la del Niño Jesús de Atocha. En voz baja, prometió que construiría una iglesia en su honor si los salvaba esa noche.
Todos salieron con vida y desde entonces mi abuela se hizo devota del Niño Jesús de Atocha, cuya imagen cargaba en todo tipo de estampas religiosas y hasta le fabricó un altar en su habitación. La promesa de construir una iglesia en su honor se cumpliría muchos años después, en uno de los predios que mi padre compró para su proyecto de vivienda social gratuita llamado Medellín sin Tugurios. Él financió toda la obra y mi abuela respiró en paz porque había cumplido la promesa que le salvó la vida.
La zozobra terminó finalmente cuando la Secretaría de Educación de Antioquia trasladó a mi abuela a la escuela de la vereda Guayabito, en Rionegro, una vieja construcción con dos aulas, baño y una habitación grande donde se acomodaron mis abuelos y sus hijos, que para entonces ya eran seis, pues en el periplo por las escuelas rurales del departamento nacieron Gloria, Argemiro, Alba Marina y Luz María, que se sumaron a Roberto y a Pablo.
En Guayabito, mi tío Roberto y Pablo cursaron los dos primeros años de primaria con su madre, pero como en la escuela solo había hasta cuarto, se trasladaron a otra más grande, esta vez en el casco urbano de Rionegro. Los hermanos Escobar ingresaron a la escuela Julio Sanín, pero quedaba lejos y debían caminar dos horas de ida y dos de regreso, muchas veces sin zapatos, y por carretera destapada.
Mi abuela observaba con pesar las penurias de sus hijos y se propuso ahorrar hasta que logró comprar la primera bicicleta para Roberto. Fue un alivio. En las mañanas, cuando salían para la escuela, Roberto tomaba impulso y Pablo subía a la parrilla. Poco tiempo después y ante las reiteradas quejas de Roberto por la carga que significaba Pablo, mi abuela logró comprar la segunda bicicleta, que resolvió las diferencias.
Con el tiempo Roberto se convirtió en un corredor y la rivalidad entre ellos creció con el paso de los días, pues Roberto se moría de la rabia porque entrenaba a diario con mucho esfuerzo y Pablo, que era más bien vago para la bicicleta, le ganaba todas las carreras.
Ese juego aparentemente inocente fue profundizando en Roberto un resentimiento contra Pablo, que se acentuaría después, cuando nuevamente le ganó a Roberto la carrera por quién se hacía millonario primero. En contraste, Pablo habría de encontrarse cada vez más frecuentemente con su primo Gustavo Gaviria, quien los visitaba para pasar los fines de semana.
El destino habría de darle un giro inesperado a la vida de los Escobar Gaviria cuando la abuela Hermilda —de nuevo contra la opinión de Abel, quien quería permanecer en el campo— logró que la trasladaran a una escuela en Medellín. Ella tenía claro que sus siete hijos —ya había nacido el último, Fernando— solo podrían educarse en la capital de Antioquia y movió sus influencias y amistades hasta que lo logró.
Llegaron a la casa grande y cómoda de mi bisabuela Inés —madre de Hermilda— en el barrio Francisco Antonio Zea en Medellín, donde era dueña de una próspera fábrica de colorantes. Mi abuela empezó a dictar clases en la escuela del barrio Enciso, un lugar en lo alto de un cerro, habitado por familias de escasos recursos económicos.
Los Escobar Gaviria finalmente habían arribado a Medellín pero su peregrinaje estaba lejos de terminar. En efecto, en los siguientes dos años mi abuela fue trasladada a las escuelas Caracas y San Bernardita y cambiaron varias veces de vivienda.
Hasta que a mediados de los años sesenta echaron raíces en el barrio La Paz. La casa tenía tres habitaciones, un baño, sala-comedor, cocina y patio. Una vez instalados, se acomodaron como pudieron en los dos primeros cuartos y en el tercero, que daba a la calle, mi abuelo Abel puso una tienda que por falta de clientes quebró varios meses después.
Entonces Pablo, avispado como siempre, se pasó a vivir a ese espacio, que pintó de azul claro, como su habitación en el Tablazo; además, armó una pequeña biblioteca con dos de los entrepaños de madera que sobraron tras el cierre del negocio del abuelo. Allí puso, perfectamente ordenados, algunos libros de política, su colección de revistas Selecciones del Readers Digest y textos de los líderes comunistas Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, y Mao Tse-tung. En un rincón de su improvisada biblioteca exhibió una calavera de verdad.
—Grégory, un día decidí poner a prueba mis miedos y lo mejor era meterme a la medianoche al cementerio a sacar una calavera de una tumba. Nadie me espantó ni me pasó nada. Después de limpiarla la pinté y la dejé arriba de mi escritorio como pisapapel —contó un día mi padre.
Mi padre iba a cumplir quince años cuando arribó al barrio La Paz y un par de semanas después ya estudiaba en la jornada de la tarde en el Liceo de Antioquia, a donde llegaba luego de viajar más de media hora en bus.
En las noches se juntaba con ‘Rasputín’, los Toro, los Maya y ‘Rodriguito’ en la heladería La Iguana, donde tomaban tinto y apuntaban en una libretica los pensamientos que se les venían a la cabeza.
La camaradería era tal que fundaron los Boy Scouts del barrio, recogían dinero en los incipientes bailes caseros, cortaban el césped los sábados e iban a acampar los fines de semana en un morro en la parte alta del barrio.
También se hicieron asiduos visitantes del teatro Colombia de Envigado, a donde iban dos o tres veces a la semana a ver películas de James Bond, mexicanas y de vaqueros.
Los contertulios tenían la particularidad de hacerse bromas muy pesadas entre ellos, pero debían aguantarlas. Mi padre solo ponía una condición: que no le dijeran enano, banano o murrapo. Lo ofendía sobremanera sentirse bajito, y medir 1,67 metros siempre fue un karma.
La política tocó a las puertas de la barra de amigos, que por aquella época y en especial mi padre, tenían como referente cercano el proceso revolucionario de Fidel Castro en Cuba y el asesinato en enero de 1961 del líder anticolonialista congolés Patrice Lumumba. Mi padre se interesó en la vida de este último y constantemente se refería a sus rasgos personales.
Por aquellos días la convulsión mundial se reflejó en las universidades públicas de buena parte del país y los estudiantes se vieron inmersos en enormes protestas en las calles. Mi padre asistió a una de esas manifestaciones en la Universidad de Antioquia y esa noche les dijo a sus amigos en la heladería La Iguana: “Muy pronto voy a hacer una revolución, pero para mí”.
Desde aquel entonces mi padre le cogió mucha bronca a la Policía por la manera como reprimía las protestas de los estudiantes. Tanto, que a partir de ese momento y cada vez que una patrulla o ‘bola’ pasaba por el barrio, él les tiraba piedra y les decía “tombos hijueputas”.
En los planes cotidianos de mi padre ya aparecía constantemente su primo, Gustavo Gaviria, porque además estudiaban en el mismo colegio; por el contrario, mi tío Roberto se dedicó de lleno a las carreras de ciclismo y compitió en la vuelta a Colombia y otras pruebas regionales; también corrió con éxito en Italia y Costa Rica. Aun así, no disponía de dinero suficiente para sufragar los gastos en las competencias pero logró que lo patrocinara el almacén de electrodomésticos Mora Hermanos.
Aun cuando mi padre evitaba hablar del tema, al cabo de varias y accidentadas charlas en las caletas donde nos escondíamos pude concluir que su carrera criminal empezó el día en que descubrió la manera de falsificar los diplomas de bachiller que otorgaba el Liceo y con los cuales se graduaban los estudiantes.
Para cometer el fraude, mi padre y Gustavo pidieron prestadas las llaves de la sala de profesores y a escondidas les sacaron copia en un molde de plastilina; luego robaron los diplomas, que entonces eran expedidos en papel sellado, y mandaron a hacer los sellos del colegio. También aprendieron la letra de los profesores para poner las notas finales y sus firmas. Así, decenas de jóvenes se graduaron del Liceo de Antioquia sin haber pasado por sus aulas.
El manojo de llaves también les sirvió durante un tiempo para venderles a los alumnos las respuestas de los exámenes más complicados, como matemáticas y química. Hasta que alguien sospechó porque de manera inusual los estudiantes sacaban elevadas notas en esas materias y por ello los directivos del Liceo modificaron las evaluaciones y cambiaron las respuestas.
Algo de dinero ya había en los bolsillos de Pablo Escobar y eso lo animó a seguir con sus todavía ‘pequeñas’ fechorías.
Al tiempo que se lucraban de las actas falsas, mi padre y Gustavo robaban naranjas en una finca conocida como ‘la de los Negros’ —situada varias calles más arriba de La Paz— y las vendían en el mercado o en las casas del barrio. En otras ocasiones pasaban por una tienda de la parte alta de la urbanización y simulaban tropezar para que las naranjas cayeran al piso y rodaran calle abajo, donde las recogían y en la noche se las vendían de nuevo al dueño del negocio.
Por aquellos días la colección de revistas Selecciones empezó a crecer en el estante donde mi padre las exhibía. ¿La razón? Él les pedía a los niños del barrio que las sacaran de sus casas a escondidas y se las regalaran. De esta manera recibía las más recientes y era tan recursivo en su manera de hablar que los vecinos del barrio se las alquilaban para leerlas los fines de semana y luego se las devolvían.
Mi padre y sus amigos empezaron a tomarse confianza en aquello de cometer delitos y un día robaron el automóvil Cadillac del obispo de Medellín, que asistió a la inauguración de una obra en el barrio. Uno de ellos estudiaba en el Sena y sabía cómo poner a andar un vehículo sin llaves. Una vez encendido fueron a dar vueltas por los municipios cercanos a Medellín y cuando regresaron se dieron cuenta de que el barrio estaba lleno de policías buscando el automotor. Entonces fueron a un paraje entre La Paz y el barrio El Dorado, en la vía a Envigado, y lo dejaron abandonado.
Con el dinero que ahorró durante ese tiempo, Pablo dio un primer paso hacia adelante al comprar una moto italiana Vespa, gris, modelo 1961, con la que de la noche a la mañana se convirtió en el ‘tumbalocas’ del barrio; las muchachas descubrieron un galán enamoradizo, dicharachero y detallista, pero también folclórico al vestir porque no le importaba si la ropa combinaba o no; además, le gustaba remangarse la camisa y dejársela por fuera del pantalón. De vez en cuando aparecía por las calles del barrio enfundado en una ruana de lana blanca, similar a la que años después lució recién llegado a la cárcel La Catedral.
La moto ocupaba todo su interés, pero el dinero todavía escaseaba y por eso en el cajón donde guardaba la ropa solo había cuatro camisas, dos pantalones de jean y un par de zapatos apache.
Con todo y las limitaciones, Pablo adoptó cuatro costumbres que habrían de acompañarlo el resto de su vida: la primera, que el primer botón de la camisa quedara justo en la mitad del pecho. Ni más arriba ni más abajo. Es curioso, pero a lo largo de estos años he visto decenas de fotos de mi padre y en todas, sin excepción, aparece con el botón de la camisa puesto en el lugar que prefería.
La segunda, que el corte de pelo se lo hiciera él mismo. No le gustaban los peluqueros y acostumbraba despuntarse el cabello con tijera. Nunca fue a una peluquería y solo permitió que mi madre lo hiciera algunas veces; ella insistió en llamar urgente a un peluquero, pero él nunca aceptó.
La tercera, usar el mismo tipo de peineta para organizarse el pelo. Era pequeña, de carey, y siempre la tenía a la mano en el bolsillo pequeño de la camisa. Alisarse el peinado con mucha frecuencia a lo largo del día era quizá una de las pocas muestras de vanidad de mi padre; no exagero al decir que un día normal sacaba la peineta al menos diez veces para acomodarse el cabello. Era de tal tamaño su fijación con la peineta de carey que años después, en la opulencia, hacía que le trajeran hasta quinientas de ellas de Estados Unidos.
Y la cuarta, bañarse por largo tiempo. Era impresionante. Como estudiaba por la tarde y se quedaba hasta altas horas de la noche con sus amigos, adquirió la costumbre de levantarse después de las diez de la mañana. Permanecía hasta tres horas en la ducha. Esa rutina no cambió ni siquiera en la peor época, cuando vivía de caleta en caleta y con la sombra de sus enemigos encima. El simple acto de lavarse los dientes le llevaba no menos de cuarenta y cinco minutos y siempre con un cepillo Pro para niños.
Años después yo lo molestaba por la demora al bañarse los dientes, pero él respondía:
—Hijo, en la clandestinidad no me puedo dar el lujo de ir a un dentista… en cambio usted sí.
Aun cuando poco a poco mi padre y Gustavo se involucraban en asuntos oscuros, mi abuela Hermilda lo convenció de presentar examen de admisión en la facultad de Contaduría de la Universidad Autónoma de Medellín. Aprobó sin dificultad pero solo habría de permanecer allí hasta mediados del primer semestre, cuando decidió retirarse porque estaba hastiado de las dificultades económicas de su familia y de la escasez de dinero en sus bolsillos.
Entonces mi padre se dedicó de tiempo completo a su grupo de amigos, con quienes pasaba largas horas en la heladería La Iguana, donde ver pasar las chicas del barrio resultó más interesante que hablar de política.
La música empezó a ocupar un puesto importante en su día a día. Era 1970 y Pablo se deleitaba con los ritmos alegres y contagiosos de las orquestas Billos Caracas Boy’s, Los Graduados y la recién creada banda de Fruko y sus tesos; también le gustaba escuchar a Piero, Joan Manuel Serrat, Camilo Sesto, Julio Iglesias, Miguel Bosé, Raphael, Sandro, Elio Roca, Nino Bravo y su ídolo Leonardo Fabio. Pero hubo una canción, que escuchó una noche en La Iguana, por la que durante mucho tiempo habría de sentir una especial devoción. Se trata de ‘En casa de Irene’, un tema pop interpretado por el italiano Gian Franco Pagliaro.
La Paz crecía día a día y las fiestas de garaje los fines de semana se hicieron famosas porque los muchachos de Medellín iban allí a terminar sus parrandas, atraídos además porque las heladerías no cerraban.
Pero las rumbas derivarían muy pronto en problemas porque Pablo se enfurecía con la llegada de jóvenes en carros lujosos, bien vestidos, que sacaban a bailar a las muchachas del barrio. Y aun cuando no estaba ennoviado con ninguna, le daba mucha rabia que los ‘niños bonitos’ de Medellín se les arrimaran a las jóvenes de La Paz. El combo de Pablo les tiraba piedras a los vehículos de los visitantes y las trifulcas casi siempre terminaban en escaramuzas en las que cada bando se hacía en una esquina y desde allí se lanzaban todo tipo de cosas, incluidas sillas y botellas.
Varias de esas broncas ocurrieron con la conocida barra de los 11, un grupo encabezado por Jorge Tulio Garcés, un joven adinerado que llegaba como todo un don juan a llevarse a las muchachas en su automóvil descapotado. Hasta que una noche se llenó la copa, cuando Jorge Tulio llegó sin estar invitado a una fiesta de quince años. Entonces Pablo se acercó furioso y le dijo:
—Riquito hijueputa, ¿vos creés que porque tenés carro, te podés llevar a las ‘mamacitas’ del barrio?
Ahí fue la de Troya. Se armó tremenda pelea a golpes que terminó cuando Jorge Tulio le pegó un puño en la nariz, que lo hizo caer al piso.
No mucho tiempo después, Pablo tuvo un lío con Julio Gaviria, un hombre que acostumbraba ir al barrio a bailar, pero siempre se sobrepasaba con el licor. Una noche, Gaviria llegó a una fiesta y armó escándalo porque una joven se negó a bailar con él. Pablo estaba ahí y sin pensarlo sacó un revólver muy pequeño, de cinco proyectiles, y le pegó un tiro en un pie. Gaviria lo denunció y por primera vez le dictaron orden de captura y luego lo encarcelaron, pero por pocos días porque Gaviria retiró los cargos y quedó en libertad.
Para confirmar que el episodio no le había generado anotaciones en los organismos de investigación, el 2 de junio de 1970 fue a la sede del Departamento Administrativo de Seguridad, DAS, en Medellín y tramitó el certificado judicial, que le expidieron casi inmediatamente. Una vez lo recibió, en la última página escribió: “Si este documento se extravía, favor llamar a Pablo Escobar al teléfono 762976”.
Entre tanto, el día a día de Pablo transcurría al lado de Gustavo, siempre en la búsqueda de realizar algún negocio o una fechoría para tener dinero en los bolsillos. Un día robaron un camión cargado con jabones de baño Rexona y Sanit k, que vendieron al menudeo y a mitad de precio en las tiendas del barrio. Por cuenta del dinero que recibieron por el jabón, inmediatamente cambiaron la Vespa por otra motocicleta italiana Lambretta, modelo 1962, placas A-1653, en la que se hicieron más frecuentes los paseos con las muchachas del barrio.
La necesidad de dinero los llevó un día a convertirse en vendedores de lápidas, las losas que se ponen en las tumbas de los cementerios con los nombres de los difuntos. El negocio era atractivo porque el papá de Gustavo era propietario de una fábrica de losas y relieves y les daba buen margen de ganancia.
Los dos socios iban en la Lambretta a visitar clientes en las poblaciones cercanas a Medellín y llevaban las losas como muestra. Claro que no tardaron en descubrir que les iría mejor si les compraban las lápidas a los sepultureros de los pueblos, que seguramente se las robaban en las noches y las arreglaban para que parecieran nuevas.
Entre las lápidas de la fábrica de relieves y las que traían ya usadas para remarcarles los nombres de los nuevos fallecidos, en La Paz no tardó en hacer carrera el rumor de que Pablo y Gustavo robaban las lápidas de los cementerios, las remarcaban y luego las vendían.
El chisme era tan fuerte que un día murió el papá de una vecina muy cercana a la familia Henao y Pablo fue a ofrecer regalada la lápida. La viuda rechazó el ofrecimiento, y aunque no le dijo nada en ese momento, después comentó que no pondría una lápida robada en la tumba de su marido.
Finalmente, Pablo y Gustavo dejaron el negocio de las lápidas porque no resultaba tan rentable como ellos querían. Esa constante búsqueda de opciones llevó a mi padre a pronunciar una frase que varios de quienes integraron su barra de amigos no olvidaron nunca. Fue una noche, cuando departían en la heladería La Iguana y en tono serio, decidido, les dijo: “Si a los treinta años no he conseguido un millón de pesos, me suicido”.
Decidido a llegar a esa meta cuanto antes, en compañía de Gustavo se dedicaron a robar las taquillas de los teatros en el centro de Medellín. Las salas de cine El Cid, La Playa, el Teatro Avenida, el Odeón y el Lido fueron víctimas de los dos socios que pistola en mano se llevaban el dinero recaudado.
El segundo paso que dieron fue robar carros. De varias maneras. Una forma de hacerlo consistía en llevarse los vehículos nuevos, recién salían del concesionario. El cómplice era un tramitador, que además de legalizar los documentos sacaba copia de la llave del carro y se la entregaba a mi padre. Cuando el desprevenido propietario recibía el carro, lo seguían hasta su casa, esperaban a que lo guardara y minutos después se lo llevaban.
Otra modalidad de robo que utilizaron fue el cambiazo de carros nuevos por aquellos declarados en pérdida total por las aseguradoras. Mi padre y Gustavo compraban vehículos ‘siniestrados’, es decir, estrellados, y los llevaban a un taller de mecánica donde les quitaban las plaquetas de identificación. Luego robaban uno nuevo y le ponían los registros numéricos del carro viejo.
Pero también utilizaban formas muy simples para robar carros, que si no es porque eran un delito, cualquiera se moriría de la risa. Como por ejemplo, aquella vez que mi padre vio un señor varado en una vía, le preguntó en qué consistía el daño y se ofreció a arreglarlo. Luego, le dijo que él se haría al volante para prenderlo y le pidió al inocente dueño que empujara. En ese momento arrancó y se fue.
Con el dinero que ganaron robando carros, mi padre y Gustavo compraron un ruidoso automóvil Studebaker azul oscuro de techo blanco de 1955, con el que ampliaron su club de fans en el barrio; los paseos de fin de semana con muchachas y los largos viajes de la barra de amigos se volvieron costumbre.
Hablé con varios de los contertulios de mi padre y recuerdan la travesía que hicieron hasta el municipio de Piendamó, en el departamento de Cauca, para ver si era cierto que una virgen se le había aparecido a una niña en su casa. Era mayo de 1971 y el país entero estaba conmocionado con el supuesto milagro. Mi abuela Hermilda se entusiasmó con el propósito del viaje y le encargó agua bendita.
En efecto, la peregrinación en Piendamó era enorme y él llenó una botella con agua que recogió cerca del lugar donde supuestamente apareció la imagen. Pero en el regreso, cuando llegaban al alto de Minas, ya muy cerca de Medellín, el Studebaker se recalentó y tuvieron que echarle esa agua al radiador. Para no quedar mal, mi padre llenó de nuevo el frasco con agua de un río y se la entregó a mi abuela, que quedó convencida de que el líquido estaba bendecido.
Pocos días después de regresar del Cauca, a mi padre y a Gustavo les dieron un contrato temporal con Carvajal S. A. para repartir tres mil directorios telefónicos en Envigado y recoger los del año anterior. No tardaron en ser reconocidos como los número uno por la velocidad con que hacían el trabajo, pero nadie se dio cuenta de que los entregaban sin mirar siquiera las direcciones.
Como ganar dinero era su prioridad, se les ocurrió arrancarles la mitad de las páginas a los directorios viejos para venderlas como recliclaje. Ese papel les daba más utilidad que la que recibían por la entrega de los nuevos, pero el trabajo habría de durar escasos doce días porque en Carvajal descubrieron que las pilas de directorios caían al piso porque les faltaba la mitad. Les cancelaron el contrato.
Cometer delitos se había vuelto el pan de cada día de mi padre y de su primo Gustavo y en poco tiempo ya eran propietarios del Studebaker y de dos motos Lambretta.
La bonanza económica empezaba a notarse poco a poco y el dinero ya le alcanzó para abrir su primera cuenta de ahorros, en el Banco Industrial Colombiano, BIC. En febrero de 1973 hizo el primer depósito por 1.160 pesos, 50 dólares de la época. En noviembre consignó 114.062 pesos, 4.740 dólares. Empezaba a ser un hombre acomodado.
A finales de ese año, mi padre vio en una calle a una joven alta, delgada, bonita, de piernas largas que lucía pantalones cortos —también les decían shorts o pantaloncitos calientes—, cuya familia había llegado años atrás al barrio. Tenía trece años, se llamaba Victoria Eugenia Henao Vallejo, estudiaba en el colegio El Carmelo en el vecino municipio de Sabaneta y era la sexta entre ocho hermanos, cinco mujeres y tres hombres.
Los Henao eran los más acomodados del barrio La Paz: Nora, la madre, tenía un próspero almacén donde vendía telas para uniformes de colegio, así como camisas, pantalones, electrodomésticos, útiles escolares y lociones que traía del lejano puerto libre de Maicao, en la frontera con Venezuela; Carlos Emilio, el padre, distribuía bocadillos en una bien cuidada camioneta Ford de fines de los años cincuenta. Los dulces eran producidos en la empresa La Piñata y por eso en el barrio las Henao eran conocidas como ‘las piñatas’.
Mi padre tenía veinticuatro años, once más que ella, pero quedó tan fascinado que días después supo que la mejor amiga de Victoria era Yolanda, así que la buscó y le pidió ayuda para invitarla a salir. Ninguno de los dos sabía en ese momento que estaban a punto de iniciar una relación intensa, llena de momentos buenos y malos, de pronto más malos que buenos, que solo se rompería veinte años después, con la muerte de él.
La estrategia funcionó y mis futuros padres empezaron a verse a escondidas, aunque el contraste era notable porque ella era más alta que él y tenía una figura esbelta porque practicaba mil metros de natación todas las semanas en piscinas olímpicas y montaba en patines con mucha frecuencia.
Al principio se encontraban los sábados, de siete a nueve de la noche, con la complicidad de Yolanda y la barra de amigos de mi padre. Entre semana no se veían porque él le decía que se iba de viaje de negocios. Ella no sospechaba todavía que su pretendiente andaba en malos pasos.
Yolanda fue la celestina de esa relación, que muy pronto encontró una dura opositora: Nora, la mamá de Victoria, que se puso furiosa cuando le contaron que su hija estaba saliendo con un señor Pablo Escobar, mayor que ella, mujeriego, de ocupación indefinida, malrelacionadoydelincuenteenpotencia.Tampocohicieronbuena cara el papá y Mario, uno de sus hermanos, que además ya conocía a Pablo y con quien tenía cierta cercanía.
La pareja siguió encontrándose pese a la dura oposición de mi abuela Nora, que impuso obstáculos como permitirle a Victoria ir a las fiestas del barrio solo hasta cierta hora y acompañada por sus hermanos. No obstante, Pablo no estaba dispuesto a rendirse y empezó a colmar de regalos a la muchacha, que los recibía por intermedio de Yolanda. El primero fue un reloj de marca que él usaba y luego un anillo de perlas con turquesas que compró en una joyería de Medellín por mil seiscientos pesos, una fortuna para la época.
Pero Nora no cedía y cada día eran mayores sus dudas sobre el pretendiente de su hija.
—Mija, no se preocupe por ponerse muy bonita que de todas maneras parece que andaras con un chofer —le dijo una vez.
—Dígale que deje la ruana en la casa, que aquí no entra así —dijo mi abuelo Carlos.
—Acordate que tenés que respetar mucho a mi hija porque de esa puerta no pasás —le dijo Nora alguna vez, cuando ya él pudo dejarla en su casa después de salir una tarde de sábado.
La relación empezó a crecer y los encuentros se hicieron más continuos. Pablo se ofreció a enseñarle a manejar en su Renault 4 amarillo mostaza —que cambió luego por el Studebaker—. Y muy a su estilo la llevó varias veces a sitios peligrosísimos, con precipicios incluidos, y siempre terminaba subiendo por la vía Las Palmas hasta el estadero El Peñasco, que tenía una imponente y romántica vista de Medellín.
Nunca se me había ocurrido preguntarle a mi madre por qué se enamoró de mi padre —hasta ahora que estaba terminando de escribir este libro—, al extremo de perdonarle todo lo que hizo. Luego de pensarlo un rato, me respondió:
—Por su sonrisa maliciosa, por su mirada. Me enamoré porque era muy romántico. Fue todo un escritor y poeta conmigo, muy detallista, me conquistaba con la música romántica, me regalaba todo el tiempo discos long play. Era muy abrazador, muy meloso. Un gran seductor. Un amante de la naturaleza. Me enamoraron sus ganas de ayudarle a los demás y su compasión con los dramas de la gente. Ya de novios recorríamos en su carro los lugares donde él soñaba construir las universidades y escuelas para los más pobres. Desde el primero hasta el último de sus días, no puedo decir que nunca me haya dicho una mala palabra o me maltratara; hasta el final siempre fue un caballero conmigo.
El incipiente romance se vio interrumpido en el segundo semestre de 1974 cuando la policía detuvo a mi padre en un automóvil Renault 4 que había robado de una bodega. Lo llevaron a la cárcel de La Ladera, donde habría de conocer a un personaje que sería clave en su carrera delincuencial: Alberto Prieto, el gran capo del contrabando de la época, conocido con el alias de ‘El Padrino’.
Mi padre se encontró con un personaje poderoso que ganó una enorme fortuna contrabandeando whisky, cigarrillos, electrodomésticos y otros productos que traía desde la zona fronteriza de Urabá para venderlos en Medellín y otros lugares del país. Pero también descubrió que su compañero de celda tenía contactos con la clase política de Antioquia y se ufanaba de sus relaciones con congresistas y jueces de Bogotá.
En los escasos dos meses que estuvo detenido porque un juez lo dejó en libertad, mi padre se hizo amigo del ‘Padrino’ y aprendió de su negocio. Él jamás habló del asunto conmigo, pero en mi investigación para escribir este libro supe que se las arregló para desaparecer las evidencias del robo del Renault 4 y por eso el juez no tuvo otra opción que archivar el proceso.
Semanas después, mi padre se reencontró con ‘el Padrino’ —que ya había salido de la cárcel— y este le ofreció escoltar las caravanas de camiones que traían la mercancía desde Urabá. Mi papá aceptó, con la condición de que su primo Gustavo trabajara a su lado. Muy pronto, los dos ganaron fama en el gremio de los contrabandistas por su arrojo y sangre fría a la hora de resolver problemas. Como aquella vez en que la policía retuvo cinco camiones cargados con cigarrillos Marlboro cuando salían de Urabá, y mi padre y Gustavo viajaron hasta allá y los recuperaron en menos de veinticuatro horas.
De la mano del ‘Padrino’, mi padre y Gustavo se encontraron de repente con un mundo en el que los delitos menores no existían y la muerte era un asunto común y corriente. Ese ambiente turbio y cada vez más pesado llevó a mi padre a cometer un asesinato, el primero en su vida. Aun cuando existen varias versiones de este hecho, quienes conocieron de cerca lo que ocurrió aquella vez me contaron que un hombre de apellido Sanín se autosecuestró en una finca cerca de Envigado para lograr que su hermano, un contrabandista millonario, pagara el rescate.
Mi padre y mi tío Mario sabían del plan y aceptaron participar en el delito y mientras el primero iba a recoger el dinero del plagio, el segundo se quedaría acompañando al supuesto secuestrado. Con tan mala suerte que la policía llegó al sitio porque algunos vecinos reportaron movimientos raros y Sanín no tuvo escrúpulo alguno en decirles a los uniformados que había sido secuestrado y que Mario, quien estaba con él, era uno de los responsables. Así, mi tío fue a la cárcel durante nueve meses, pero mi papá no perdonó el engaño y una noche siguió a Sanín hasta un edificio en Medellín y cuando entraba al garaje lo mató de varios disparos. Probablemente ese haya sido el primer episodio de sicariato en moto en la historia de Medellín.
Mientras tanto, ‘el Padrino’, satisfecho por la labor de mi padre y Gustavo al proteger sus rutas del contrabando, les entregó otra responsabilidad: guiar caravanas de entre treinta y cincuenta vehículos cargados de mercancía hacia Medellín desde el puerto de Turbo, en Urabá. El cargamento del ‘Padrino’ llegó a salvo después de pasar sin problema alguno por retenes de la Policía, de la Armada y del Resguardo de Aduanas de Antioquia, gracias a la astucia de Pablo y de Gustavo.
Ya en ese momento, mi madre había empezado a sufrir las continuas ausencias de mi padre, que desaparecía por varios días y regresaba con algún regalo, sin darle mayores explicaciones. Sí empezó a llamarle la atención que de un momento a otro traía cobijas de lana estampadas con cuatro tigres, hechas a mano por indígenas de Ecuador.
Lo que no sabía mi futura madre en ese momento, era que Pablo había descubierto por fin el negocio que lo haría millonario en muy poco tiempo: la cocaína.
En efecto, según me contaron numerosas personas que vivieron aquella época al lado de él, la cercanía con ‘el Padrino’ lo llevó a descubrir que en algunas casa-fincas de los municipios de Caldas, La Estrella, Guarne y San Cristóbal, todos cerca de Medellín, existían pequeños lugares donde se procesaba una pasta traída desde Ecuador, Perú y Bolivia, que terminaba convertida en un polvo blanco llamado cocaína.
Inquieto, mi padre no tardó en localizar a Atelio González, un hombre ya entrado en años, y le preguntó cómo podía involucrarse en ese negocio. Este le contó que estaba encargado de uno de esos sitios, conocido como ‘cocina’, donde mezclaba el producto traído del extranjero con algunos químicos, entre ellos éter y acetona, y luego lo calentaba a altas temperaturas para secarlo. De ahí salía la cocaína.
El interés de mi padre en el asunto lo llevó a saber muy rápido que los dueños de las cocinas eran tres personajes absolutamente desconocidos que les vendían la cocaína a compradores que llegaban en avión desde Estados Unidos.
Enterado de las generalidades del negocio, mi padre no lo dudó un instante y emprendió con Gustavo el primer viaje por carretera hasta el puerto de Guayaquil, en Ecuador, donde compraron los primeros cinco ‘cosos’ o kilos de pasta de cocaína. Para evadir los controles en la frontera por el puente Internacional Rumichaca, previamente hicieron construir una caleta encima del tanque de la gasolina del Renault 4 de mi padre.
Atelio González procesó cinco kilos de pasta y de ahí sacó un kilo de cocaína, que le vendieron a un comprador por seis mil dólares. A partir de ese momento quedaron atrás el robo de carros, la entrega de directorios telefónicos y las duras travesías para traer contrabando desde Urabá. Mi padre y Gustavo acababan de entrar al tráfico de drogas.
Como era común en ellos, no tardaron en montar su propia cocina en una finca cercana, de la que encargaron a mi tío Mario —que todavía no estaba de acuerdo con la relación entre Pablo y su hermana Victoria— y consiguieron quién les vendiera los insumos químicos, que en algunas ocasiones ocultaron en los laboratorios de la escuela de La Paz, con la ayuda de Alba Marina, su hermana, quien dictaba clase allí.
Los viajes al sur del país se hicieron muy continuos, hasta que llegaron a la provincia ecuatoriana de La Loja, en la frontera con Perú, donde conocieron a varios distribuidores de pasta de coca y se asociaron con Jorge Galeano, un antioqueño que acababa de entrar al negocio, con quien empezaron a traer mayores cantidades de pasta, pero siempre en vehículos y corriendo el riesgo de pasar la frontera, en la que de cuando en cuando eran decomisados pequeños cargamentos de base de coca.
Mi padre progresaba lentamente en el tráfico de cocaína y aunque con tropiezos, la relación con mi madre marchaba viento en popa. Ella se enfurecía por sus inesperados viajes y porque siempre tenía una excusa a la mano para ocultar sus verdaderas intenciones. Cuando mi madre cumplió quince años, en septiembre de 1975, tuvieron un fuerte conflicto porque mi padre desapareció durante una semana. Él arruinó una celebración que para ella era importante. Luego supo que se había ido a Ecuador.
Ese año y luego de procesar y vender ya una buena cantidad de kilos de cocaína, mi padre cumplió con creces su vieja aspiración de ser rico antes de los treinta años. Tenía veintiséis cuando les pidió a sus amigos de barra que lo acompañaran al Banco Industrial Colombiano, BIC, en el municipio de Sabaneta, a consignar no uno sino cien millones de pesos en un cheque (tres millones doscientos veinticinco mil dólares).
Pese a que la situación económica de mi padre mejoraba día a día, buena parte de la familia de mi madre mantenía la férrea oposición a su romance. Mi abuela Nora seguía pensando que Pablo no era el hombre adecuado para su hija y por eso se oponía a sus encuentros e intentaba convencerla de todas las maneras posibles de que lo dejara.
Hasta que una salida no permitida habría de darle un rumbo definitivo a esa relación.
Una tarde de sábado a finales de marzo de 1976, mi padre se las arregló para que Victoria supiera que se iba de viaje y la citó para despedirse en la heladería El Paso, no lejos de la casa. Ella le pidió permiso a mi abuela, pero esta le dijo que no saliera, que lo dejara ir. Ansiosa por verlo, mi madre salió a escondidas y le contó lo sucedido. Entonces mi padre se enojó mucho con su intransigente suegra porque no permitía que mi madre lo despidiera, ya que se iba por varios meses; así, él se jugó el todo por el todo y le dijo que de esa manera no podrían disfrutar su relación y le propuso escaparse a Pasto y casarse allá. Mi madre respondió inmediatamente que sí, sin dudarlo un instante, y se fueron a pasar la noche a la casa de Gustavo Gaviria y su esposa, que no tuvieron inconveniente en darles posada. Ya juntos y ocultos donde su primo Gustavo, supieron que mi tío Mario estaba furioso buscando a mi padre para matarlo por llevarse a las malas a ‘la niña’, como se refería a su hermana. Entonces decidieron irse para Pasto, y la única manera de hacerlo era viajar en avión a la ciudad de Cali y esperar la conexión. En el barrio La Paz, el alboroto era total. Desesperados, los Henao preguntaron y preguntaron hasta que alguien les dijo que los fugitivos habían viajado a Cali y que la salida a Pasto tardaría seis horas. Mi abuela Nora llamó a su madre Lola, quien vivía cerca de la catedral de Palmira y le pidió que fuera hasta allá y no los dejara ir.
Alfredo y Rigoberto, dos de los mejores amigos de mi padre, ya habían salido para Cali en una camioneta, con la esperanza de encontrarlos. Así sucedió y cuando llegaron al aeropuerto encontraron a mi bisabuela con la pareja y fueron testigos del instante en que Pablo la convenció de que quería casarse.
Las palabras de mi padre fueron tan convincentes que mi bisabuela les dijo que fueran hasta Palmira, pues tenía la certeza de que podría convencer al obispo de casarlos. Ella era cercana a los religiosos porque hacía años vivía al lado de La Catedral y además solía visitar a todos los presos y a la gente más pobre para brindarles ayuda. Por eso no le resultó difícil obtener la autorización y de esa manera Victoria y Pablo se casaron sin pompa alguna. Mi madre debió usar por varios días el mismo pantalón verde militar de terlete —una tela elástica que no requería planchado— y un suéter naranja y beige que tenía cuando escapó de su casa. Fieles a sus chanzas pesadas, sus amigos Alfredo y Rigoberto les dieron el único regalo que hubo en la boda: un sufragio, con un sentido pésame: “Por el mal paso que acaban de dar”.
Los recién casados pasaron su luna de miel en una habitación en la casa de mi bisabuela y una semana después regresaron al barrio La Paz y se alojaron por varios meses en una pequeña habitación de la casa que mi padre le había prestado a mi tía Alba Marina.
Mi madre siempre supo que mi padre era amante del plátano maduro frito y cada vez que podía lo preparaba como a él le gustaba: cortado en cuadritos y revuelto con huevo y cebolla junca. El plato era completado con arroz blanco, carne asada y ensalada de remolacha, su preferida. Todo con un vaso de leche fría y una arepa redonda pequeña y gruesa.
Aunque mi madre es reacia a hablar del tema, cómo no hablar de las muchas infidelidades de mi padre, que continuaron pocas semanas después de haberse casado. Los rumores sobre sus andanzas con mujeres llegaban a oídos de ella, que sufría y lloraba en silencio, pero él, hábil, la tranquilizaba diciéndole que era la mujer de su vida, que su matrimonio duraría para siempre y que no le hiciera caso a la gente mal intencionada y envidiosa que quería verlos separados. En parte fue cierto: mi padre y mi madre estuvieron juntos hasta que la muerte los separó, pero él nunca dejó de ser infiel.
Uno de sus primeros romances a escondidas fue con la directora del colegio del barrio; luego anduvo por varios meses con una morena joven y bonita, viuda de un famoso ladrón. Conquistar mujeres era una especie de reto para mi padre, que no perdía oportunidad para seducirlas. Como una noche en que una reconocida empresa de Medellín hizo una fiesta de integración en el salón Antioquia del hotel Intercontinental, a la que asistieron mis padres y varias de mis tías. A medianoche se las arregló para que mi madre regresara a la casa y él se quedó bailando. Una hora después ya estaba muy acaramelado con la esposa de uno de sus trabajadores, lo que desató la ira de una de mis tías, que no dudó en darle una cachetada.
Pero la relativa tranquilidad que se vivía en el hogar de mi padre fue rota intempestivamente el 7 de junio de 1976, cuando recibió una llamada en la que uno de sus trabajadores le informó que agentes del DAS habían descubierto el cargamento de cocaína que traían desde Ecuador en un camión, pero lo tranquilizó porque según él los detectives estaban dispuestos a recibir dinero para dejarlo llegar hasta Medellín. Mi padre, confiado, aceptó el trato y esperó a que llegaran a la ciudad para pagar el soborno.
A las cinco de la mañana del siguiente día, mi padre supo que los agentes del DAS lo esperaban en una heladería de La Mayorista, la central de abastecimientos de Medellín, donde recibirían el dinero. Mi padre llamó a mi tío Mario para que lo acompañara y este a su vez se comunicó con Gustavo y quedaron en encontrarse en el lugar indicado. Antes de ingresar, mi padre contó dentro del vehículo los cinco mil dólares con los que se proponía comprar el silencio de los investigadores.
Pero todo fue una trampa porque lejos de dejarse sobornar los agentes montaron una encerrona para capturar a toda la banda y decomisar las diecinueve libras de pasta de coca escondidas dentro de la llanta de repuesto del camión. Por eso, esperaron que mi padre les propusiera recibir los dólares y en ese instante le dijeron que él, Mario, Gustavo y los dos conductores del camión quedaban detenidos por tráfico de drogas e intento de soborno.
De inmediato fueron llevados a los calabozos del DAS en Medellín, donde pasaron la noche y en la mañana siguiente los trasladaron a la cárcel Bellavista, en el municipio de Bello, al norte de Medellín. En la reseña de ingreso al penal mi padre fue identificado con el número 128482 y le tomaron una foto en la que se ve sonriente, tal vez porque estaba convencido de que su permanencia allí sería corta.
No obstante, los primeros días en esa prisión fueron muy difíciles para mi padre, Mario y Gustavo, porque empezó a circular el rumor de que ellos eran infiltrados de la Policía que buscaban información sobre los combos o pequeñas bandas que mandaban a su antojo en los distintos patios del penal. El chisme llegó a tal extremo que alguien les contó que una noche de esas los iban a atacar.
Pero las cosas cambiaron de repente, cuando un hombre, recluido allí y al que mi padre no conocía, les aclaró a los demás reclusos que ellos no eran ‘sapos’ y que los dejaran tranquilos. Así sucedió y el peligro desapareció. El inesperado benefactor resultó ser Jorge el ‘Negro’ Pabón, un delincuente que purgaba una corta condena, que sí sabía quién era mi padre. Desde entonces los dos tendrían una relación muy cercana y años más tarde Pabón jugaría un papel clave en los carteles de Cali y Medellín.
Aun cuando la intervención del ‘Negro’ Pabón mejoró las condiciones de reclusión de mi padre, de Mario y de Gustavo, lo cierto es que Bellavista era una cárcel muy hostil y peligrosa. Fue allí, en ese ambiente cargado de malos olores, de hacinamiento, que mi madre supo que estaba embarazada. Ocurrió un día de visita, cuando fue a verlo en compañía de la esposa de Gustavo y mi tía Alba Marina y empezó a vomitar mientras hacían la fila de ingreso.
Mi padre recibió con alborozo la noticia del embarazo de su esposa, pero su encierro, que parecía ser largo, y las limitaciones económicas forzaron a mi madre a regresar donde su familia y abandonar la casa del barrio Los Colores porque no tenía el dinero suficiente para subsistir allí.
Desesperado por el confinamiento y por el duro régimen de la cárcel de Bellavista, mi padre le pidió a su abogado, que hiciera lo necesario —incluido el soborno— para que los trasladaran a otra cárcel. La gestión del defensor fue efectiva porque días después él y Gustavo fueron llevados a una casa finca donde funcionaba la cárcel departamental de Yarumito, en el municipio de Itagüí. Las cosas mejoraron sustancialmente allí porque mi madre y mi abuela iban todos los días a llevarles el desayuno y el almuerzo, pero aun así mi padre no estaba dispuesto a seguir preso. Hasta que un día tuvo la osadía de volarse y se escondió en la casa de un vecino en el barrio La Paz. Se escapó durante un partido de fútbol con la complicidad de algunos de los jugadores, a quienes les pidió que patearan cada vez más fuerte y lejos el balón para ir por él.
Las cosas eran muy distintas en esa época en Colombia y el director de la cárcel no tuvo problema en llamar por teléfono a mi abuela a contarle que Pablo se había fugado; luego le pidió que lo convenciera de regresar, que no tomaría represalias. Un par de horas después, Pablo llamó a la casa de mi abuela Hermilda, quien le dijo que no hiciera sufrir más a mi madre, que tenía tres meses de embarazo y debía pesar escasos cuarenta kilos; luego, mi padre llamó a mi madre, quien le suplicó que por su embarazo se devolviera de inmediato. Él accedió y esa misma noche se presentó en la cárcel, donde lo recibió el director.
No obstante las buenas condiciones de la cárcel de Yarumito, mi padre estaba muy preocupado porque la jueza del caso, Mariela Espinosa, estaba empeñada en condenarlos a todos porque las pruebas eran contundentes.
Entonces acordaron con el abogado mover una ficha que habría de ser clave: pedir el traslado del proceso a la ciudad de Pasto, en la frontera con Ecuador, donde el DAS había interceptado el camión con la pasta de coca. El Tribunal Superior del departamento de Nariño le dio la razón al defensor de mi padre, quien argumentó que la coca había sido comprada en esa ciudad del sur del país y por eso el expediente debía cursar en un juzgado de allí. Así, los magistrados ordenaron el traslado inmediato de los detenidos a la cárcel de Pasto, que se produjo justo cuando mi madre llegaba a visitarlos en Yarumito. Mi padre iba esposado y se alegró cuando la vio, pero se le notó la cara de furia cuando un policía le pegó con el fusil para apartarla de su camino.
En las siguientes semanas, mi madre y mi abuela viajaron con alguna frecuencia a Pasto a visitar a mi padre, a mi tío Mario y a Gustavo Gaviria. A ellos les resultó muy fácil sobornar a los guardias, que los trataban bien. Incluso, a mi padre le permitían ir al hotel Morasurco, el más conocido de la ciudad, donde pasaba los fines de semana con mi madre.
La situación jurídica de los detenidos empezó a resolverse en agosto de 1976, cuando un juez de Pasto dejó libres a mi tío Mario y a Gustavo Gaviria. En noviembre siguiente, luego de cinco meses de su encarcelamiento, mi padre fue sobreseído y de inmediato regresó a su tierra.
No obstante, su captura habría de dejar consecuencias hacia el futuro porque por primera vez apareció mencionado en los prontuarios criminales y también un medio de comunicación como el diario El Espectador de Bogotá reveló su identidad. Su carrera como delincuente ya no tenía retorno y él lo sabía.